—Hey —respondí.
Trax señaló varios iconos en su pantalla holográfica.
—Entonces, Callie, ¿qué quieres para comer?
Había pasado un año desde que alguien me había hecho esa pregunta. Repasé mentalmente mis platos favoritos: langosta, filete, incluso una pizza me habría hecho feliz. ¿Me atrevería a pedir tarta de queso con caramelo?
Antes de que pudiera decir una palabra, Trax sonrió.
—¿Qué te parece si empezamos con sopa de langosta y después pizza de carne? Y tarta de queso con caramelo de postre.
Me quedé boquiabierta.
—Pero ¿cómo…?
—No te preocupes, no leemos la mente. Los gustos respecto a la comida son fáciles. Contrastamos tus inputs cerebrales con una pequeña base de datos y marcamos las coincidencias.
—No sé si me gusta eso.
—Está bien. La verdad es que lo que le gusta a tu cerebro no importa. Vas a quedarte dormida. Sólo necesitamos establecer una conexión clara entre tu cerebro y el del inquilino. Y esto demuestra que te tenemos conectada al ordenador. Tu neurochip funciona. Sí. —Hizo girar su dedo índice.
—¿Fallan alguna vez? —pregunté.
—¿Los ordenadores fallan alguna vez? —rió Trax.
Terry me dio un golpecito en el hombro. Vi que llevaba esmalte de uñas negro.
—No te preocupes tanto, gatita. Tú sólo disfruta del viaje.
De vuelta a mi pequeña habitación de invitados, me senté a una mesa, vestida con una túnica. Comí el almuerzo que habían pedido para mí. Me mataba no poder compartir este festín con Michael y Tyler. Estaba acabándome la tarta de queso cuando Doris entró.
—¿Lo ves? Te dije que te daríamos de comer. ¿Has tenido suficiente?
—Estoy a punto de explotar.
—No podemos enviar por ahí a un cuerpo de alquiler sin el depósito lleno.
Me pregunté si había visto un punto de tristeza en sus ojos. Si era así, se la quitó de encima. Abrió el armario y señaló a una percha con un top informal de color rosa y unos vaqueros blancos. La ropa interior también colgaba de la percha: un modesto sujetador con topos y unas braguitas de corte más amplio que las que solía llevar.
—Puedes ponerte esto cuando acabes de comer. Quítatelo todo, incluyendo eso.
—Señaló mi linterna de mano.
—¿Estará en un lugar seguro? —La cubrí con mi otra mano en un gesto de protección.
—Tus pertenencias serán guardadas bajo llave.
—¿Quién escogió la ropa? —lo dije sin ninguna inflexión en la voz, por si había sido Doris.
—El inquilino siempre decide el guardarropa. Clara vendrá para maquillarte y peinarte, y estarás lista para tu primer alquiler.
—¿Ahora?
—Será sólo por un día —asintió—. Siempre lo hacemos así, una especie de ensayo general. Así es más limpio. Monitorizamos a nuestros inquilinos muy cuidadosamente, de modo que quédate tranquila, es una mujer adorable.
—Si es tan adorable, preséntanos.
—No te preocupes. Ellos también firman un contrato. No pueden hacer nada con tu cuerpo que esté más allá de los límites marcados. Ningún deporte que no esté aceptado en la lista, ninguna carrera de coches, paracaidismo, nada de todo esto. —Me rodeó con un brazo—. Tenemos presente lo que es mejor para ti. Todo lo que tienes que hacer es relajarte y coger tu dinero al final. Verás qué fácil es. He visto pasar por aquí a chicas muy felices. Algunas vuelven a visitarme. Y tú serás una de ellas.
—Una última pregunta. Vi a un hombre que no conozco hablando con el señor Tinnenbaum.
—¿Cuándo?
—El día que me hicieron las pruebas. Alto, con abrigo largo y sombrero.
Asintió y bajó la voz.
—Es el gran jefe. El director general de Plenitud.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Nosotros lo llamamos cariñosamente el Viejo. Pero no se te ocurra repetirlo.
Ahora deja de pensar tanto y sé feliz.
Era fácil decirlo. No había sido feliz en mucho tiempo. Mucho tiempo desde que la vida sólo era brillo de labios y música y amigas tontas. Mucho tiempo desde que mis mayores preocupaciones eran si habría un examen o si me había olvidado los deberes. Mi objetivo era estar más segura, más libre, viva.
Había tanta tensión en la sala de intercambio que el aire se podía cortar. Trax estaba sentado en la consola del ordenador mientras Doris y Terry se cernían sobre mí. Me apostaba algo a que Tinnenbaum estaba observando por una de sus cámaras.
Estaba totalmente a punto, sentada en la silla, perfectamente peinada y maquillada. Doris me puso una pulsera en la muñeca. Era de plata con pequeños dijes que representaban deportes.
—Sólo un detallito que regalo a todas mis chicas —dijo Doris. Los dijes centellearon: una raqueta de tenis, esquís, patines de hielo—. Tócala —dijo. Alargó la mano y, con el dedo índice, tocó ligeramente los patines, lo que generó una holoproyección de éstos girando sobre el hielo.
—¡Vaya! —Toqué la raqueta y una pelota de tenis voló por el aire—. Me encanta.
Gracias.
Parecía un poco nerviosa.
—Es la más amable de todos —declaró Terry con una especie de cantinela.
Me puso una bata por encima para proteger la ropa. ¿Temía que babeara?
—Está bien, puedes volver a recostarte —dijo con voz queda.
—No te va a alborotar el pelo. —Doris acarició la almohada—. Es seda.
Mi silla estaba en posición vertical. Si todo iba bien, yo —es decir, mi cuerpo— no estaría en aquel sitio mucho tiempo. En algún lugar de aquel edificio estaba mi arrendataria. Estaba sentada en una silla como la mía. Pronto iba a controlar mi cuerpo como si fuera yo.
La idea me hizo estremecer.
—¿Tienes frío? —preguntó Doris.
Terry se mantuvo atento, dispuesto a darme una manta.
—Está bien —dijo Trax. Cruzamos nuestras miradas. No podía esconderle nada.
Terry empujó el carrito que contenía la mascarilla de la anestesia. Pronto estaría fuera de combate. Pronto, mi cuerpo pertenecería a otra persona.
Estaba soñando. Y sabía que estaba soñando. No me habían dicho que esto pudiera pasar. Pero allí estaba, soñando. Vi a Tyler salir corriendo de una casa junto a un lago. Había una gran sonrisa en su cara. Corrió a través de la hierba y cogió una caña de pescar.
Tenía un aspecto saludable. Quería decírselo a Michael, pero no pude encontrarlo. Corrí al interior de la casa, una gran cabaña de madera. No estaba en ninguna de las habitaciones. Finalmente, lo encontré en la terraza con vistas al lago.
Pero cuando corrí hacia él se dio la vuelta y no era Michael.
Oí voces a lo lejos. Murmurando.
Las reconocí. La voz de una mujer ¿Mi madre?
—Está parpadeando —dijo la mujer.
¿Mamá?
—¿Callie? ¿Gatita? —dijo una voz masculina.
—No la llames así.
Abrí los ojos.
—¿Cómo te encuentras? —Era una mujer, pero no era mi madre. Era una ender.
—¿Callie? —Un hombre con los ojos perfilados se inclinó hacia mí—. ¿Qué tal estás, muchacha?
—¿Dónde estoy?
—Estás en Destinos de Plenitud. Acabas de pasar por tu primer alquiler.
La mujer parecía preocupada.
Recordaba a esta mujer.
—¿Doris?
—¿Sí, Callie? —Una sonrisa de alivio endulzó su rostro.
—¿Qué tal ha ido?
Me dio unas palmaditas en el hombro.
—Has sido todo un éxito.
Me moría por saber dónde había estado mi cuerpo. ¿Qué deportes había practicado? Mis brazos no estaban particularmente doloridos. Tampoco mis piernas. Qué extraño era no ser consciente, durante todo un día, de adónde iba tu cuerpo y qué hacía. A quién habías encontrado, quién te había gustado y quién no.
¿Y si mi arrendataria había hecho enfadar a alguien? ¿Tendría un nuevo enemigo?
Miré mi cuerpo. Todo estaba en orden. Uno menos. Quedaban dos. Ya había recorrido un tercio del camino hacia mi objetivo.
Trax me formuló una serie de preguntas, una especie de interrogatorio. No había mucho que decir; no podía recordar nada que no fuera mi sueño. Quería saber si me sentía fresca y descansada, y tuve que admitir que así era.
Terry comprobó mi presión arterial y mi temperatura y le hizo un gesto a Trax.
—Todo está bien, señorita —dijo—. Estás lista para tu próximo alquiler.
—¿No tengo un descanso?
—¿Para qué? Tu inquilina comió y se ocupó de todas tus necesidades corporales —afirmó Trax.
—No ese tipo de descanso —repliqué—. Necesito ir a un sitio.
Abrió mucho los ojos. Se inclinó hacia delante y llamó a Doris.
En unos momentos, Doris llegó taconeando a la habitación.
—¿Qué es lo que va mal, Callie?
—¿Puedo irme ahora, antes del próximo alquiler?
—¿Irte? ¿Por qué?
Bajé los ojos. Quizá era mejor no insistir.
—¿Por qué no seguir adelante, simplemente? —Me puso la mano en la espalda—. Habrá acabado antes de que te des cuenta. Hemos invertido mucho trabajo en ti. ¿Por qué arriesgar tu paga? Podrías hacerte daño ahí fuera. —Agitó la mano e hizo una mueca, como si el mundo exterior fuera un infierno.
En parte tenía razón. Pero, después de todo, allí era donde yo vivía.
—Si no cumples con tu contrato, proporcionando un cuerpo sano y en forma, no se te pagará.
—¿Hay otra inquilina esperando? —pregunté.
—Sí. Y es una…
—¿… mujer adorable? —Puse los ojos en blanco—. Vale, vamos a hacerlo.
—Maravilloso. Esta vez serán tres días.
El segundo alquiler pasó volando, como el primero. Aprendí una cosa: cuando estás del todo inconsciente, el tiempo vuela. De nuevo tuve extraños sueños, pero no pude recordarlos. Sólo me percaté de una cosa extraña cuando volví en mí: tenía una herida de cuatro centímetros en el antebrazo derecho. No me dolía —debían de haber usado algún anestésico— pero era espantosa. Doris me llevó a la sala de láser.
La curaron de modo que no quedaron cicatrices, pero yo quería saber cómo había ocurrido. No iban a decírmelo. Quizá no lo sabían.
Doris me llevó de vuelta a su despacho. Estaba decorado con tonos blancos y dorados, en una especie de estilo neobarroco. Me hizo sentar y me informó que mi tercer y último alquiler sería por un mes entero.
—¿Un mes? —Me agarré a la silla—. ¡No puedo estar fuera todo un mes!
—Es normal. Empezamos con plazos más cortos para asegurarnos de que todo va bien antes de pasar a un alquiler más largo.
—Nadie me dijo que podía durar tanto. Tengo que ver a mi hermano.
—¿Tu hermano? —Se retiró un mechón de pelo que le cubría el ojo—. No dijiste que tenías un hermano.
—¿Qué hay de malo en eso?
—Se te preguntó expresamente si tenías parientes vivos cuando firmaste el contrato con nosotros.
—Pensé que se referían a padres o abuelos. Sólo tiene siete años.
Sus hombros se relajaron.
—Siete. —Se quedó mirando fijamente la pared—. Ya veo. Sin embargo, no vamos a dejar que te vayas. No podemos correr ese riesgo.
—¿Qué me puede pasar? ¿Que podría cortarme? —Me levanté y señalé el brazo en el que había encontrado la herida—. Puedo cuidar de mí misma mejor de lo que lo hacen sus adorables inquilinos.
—Lo siento, Callie, simplemente no. —Negó con la cabeza.
—Quiero hablar con el señor Tinnenbaum.
—¿Estás segura de que quieres hacer eso?
—Desde luego.
Doris habló al micrófono oculto que había en la habitación:
—Señor Tinnenbaum, por favor.
Se arregló el traje y se alisó el pelo. Después, empezó con aquel horrible tamborileo de uñas sobre el mostrador. Tras unos momentos, el señor Tinnenbaum entró en la habitación.
—Callie solicita un permiso para ir a ver… a su hermano. —Doris hizo hincapié en la palabra «hermano».
—Imposible. —Tinnenbaum negó con la cabeza.
—Nadie me dijo que estaría fuera todo un mes —dije—. ¿No deberían haber dejado eso claro antes de que empezara?
—Nunca lo preguntaste. Y no nos dijiste que tenías un hermano —replicó. Apoyó su peso sobre la otra pierna—. En cuanto al calendario, a menudo no lo conocemos hasta que ya hemos empezado el proceso. Ése ha sido el caso en esta ocasión.
—Pero sabía que podía ocurrir. Ni siquiera me dijeron que había esa posibilidad.
—Está en el contrato —repuso.
—¿En la letra pequeña? —Me volví hacia Doris—. Algo tan importante tendría que avisarse.
—Igual que deberías habernos contado que tenías un hermano —contraatacó Tinnenbaum.
Doris miró al suelo.
—Realmente necesito verlo antes de irme, para hacerle saber cuánto tiempo estaré fuera. Sólo tiene siete años y soy lo único que le queda.
—Tal vez alguien podría ir a verlo. —Doris miró al señor Tinnenbaum.
Éste movió la cabeza con un gesto casi imperceptible.
—No quiero ponerme difícil. —Me puse de pie con toda la intención, tan erguida como pude—. Me imagino que el proceso es mucho más fácil si tienen un donante que coopera. Pero no me sentiré muy dispuesta a cooperar si antes no puedo hablar con mi hermano.
Tinnenbaum empezó a mover el pie nerviosamente, como si eso lo ayudara a pensar.
—¿A qué hora tiene el intercambio mañana? —le preguntó a Doris.
—A las ocho de la mañana —respondió.
Resopló como un caballo.
—Te daré tres horas y un guardaespaldas para que te vigile en todo momento.
No hagas ninguna idiotez, porque podemos monitorizarte mediante el chip que llevas en la cabeza. —Me señaló con un dedo amenazante—. Mantén este cuerpo exactamente tal y como está. Porque, ahora mismo, aún nos pertenece.
Esta vez no le vi los dientes. Supuse que se le habían acabado las sonrisas.
Seguí a Doris de regreso por el pasillo.
—Tendré que conseguirte ropa nueva —dijo—. Me reuniré contigo en tu habitación.
Se metió por otra puerta y yo continué hacia lo que recordaba como mi habitación. Pero cuando la abrí había otra chica allí de pie. Tenía más o menos mi edad y el pelo negro y corto. Se estaba cambiando de ropa, y ya llevaba un par de pantalones floreados y se cubría el pecho con un top para taparse el sujetador.
—Lo siento —dije—. Me he debido de equivocar de habitación.
Me percaté de que su habitación estaba decorada exactamente igual que la mía, sólo que en tonos verdes. Cerré la puerta. La siguiente era mi habitación. En rosa.
Doris llegó un minuto después, con unos pantalones blancos y un top.