Studio Sex (2 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Studio Sex
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Annika se puso de pie y se encaminó hacia la mesa de la redacción de noticias con el teletipo de TT en la mano. Spiken seguía hablando por teléfono, sus pies reposaban sobre la mesa. Annika, inquisitiva, se situó justo delante de él. El redactor jefe parecía irritado.

—Sospecha de asesinato, mujer joven —anunció Annika y agitó la nota.

Spiken cortó la conversación colgando inmediatamente el auricular, y a continuación puso los pies en el suelo.

—¿Ha llegado por TT? —preguntó, e hizo clic en su ordenador.

—No, por «Escalofríos».

—¿Confirmado?

—Por lo menos el centro coordinador de emergencias ha recibido la llamada.

Spiken miró hacia la redacción.

—Okey—dijo—. ¿A quiénes tenemos?

Annika tomó impulso.

—Es mi noticia —dijo.

—¡Berit! —gritó Spiken y se levantó—. ¡El asesinato del verano!

Berit Hamrin, una de las periodistas de más edad del periódico, cogió su bolso y se acercó a la mesa.

—¿Dónde está Carl Wennergren? ¿Trabaja hoy?

—No, libra, participa en la regata de la vuelta a Gotland —respondió Annika—. Es mi noticia, fui yo quien la recibió.

—¡Pelle, fotógrafo! —gritó Spiken hacia la mesa de fotografía.

El jefe de fotografía levantó el dedo afirmativamente.

—Bertil Strand —le voceó este.

—Okey—respondió el redactor jefe y se volvió hacia Annika—. ¿Qué tenemos?

Annika miró su nota emborronada, repentinamente se percató de lo nerviosa que estaba.

—Una chica muerta detrás de una tumba en el cementerio judío, dentro de Kronobergsparken en Kungsholmen.

—Joder, no tiene por qué ser un asesinato.

—Está desnuda y estrangulada.

Spiken miró atentamente a Annika.

—¿Y quieres cubrirlo tú misma?

Annika tragó saliva y asintió al redactor jefe, se volvió a sentar y sacó un cuaderno.

—Okey—dijo—. Puedes ir con Berit y Bertil Strand. Intentad sacar una buena foto, el resto de los datos los podemos conseguir después, pero necesitamos la fotografía inmediatamente.

Al pasar junto a la mesa de redacción el fotógrafo se colgó la mochila con su material.

—¿Dónde es? —indagó, dirigiendo la pregunta a Spiken.

—En los calabozos de Kronobergs —respondió y cogió el auricular.

—En el parque —dijo Annika y buscó su bolso con la mirada—. Kronobergsparken. El cementerio judío.

—Comprobad que no sea una pelea familiar —añadió Spiken y marcó un número de Londres.

Berit y Bertil Strand ya iban hacia el ascensor camino del garaje, pero Annika se detuvo.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó ella.

—Justo lo que he dicho. No nos inmiscuimos en peleas familiares.

El redactor jefe le dio demostrativamente la espalda. Annika sintió cómo la rabia le subía por todo el cuerpo hasta alcanzar de golpe el cerebro.

—La muchacha no estará menos muerta por eso —replicó ella.

Spiken recibió respuesta al otro lado del auricular y Annika comprendió que la conversación había terminado. Alzó la mirada, Berit y Bertil Strand ya habían desaparecido por la escalera. Se dirigió rápidamente a su mesa, pescó su bolso que se había caído detrás de los archivos y salió corriendo tras sus colegas. Como el ascensor estaba en la planta baja, descendió por las escaleras, joder, joder, ¿por qué coño tenía que enfrentarse siempre a la gente? Ahora estaba a punto de perder su primer gran trabajo por querer poner en su sitio al redactor jefe.

—Idiota —se dijo en voz alta.

Alcanzó a la reportera y al fotógrafo cuando entraban en el garaje.

—Trabajaremos juntas hasta que llegue el momento en que debamos repartirnos el trabajo —dijo Berit, mientras caminaba y escribía en un cuaderno—. Me llamo Berit Hamrin, me parece que no nos hemos presentado.

La mujer mayor sonrió a Annika, se dieron la mano al mismo tiempo que se sentaban en el Saab de Bertil Strand, Annika en la parte trasera y Berit en la delantera.

—No des esos portazos —refunfuñó Bertil Strand reprobadoramente y le lanzó una mirada a Annika por encima del hombro—. La pintura se puede estropear.

Dios mío, pensó Annika.

—Vaya, perdón —dijo.

Los fotógrafos disponían de los coches del periódico como si fueran sus coches privados. Prácticamente todos se tomaban con una seriedad desmedida la tarea del cuidado del coche. Quizá se debiera a que todos, sin excepción, eran hombres, pensó Annika. Aunque sólo llevaba trabajando siete semanas en elKvällspressenya se había percatado de la veneración que merecían los coches de los fotógrafos. En varias ocasiones, hasta las entrevistas planeadas se habían pospuesto porque los fotógrafos estaban ocupados en algún lavado de coches, lo que demostraba la importancia que atribuían a sus vehículos.

—Creo que lo mejor será llegar al parque por la parte trasera y evitar Fridhemsplan —dijo Berit, cuando el coche aceleró en el cruce de Rålambsvägen. Bertil Strand se apuró y consiguió pasar en ámbar, condujo por Gjörwellsgatan y continuó hacia Norra Mälarstrand.

—¿Me puedes contar los datos que te dio tu informador? —preguntó Berit y se volvió hacia ella.

Annika pescó el arrugado teletipo.

—Bueno, se trata de una joven que yace muerta detrás de una lápida en Kronobergsparken. Desnuda y posiblemente estrangulada.

—¿Quién llamó?

—Un drogata. Su amigo estaba meando junto a la verja y la vio por entre los barrotes.

—¿Por qué creen que ha sido estrangulada?

Annika le dio la vuelta al papel y leyó algo que había escrito de través.

—No había sangre, tenía los ojos completamente abiertos y heridas en el cuello.

—Eso no significa que la hayan estrangulado, ni siquiera asesinado —dijo Berit y se giró hacia delante.

Annika no respondió. Miró a través de los cristales ahumados y vio pasar a los locos por el sol de Rålambshovsparken. Frente a ella se abría el brillante espejo de Riddarfjärden. Tuvo que entornar los ojos, a pesar del recubrimiento del cristal. Dos windsurfistas se dirigían hacia Långholmen, no parecía irles demasiado bien, el aire apenas se movía en la solana.

—Qué verano más bueno hemos tenido —dijo Bertil Strand y giró en Polhemsgatan—. Quién lo iba a decir, con todo lo que llovió en primavera.

—Sí, he tenido suerte —dijo Berit—. Acabo de disfrutar de mis cuatro semanas de vacaciones. Sol todos los días. Si quieres, Bertie, puedes aparcar junto a unas casas, justo al lado del cuartel de bomberos.

El Saab aceleró subiendo la cuesta de la última manzana de Bergsgatan. Berit se quitó el cinturón de seguridad antes de que Bertil Strand redujera la velocidad y salió del coche antes de que éste aparcara. Annika se apresuró a seguirla y resopló al recibir una bocanada de aire caliente.

Bertil Strand aparcó en un desvío, Berit y Annika pasaron junto a una casa de ladrillo rojo de los años cincuenta. El camino de asfalto era estrecho, estaba limitado por un zócalo empedrado hasta el parque.

—Más adelante hay una escalera —informó Berit jadeante.

Seis escalones después entraron en el parque. Corrieron a lo largo de un sendero asfaltado que conducía a un pretencioso «parque infantil».

A la derecha había unas cuantas construcciones parecidas a barracones, Annika leyó «Parque infantil». Allí había un cajón de arena, bancos, mesas de camping, construcciones para trepar, toboganes, columpios y otros artilugios con los que los niños podían jugar y escalar. Tres o cuatro madres con sus hijos parecían estar recogiendo.

A lo lejos, dos policías uniformados hablaban con otra madre.

—Me parece que el cementerio se encuentra hacia Sankt Göransgatan —indicó Berit.

—Qué bien te orientas —dijo Annika—. ¿Vives por aquí?

—No —contestó Berit—. Pero éste no es el primer asesinato ocurrido en este parque.

Annika observó que cada uno de los policías sujetaba una cinta de plástico azul. Por lo tanto, estaban vaciando el parque y acordonándolo al público.

—Hemos llegado a tiempo —murmuró.

Torcieron a la derecha, siguieron un sendero y subieron a un montículo.

—Abajo a la izquierda —apuntó Berit.

Annika corrió por delante. Cruzó dos senderos, y ahí estaba. Vio una fila de estrellas de David dibujarse entre el follaje.

—Lo veo —les gritó a los otros y comprobó de reojo cómo Bertil Strand había alcanzado a Berit.

La verja era negra, forjada y bella. Los barrotes de hierro se mantenían unidos con aros y arcos, y cada barrote estaba coronado por una estilizada estrella de David. Annika, al comprobar que corría sobre su propia sombra, comprendió que se acercaba al cementerio desde el sur.

Se detuvo en el montículo que presidía las tumbas, desde ahí tenía una buena vista. La policía aún no había acordonado este lado del parque, lo que ya había hecho en los lados norte y oeste.

—¡Deprisa! —les gritó a Berit y a Bertil Strand.

La verja enmarcaba el pequeño cementerio judío con sus tumbas de granito en ruinas, Annika contó apresurada hasta una treintena. La vegetación casi se había apoderado de todo, el lugar daba una impresión asilvestrada. El cercado en sí medía como mucho treinta metros por cuarenta, por la parte trasera la verja apenas superaba el metro y medio de altura. La entrada estaba en el lado oeste y daba a Kronobergsgatan y Fridhemsplan. Vio al equipo de reporteros delKonkurrentendetenerse junto al acordonamiento. Un grupo de hombres, todos vestidos de civil, se encontraba dentro de la verja, en el lado este. Comprendió lo que hacían. Ahí estaba la mujer.

Annika sintió un escalofrío. No podía echar a perder esto, su primera auténtica noticia en todo el verano.

Berit y Bertil Strand aparecieron tras ella, y en ese mismo instante vio que un hombre abría la verja que daba a Kronobergsgatan. Sostenía un pedazo de tela gris. Annika jadeó. ¡Todavía no habían cubierto el cuerpo!

—Rápido —exclamó ella por encima del hombro—. Quizá nos dé tiempo a sacar una foto desde aquí arriba.

Apareció un policía en el montículo frente a ellos, extendía la cinta de plástico de acordonar azul y blanca. Annika corrió hacia la verja y oyó a Bertil Strand caminar con pasos cortos y pesados tras ella. El fotógrafo aprovechó los últimos metros hacia la verja para quitarse la mochila y sacar una Canon y un teleobjetivo. Se hallaban a tres metros de la tela gris cuando Bertil Strand comenzó a disparar una serie de fotografías a través del follaje. A continuación el fotógrafo se separó medio metro y lanzó un disparo más. El policía de la cinta de plástico gritó algo, los hombres de detrás de la verja también advirtieron su presencia.

—Lo conseguimos —informó Bertil Strand—. Tenemos fotos de sobra.

—¡Joder! —gritó el policía con la cinta de plástico—. ¡Estamos acordonando la zona!

Un hombre con una camisa hawaiana y pantalones bermudas se acercó hacia ellos desde dentro del cementerio.

—Ahora os tenéis que ir —anunció.

Annika miró a su alrededor y no supo qué hacer. Bertil Strand ya se dirigía hacia el camino que bajaba hacia Sankt Göransgatan. Los dos policías, tanto el de atrás como el de delante, parecían muy enfadados. Comprendió que pronto tendría que moverse, si no la obligarían. Instintivamente, se dirigió lateralmente hacia el lugar desde donde Bertil Strand había sacado su primera fotografía.

Miró por entre los barrotes negros de la verja, y allí yacía la joven mujer. Sus ojos miraban fijamente a los de Annika desde una distancia de dos metros. Eran velados y grises. La cabeza estaba echada hacia atrás, los brazos reposaban alejados del cuerpo, los antebrazos estaban abiertos sobre su cabeza y una de las manos parecía herida. La boca, completamente abierta como en un grito sin sonido, mostraba unos labios marrón oscuro. El cabello se le agitaba ligeramente con la imperceptible brisa. Tenía un gran moratón en el pecho izquierdo y la parte inferior de su abdomen parecía mudar a verde.

Annika registró toda la imagen, nítidamente, en un instante. La áspera dureza de la piedra en segundo plano, la vegetación apagada, el juego de sombras de las hojas, la humedad y el calor, el repugnante olor.

Entonces un pedazo de tela convirtió la escena en gris. Los policías no cubrían el cuerpo, sino la verja.

—Ya es hora de que se vaya —dijo el policía de la cinta de plástico y posó la mano sobre el hombro de Annika.

¡Qué convencional!, alcanzó a pensar Annika al tiempo que se daba la vuelta. Su boca estaba completamente seca y notó que todos los sonidos le llegaban desde muy lejos. Se dirigió como flotando hacia el camino donde Berit y Bertil Strand la esperaban detrás del acordonamiento. El fotógrafo parecía aburrido y reprobador, pero Berit casi sonreía.

El policía la siguió con el hombro pegado a su espalda. Tiene que dar mucho calor ir de uniforme un día como éste, pensó Annika.

—¿Te dio tiempo a ver algo? —preguntó Berit.

Annika lo confirmó con el gesto y Berit escribió algo.

—¿Hablaste con el inspector de la camisa hawaiana?

Annika negó con la cabeza y pasó por debajo de la cinta de acordonamiento con la ayuda interesada del policía.

—Qué pena. ¿No dijo nada?

—Ahora os tenéis que ir —citó Annika y Berit sonrió.

—Y tú, ¿cómo estás? —preguntó ésta, y Annika cabeceó.

—Bien, estoy bien. Y es muy probable que fuera estrangulada, los ojos parecían salirse de sus órbitas. Intentó gritar antes de morir, tenía la boca abierta.

—Entonces quizá alguien haya oído algo. Luego podemos hablar con los vecinos. ¿Era sueca?

Annika sintió que necesitaba sentarse un rato.

—Se me olvidó preguntar...

Berit volvió a sonreír.

—¿Rubia, castaña, joven, vieja?

—Máximo veinte años, pelo largo y rubio. Grandes pechos. Seguramente silicona o sal común.

Berit la miró interrogativamente. Ella se dejó caer sobre la hierba con las piernas cruzadas.

—Los pechos estaban erguidos a pesar de que yacía boca arriba y tenía una cicatriz en la axila.

Annika sintió que su presión arterial desaparecía, apoyó la cabeza sobre las rodillas y respiró hondo.

—No ha sido una visión agradable, ¿verdad? —dijo Berit.

—Me encuentro bien —contestó Annika.

Después de algunos minutos se sintió mejor. El sonido regresó con toda su fuerza y golpeó su cerebro como una fábrica en plena producción: el tráfico zumbando por Drottningholmsvägen, dos sirenas que sonaron a destiempo, gritos que crecían y desaparecían, los disparos de las cámaras, un niño llorando.

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