—Si tiene que reclamar un pago, le entregaré el formulario correspondiente —dijo el recepcionista—. ¿Qué clase de propiedad tenía asegurada?
—No quiero ningún formulario —dijo Cole—. Tan sólo pregunto por la cabeza pensante de esta división.
—¿La cabeza? —preguntó el lodinita, y apareció en su rostro el equivalente de un ceño fruncido—. Todos los seres humanos tienen cabeza. Al menos, todos los seres humanos que he conocido.
—¿Quién es el responsable de la división de pagos? —volvió a preguntarle Cole, con irritación creciente.
—Tal vez no me haya explicado bien —dijo el lodinita—. Primero tiene que rellenar un formulario. A continuación le mandaré con un agente que esté disponible en este momento.
—Si no me manda con el responsable, acudiré a otra de las compañías de seguros del edificio —dijo Cole—. Pero antes quiero su número de empleado y el deletreo exacto de su nombre para la carta de queja que pienso escribir, para que Amalgamated sepa a quién hay que echarle las culpas por no haber podido hacer negocios con mi corporación.
El lodinita le miró fijamente, en silencio. Cole habría sido incapaz de adivinar, por su expresión facial, si estaba nervioso, asustado o encolerizado. Finalmente habló:
—Le diré al señor Austen que ha venido usted a verle.
—Gracias.
—Pero no voy a decirle mi nombre, ni se lo voy a deletrear —añadió. Cole se imaginó que el tono de la voz original debía de ser petulante.
—Ya no será necesario.
—Tengo que ver su identificación —dijo el lodinita.
—No.
—Pero…
—No tiene por qué verla —dijo Cole—. He pasado por los controles de seguridad del espaciopuerto y he vuelto a pasarlos cuando he entrado en el banco de la planta baja, y usted sabe muy bien que son válidos. Le bastará con mi nombre, que es Luis Delveccio.
Otra larga mirada en silencio. Finalmente, el lodinita le habló en voz baja a un comunicador y luego se volvió hacia Cole.
—El señor Austen le atenderá ahora mismo.
—Gracias.
—Es un hombre muy atareado —añadió el lodinita—. Espero que haya venido usted por un asunto importante.
—Es importante para mí, y el cliente siempre tiene razón —respondió Cole—. ¿Dónde está el despacho?
—Voy a acompañarle hasta allí —dijo el lodinita, y a continuación se puso en pie y se marchó contoneándose sin decir palabra.
Cole le siguió por un corredor. Tomaron un pasillo lateral a la derecha que les llevó hasta otro corredor, y una vez allí se detuvieron a la entrada de unas espaciosas oficinas. El lodinita le ordenó a la puerta que se desvaneciera, anunció la llegada del señor Delveccio, aguardó a que Cole hubiese entrado y luego salió al pasillo y le ordenó a la puerta que reapareciera.
Austen era un hombre joven, perfecto en el vestir y en el aseo, pero con aire ojeroso, como si hubiera tenido que hacer frente a demasiados pagos, o a demasiada política de oficina. Estaba sentado tras un escritorio de madera pulida, pero se levantó para estrecharle la mano a Cole, y le pidió que se pusiera cómodo mientras volvía a sentarse.
—No suelo entrevistarme en persona con nuestros clientes, señor Delveccio —dijo Austen—. Pero se ve que ha logrado usted convencer a nuestro recepcionista de que nadie más puede hacerse cargo de su problema. ¿Puedo preguntarle por la naturaleza exacta de éste?
—Empezaré por decirle que no soy cliente suyo —dijo Cole.
Austen arrugó el entrecejo.
—Entonces, tendría que hablar con alguien de Ventas, no de Cobros.
—¿Por qué no me hace el favor de escucharme? —aconsejó Cole—. Le aseguro que estoy hablando con quien tengo que hablar.
—Está bien, señor Delveccio —dijo Austen, que le miraba con curiosidad—. ¿En qué puedo ayudarle?
—No puede —dijo Cole—. Pero pienso que yo sí puedo ayudarle a usted.
Austen enarcó una ceja.
—¿Ah, sí?
—Digamos que, por profesión, soy buscador de tesoros —dijo Cole—. Hace poco llegaron a mis manos varios objetos que su compañía había asegurado… objetos de gran valor. Con sumo gusto le mostraré varios hologramas con los que podrá identificarlos más allá de toda duda razonable.
—¿Y después me pedirá…?
—Luego negociaremos. Antes quiero que le pida a alguien que traiga una Máquina Antimentiras.
—No hará falta —dijo Austen.
—Pues a mí me parece que sí.
—Señor Delveccio, cada semana vienen a verme varios presuntos buscadores de tesoros. Me jurará usted que no robó los objetos en cuestión, y la Máquina Antimentiras confirmará su testimonio, seguramente por la misma formulación de la pregunta. Podemos ahorrar tiempo si le digo, de entrada, que voy a aceptar su palabra.
—¿Y también está dispuesto a firmar una declaración, por la cual Amalgamated se comprometerá a no emprender ningún tipo de acción legal contra mí, ni a cooperar en ninguna acción policial relacionada con dichos objetos? —preguntó Cole.
—Si llegamos a un acuerdo, estaré dispuesto a firmarla —dijo Austen—. Vamos a ver, señor Delveccio, ¿qué es lo que me trae usted?
Cole sacó un cubo del bolsillo y lo dejó sobre el escritorio. Austen lo recogió y lo insertó en un ordenador que estaba oculto en uno de los cajones, y, al cabo de un instante, el escritorio quedó cubierto de imágenes holográficas de la diadema y del resto de las joyas.
—¿Las reconoce? —dijo Cole.
Austen asintió.
—Pertenecen a Frederica Orloff, la viuda del gobernador de Anderson II. Son magníficas, ¿verdad?
—Yo diría que pueden llegar a costar seis millones de créditos —propuso Cole.
—No —dijo Austen—. Cuestan siete millones cuatrocientos mil créditos.
—Lo que usted me diga.
—Se lo digo, señor Delveccio, porque ésa es la cantidad que le pagamos a Orloff —respondió Austen—. Se halla usted en posesión de joyas robadas. Éstas no tienen ningún valor para Amalgamated, porque ya hemos abonado la póliza.
—Entonces, supongamos que me marcho y las vendo en otro sitio —dijo Cole, con súbito recelo.
—Usted no se marchará a ninguna parte —dijo Austen—. No sé cómo consiguió usted esas joyas, ni si se las robó usted mismo a la señora Orloff, o al hombre que se las robó a ella, pero, en cualquier caso, es usted un ladrón, y tengo el deber de retenerle hasta que llegue la policía. —Sonrió—. Por supuesto que, si tuviera usted la amabilidad de entregarme las joyas, quedaría tan abrumado por la magnificencia de las gemas que no le vería escapar…
—Y luego no le diría nada a Amalgamated sobre esta reunión y se buscaría un socio para vendérselas a la señora Orloff por la mitad de lo que le pagaron —imaginó Cole—. Ahora que sé a quién pertenecían, podría hacerlo yo mismo.
—Tan sólo si consigue usted abandonar el edificio —observó Austen—, y podría pulsar el botón de alarma antes de que lograra hacerme nada.
«Probablemente no es ningún farol… así que mi primera prioridad consiste en salir entero de este edificio. Si la policía me retiene aunque tan sólo sea por una hora, descubrirán mi verdadera identidad».
—Está bien —dijo Cole—. Parece que se halla usted en situación ventajosa. Hagamos un trato.
—No vamos a hacer ningún trato —dijo Austen—. Me enseñará usted dónde están las joyas, porque me imagino que no será lo bastante imbécil como para llevarlas encima, y a continuación podrá marcharse de McAllister sin que lo entregue a la policía.
—Me merezco algo por haber encontrado las joyas y habérselas traído —insistió Cole—. «Por supuesto que me dirás que no, pero, si actúo de una manera que no sea normal, corro el peligro de que te asustes, y un ladrón —aunque lo hayan pillado con las manos en la masa— siempre pedirá una parte de los beneficios después de haberse tomado todas las molestias para conseguir el botín».
—Eso lo hablaremos… cuando el material ya se encuentre en mis manos.
Cole calló durante un lapso de tiempo apropiado, como si lo hubiera estado pensando, y luego se encogió de hombros.
—Está bien. Veo que no me queda otro remedio que confiar en usted.
—Sabia decisión —dijo Austen, y entonces abrió un cajón y sacó una pistola láser de tamaño pequeño. Se puso en pie y señaló hacia la puerta—. ¿Vamos?
Cole se puso en pie y caminó hacia la puerta.
—Recuérdelo —dijo Austen, al tiempo que presionaba con la pistola láser contra la espalda de Cole—. No quiero movimientos bruscos.
Cole regresó al vestíbulo y luego subió al aeroascensor. Austen lo siguió.
—Deme en todo momento la espalda.
Cole se quedó de cara a la pared del aeroascensor hasta que hubieron llegado a la planta baja, y luego salió al vestíbulo del banco y se dirigió a la puerta de la calle.
—Alto —dijo Austen. Habló en voz baja por un comunicador—. He llamado al aerocoche. Va a llegar dentro de un minuto y nos llevará al espaciopuerto… si no es que ha escondido el material a medio camino.
—Haga venir el coche —dijo Cole.
—No puedo librarme de la sensación de haberle visto ya —observó Austen mientras salían afuera y esperaban el vehículo.
—Es la primera vez que vengo a McAllister.
—Lo sé. Yo mismo llevo tan sólo tres meses aquí. Pero me resulta usted muy familiar.
El aerocoche se detuvo y quedó suspendido a unos pocos centímetros del suelo. Cole entró primero, y cuando ambos estuvieron dentro Austen ordenó al vehículo que se dirigiera al espaciopuerto.
—¿Las tiene aquí? —le preguntó—. En el planeta, quiero decir.
«Si te digo que sí, me matarás en el acto, porque si están en el planeta tan sólo puedo tenerlas guardadas en mi nave».
—No —respondió Cole.
—Entonces, ¿dónde están?
—En otra parte.
—Sabes muy bien que te mataré en el mismo momento en el que piense que me engañas.
—Y tú sabes muy bien que, si me matas, no conseguirás las joyas —le respondió Cole—. Tranquilízate, porque dentro de muy poco las vas a tener.
—¿Se encuentran en este sistema solar?
—No te lo pienso decir.
—Lo interpreto como una respuesta afirmativa —dijo Austen.
—Interprétalo como te parezca bien —dijo Cole—. Pero recuerda que en este sistema hay catorce planetas y cincuenta y seis satélites. Si no te acompaño, no las vas a encontrar.
Siguieron en silencio durante unos minutos, y entonces el coche se detuvo.
—Hemos llegado al espaciopuerto —anunció el coche.
—Llévanos al área reservada para naves privadas —dijo Cole—. Hilera 17, Plaza 32.
—No estoy programado para obedecer a su voz, señor —dijo el robot.
—Hilera 17, Plaza 32 —dijo Austen, y el vehículo se desplazó de inmediato hacia el lugar—. ¿Estás seguro de que no nos habíamos visto nunca? —dijo, con los ojos clavados en Cole.
—No, nunca. —Miró por la ventana—. Ya hemos llegado.
—En cuanto hayamos salido, regresa al espacio que tengo reservado al pie del edificio de Amalgamated, y, una vez allí, ponte en reposo.
—Sí, señor —respondió el aerocoche.
Bajaron del vehículo y se acercaron a la nave de Cole.
—No hagas movimientos bruscos —le advirtió Austen.
—Los movimientos bruscos no entran en mi estilo —respondió Cole. Se detuvo frente a la compuerta y pronunció un número de siete cifras.
No sucedió nada.
Frunció el ceño y volvió a pronunciar el número.
Tampoco sucedió nada.
—Acababa de comprarla —dijo, en tono de disculpa—, y parece que no he memorizado bien los códigos. —Hizo el gesto de meter la mano en el bolsillo.
—¡Alto ahí! —gritó de pronto Austen—. ¿Qué haces?
—Iba a sacar el código —le respondió Cole—. Si no es que prefieres que nos quedemos aquí el día entero.
—Ni se te ocurra moverte —dijo Austen—. Yo mismo lo sacaré.
—No voy armado.
—Puede que no lleves una pistola láser, ni una pistola sónica, pero ¿cómo diablos voy a saber lo que tienes en ese bolsillo? Podría ser una navaja, podría ser cualquier cosa.
Austen le metió la mano en el bolsillo a Cole… y, en ese mismo instante, Cole se volvió y le golpeó la mano para arrebatarle la pistola láser. El arma salió volando por los aires, aterrizó sobre el hormigón a unos seis metros de donde se encontraban ellos y resbaló por el suelo hasta otros tres metros más allá.
Austen gritó una palabrota y trató de arrearle un puñetazo a Cole, pero éste lo bloqueó con el antebrazo y le dio una patada a su enemigo. Tocó a Austen en la rodilla. Se oyó un crujido y el joven cayó al suelo, donde se retorció de dolor.
Cole fue a buscar la pistola láser y la recogió, y luego volvió con Austen.
—Ha tenido usted su día de suerte, señor Austen.
—¡Vete a tomar por culo! —murmuró Austen.
—Quizá pienses que has perdido una fortuna, y tal vez la hayas perdido, pero te dejaré con vida, y tendrías que pensar que eso vale más que el sucio dinero.
—¡No te atreverías a matarme! —masculló Austen—. Hay cámaras de seguridad por todo el espaciopuerto. ¡Al cabo de una hora te buscarían por todos los planetas de la República!
—Yo pensaba que la República tendría ocupaciones más importantes —comentó secamente Cole.
De repente, al oír el nombre de la República, Austen le miró con ojos desorbitados.
—¡Ahora me acuerdo de dónde te había visto! ¡Tu holograma apareció en los noticieros de toda la galaxia! ¡Pues claro que la República tiene ocupaciones más importantes que perseguir a un ladrón de joyas, o a un asesino! ¡Tiene que perseguir a Wilson Cole y matarlo como al puto traidor que es!
—Palabras valientes, en labios de un hombre que está desarmado y con una rodilla astillada —observó Cole.
—¡Que te den por culo, traidor! ¡Dispárame y acabemos con esto!
—No me tientes —dijo Cole. Apuntó con la pistola láser entre los ojos de Austen y el joven calló de inmediato—. ¿Sabes? —siguió diciendo Cole—. Pasé más de una década como oficial en la Armada de la República. Gané cuatro Medallas al Valor. No sabría decirte de memoria en cuántas ocasiones me jugué la vida. Cuando me doy cuenta de que lo hice por personas como tú, me siento como el mayor idiota que jamás haya nacido.
—¡Y por eso ahora luchas por la Federación Teroni! —dijo Austen en tono acusador.
—No les tengo más cariño a ellos que a la República —respondió Cole—. Ahora peleo por mí mismo.
—No eres más que un delincuente común.
—No —dijo Cole. De pronto, sonrió—. Prefiero pensar que soy un delincuente no común. Soy tan poco común que ni siquiera voy a matarte a sangre fría. Quedarás cojo para el resto de tu vida, e informaré a tus superiores de lo que has querido hacer a sus espaldas. Creo que eso será castigo suficiente.