Sputnik, mi amor (16 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Sputnik, mi amor
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—¿No se te ha ocurrido que Sumire, en fin…, que Sumire se haya suicidado? —preguntó Myû.

—Es evidente que no se puede excluir totalmente esa posibilidad. Pero, suponiendo que hubiera decidido suicidarse, te habría dejado alguna nota. Habría actuado de modo que no te hubiera dejado con esta incertidumbre, no te habría ocasionado problemas. Ella te quería y, ante todo, habría pensado en el estado de ánimo y la situación en los que te dejaba.

Myû se me quedó mirando con los brazos cruzados.

—¿Lo piensas de
verdad?

Asentí.

—Estoy convencido. Ella es así.

—Gracias. Eso es lo que más deseaba oír.

Myû me condujo a la habitación de Sumire. Una habitación cuadrada, sin ningún adorno, recordaba un gran dado. Había una cama de madera pequeña, un escritorio y una silla, un armario pequeño con un cajón para guardar objetos pequeños. A los pies de la mesa, había una maleta roja de tamaño mediano. La ventana, en la pared de enfrente, se abría a las montañas. Sobre la mesa, un novísimo ordenador portátil Macintosh.

—He retirado sus cosas para que puedas dormir tú.

Al quedarme solo, me invadió un sueño terrible. Ya era cerca de medianoche. Me desnudé y me escurrí entre las sábanas. Pero no logré conciliar el sueño. «Hasta hace poco, Sumire dormía en esta cama», pensé. La excitación del largo viaje reverberaba en mi cuerpo. Dentro de aquella cama dura, me poseyó la ilusión de que aquel viaje sin fin aún proseguía.

Entre las sábanas, recordé el largo relato de Myû e intenté enumerar los puntos esenciales. Pero mi cabeza no regía. Era incapaz de pensar sistemáticamente. «¡Es inútil! ¡Dejémoslo para mañana!», decidí. Luego, de repente, imaginé la lengua de Sumire introduciéndose en la boca de Myû. «¡Mañana, mañana!», pensé. Las perspectivas de que fuera un día mejor que el anterior eran escasas. Pero, fuera como fuese, de poco servía pensar entonces en eso. Cerré los ojos y pronto me sumí en un sueño profundo.

10

Cuando me desperté, Myû estaba en la terraza preparando el desayuno. Eran las ocho y media de la mañana y un nuevo sol llenaba el mundo de una nueva luz. Myû y yo nos sentamos a la mesa de la terraza y desayunamos contemplando el mar, que brillaba cegador. Comimos huevos y tostadas, bebimos café. Dos pájaros blancos se deslizaron por la ladera en dirección al mar. De algún lugar cercano llegaba el sonido de una radio. El locutor leía en griego las noticias de forma apresurada.

Debido a la diferencia horaria, una extraña parálisis dominaba el núcleo de mi cabeza. Posiblemente era ésa la causa de que no pudiera discernir entre la realidad y lo que sólo lo parecía. Me encontraba en aquella pequeña isla desayunando con una hermosa mujer mayor que yo que acababa de conocer el día antes. Aquella mujer amaba a Sumire. Pero no podía sentir por ella deseo sexual. Sumire amaba a aquella mujer y, además, la deseaba. Yo amaba a Sumire y la deseaba. Sumire me quería, pero no me amaba ni me deseaba. Yo podía sentir deseo por otras mujeres sin nombre, pero no las amaba. Era todo muy complicado. Como el argumento de una obra de teatro existencialista. Todas las cosas morían ahí, nadie podía ir a ninguna parte. No había alternativa posible. Y Sumire había abandonado sola el escenario.

Myû me llenó de café la taza vacía. Le di las gracias.

—A ti te gusta Sumire, ¿verdad? —me preguntó Myû—. Como mujer, quiero decir.

Me limité a asentir mientras untaba el pan con mantequilla. La mantequilla estaba fría, dura, costaba esparcirla sobre el pan. Después alcé la cabeza y añadí:

—No es algo que se pueda elegir.

Continuamos desayunando en silencio. Acabaron las noticias de la radio, empezó a sonar música griega. El viento soplaba y mecía las buganvillas. Aguzando la vista, se vislumbraban en alta mar pequeñas olas blancas encrespadas.

—Le he estado dando muchas vueltas y, al fin, he decidido partir para Atenas esta misma mañana —dijo Myû pelando una fruta—. Por teléfono tal vez no llegásemos a ninguna parte. Me parece mejor ir directamente al consulado y hablarlo cara a cara. Quizá vuelva acompañada de alguien del consulado o quizás espere en Atenas a que lleguen los padres de Sumire y regrese con ellos. De todas formas, me gustaría que permanecieras aquí mientras te fuera posible. Puede que llame la policía e incluso cabe la posibilidad de que vuelva Sumire. ¿Me harás este favor?

—Claro —respondí.

—Ahora voy a ir a la comisaría a preguntar cómo sigue la investigación, y luego alquilaré un barco en el puerto para ir a Rodas. Se tarda tiempo en ir y venir, así que, en Atenas, me alojaré en un hotel. Unos dos o tres días. Sí, creo que haré eso.

Yo asentí.

Myû terminó de pelar la naranja, secó cuidadosamente el filo del cuchillo con la servilleta.

—Por cierto, ¿has visto alguna vez a los padres de Sumire? —Le respondí que no. Myû exhaló un suspiro, profundo como el viento que sopla en los confines del mundo—. No sé cómo voy a explicárselo.

Comprendí muy bien su desconcierto. ¿Cómo diablos se podía explicar lo que no tenía explicación?

La acompañé hasta el puerto. Llevaba consigo una pequeña maleta con ropa y un bolso de Mila Schön, calzaba zapatos de tacón. Los dos nos acercamos a la comisaría para que nos informaran sobre el curso de las investigaciones. Quedamos en que yo sería un pariente suyo que viajaba casualmente por la zona. Seguía sin haber una sola pista. «Pero no se preocupen», nos dijeron con expresión alegre. «No teman. Miren a su alrededor. Ésta es una isla pacífica. No es que no haya delitos, claro. Hay peleas de parejas, borracheras, enemistades políticas. Cosas de la vida que pasan en cualquier parte. Pero todo son asuntos domésticos. Desde hace quince años que en esta isla ningún extranjero ha sido víctima de un crimen.»

Así debía de ser. Pero en cuanto a lo que podía haberle ocurrido a Sumire, no ofrecían explicación alguna.

—En la costa norte de la isla hay unas grutas muy profundas. Tal vez se haya extraviado por allí y no dé con la salida —dijeron—. Las cuevas, por dentro, forman un intrincado laberinto. Pero están muy, muy lejos. Una joven no podría ir andando hasta allí.

Les pregunté si cabía la posibilidad de que se hubiera ahogado.

Negaron con un movimiento de cabeza. Por los alrededores no había corrientes fuertes. Además, durante la última semana, el tiempo había sido bueno, el mar no había estado agitado. Todos los días se hacían a la mar muchos pescadores. Si la joven se hubiese ahogado, seguro que habrían hallado el cadáver.

—¿Y un pozo? —pregunté—. ¿No es posible que, andando, haya caído en algún pozo profundo de por aquí?

Volvieron a hacer un gesto negativo.

—En esta isla nadie tiene pozos. No son necesarios. Hay muchas fuentes naturales de donde brota el agua. El subsuelo de la isla es muy duro, abrir un pozo es un trabajo ímprobo.

Al salir de la comisaría le dije a Myû que aquella mañana iría a la playa del otro lado del monte que ellas visitaban todos los días. Myû compró en el quiosco un pequeño mapa de la isla, me señaló el camino y me advirtió que se tardaban unos cuarenta y cinco minutos en llegar y que me pusiera unos zapatos adecuados. Luego se dirigió al puerto y, medio en inglés, medio en francés, negoció hábilmente la tarifa del transporte hasta Rodas con el conductor del barco-taxi.

—Si al menos todo acabara bien —me dijo Myû al despedirnos. Pero sus ojos decían otra cosa. Sabía perfectamente que no era fácil que ocurriera. Y yo también lo sabía. El motor del barco se puso en marcha y ella agitó la mano derecha mientras, con la izquierda, se sujetaba el sombrero. Cuando el barco desapareció mar adentro, sentí como si mi cuerpo hubiera sido desposeído de algunas pequeñas piezas. Vagué sin destino por los alrededores del puerto y me compré unas gafas de sol en una tienda de
souvenirs
. Luego subí las empinadas escaleras de vuelta a la casa.

A medida que el sol ascendía en el cielo, el calor aumentaba. Me puse el bañador y una camisa de algodón de manga corta, las gafas de sol, me calcé unas zapatillas de deporte y me dirigí a la playa por el estrecho y escarpado sendero de montaña. Me arrepentí de no haber echado mano de un sombrero, pero, evidentemente, ya era demasiado tarde. En cuanto empecé a subir la cuesta me entró sed. Me detuve, tomé un sorbo de agua y me unté la cara y los brazos con el aceite solar que me había dejado Myû. El camino era polvoriento, reseco, y cuando soplaba un golpe de viento, un polvo blanco se esparcía y danzaba por el aire. De vez en cuando me cruzaba con algún aldeano que guiaba un burro. Me saludaba en voz alta: «
¡Kalimera!
». Yo le devolvía el mismo saludo. Supuse que eso debía de ser lo correcto.

Los árboles que cubrían el monte eran achaparrados, de formas retorcidas. Ovejas y cabras deambulaban por las laderas rocosas con expresión quisquillosa. Los cencerros que les colgaban del cuello producían un sonido seco. Quienes conducían los rebaños eran en su mayoría niños y ancianos. Al cruzarse conmigo me miraban primero de reojo, y a continuación levantaban un poco la mano como si hicieran una especie de señal. Yo les devolvía el saludo alzando la mano del mismo modo. Sumire no podía estar vagando por aquellos parajes. No había un solo lugar donde esconderse, alguien la habría visto, sin duda.

En la playa no se veía un alma. Me quité la camisa, el bañador, entré desnudo en el mar. El agua era agradable, transparente. Por más que te adentraras, seguías viendo claramente las piedras del fondo. En la boca de la ensenada había anclado un gran yate, con el alto mástil con las velas plegadas balanceándose de izquierda a derecha como un enorme metrónomo. No se veía a nadie en cubierta. Sólo se oía el lánguido eco de innumerables piedrecillas al ser arrastradas por las olas.

Después de nadar volví a la playa, me tumbé desnudo sobre la toalla y levanté la vista hacia el cielo, de un azul intenso. Las aves acuáticas sobrevolaban la bahía avistando peces. En el cielo no se vislumbraba una sola nube. Permanecí tumbado unos treinta minutos, dormitando. Nadie visitó la playa. De pronto se adueñó de mí una extraña sensación de quietud. Era un lugar demasiado tranquilo, demasiado bello para estar solo. Hacía pensar en algún tipo de muerte. Me vestí y regresé a casa por el mismo camino. El calor era más intenso todavía. Arrastrando maquinalmente los pies, traté de adivinar qué pensaría Sumire mientras andaba por aquel sendero con Myû. Quizá rumiara sobre el deseo sexual que sentía. Del mismo modo que yo, cuando estaba con ella, pensaba en mi deseo sexual. Podía imaginar cuáles debían de ser sus sentimientos en aquellos instantes. Sumire recordaba el cuerpo desnudo de Myû a su lado y deseaba abrazarla. En ello había esperanza, y excitación, y resignación, y duda, y desconcierto, y miedo. Se sentía pletórica. A continuación se achicaba. Pensaba que las cosas irían bien. Pero a la vez tenía la impresión de que todo acabaría mal. Y, al fin y al cabo, no había acabado bien.

Subí hasta la cima del monte, hice una pausa, bebí agua, bajé la pendiente. Cuando empezaba a avistar el tejado de la casa, recordé que Myû había mencionado que, desde su llegada a la isla, Sumire se encerraba en su habitación y escribía febrilmente. ¿Qué diablos debía de escribir? Myû no había añadido nada más, y yo, por mi parte, tampoco se lo había preguntado. Sin embargo, entre sus escritos, tal vez se ocultara algún indicio de su desaparición. ¿Por qué no habría caído en ello?

Al llegar a la casa me dirigí a la habitación de Sumire, encendí el ordenador y accedí al disco duro. No encontré nada que valiera la pena. Había datos de la contabilidad del viaje por Europa, direcciones, estaba la agenda. Asuntos, todos, administrativos, relacionados con el trabajo de Myû. No había escritos personales por ninguna parte. Seleccioné en el menú «Documentos recientes». No había nada guardado. Debía de haberlo borrado de forma deliberada. No querría que alguien pudiera leerlo. En ese caso, debía de haber copiado el texto en un disquete y guardado el disquete en alguna parte. Era poco probable que se hubiera llevado el disquete consigo. El pijama no tenía bolsillos.

Registré los cajones del escritorio. Encontré varios disquetes, pero todo eran copias de documentos del disco duro o documentos de otros trabajos. No encontré nada significativo. Tomé asiento ante la mesa e intenté deducir dónde, si yo fuera Sumire, habría escondido el disquete. La habitación era pequeña, sin un solo lugar donde poder ocultar algo. Y Sumire era muy sensible al hecho de que alguien leyera sus escritos. La maleta roja, claro. De todo lo que había en la habitación, era el único objeto que podía cerrarse con llave.

La novísima maleta no pesaba nada, parecía vacía. Cuando la sacudí, no hizo el menor ruido. Pero estaba cerrada con un código de cuatro cifras. Probé varias combinaciones susceptibles de componer el número secreto de Sumire. La fecha de su cumpleaños, su dirección, su número de teléfono, su distrito postal… Ninguna funcionó. Lógico. Los números que cualquiera podía deducir no servían de mucho como número secreto. Debían de ser cifras que ella pudiera recordar, pero que no estuvieran basadas en ningún dato personal. Tras pensar largo rato, se me ocurrió. El 0425. El código de Kunitachi…, es decir, de mi ciudad. Y el cierre se abrió con un ¡clac!

Dentro del bolsillo interior de la maleta había una pequeña bolsa de tela negra. Abrí la cremallera. Aparecieron un pequeño diario de color verde y algunos disquetes. Primero cogí el diario. Era su letra. Pero no había nada importante. Adónde había ido, qué había hecho. A quién había visto. Nombres de hoteles. El precio de la gasolina. El menú de la cena. Marcas de vino y su sabor. Palabras alineadas secamente, una detrás de otra. Muchas páginas en blanco. Al parecer, llevar un diario no era uno de sus puntos fuertes.

El disquete no llevaba título. En la etiqueta había sólo una fecha escrita con la peculiar letra de Sumire. Agosto de 19**. Introduje el disquete en el ordenador y lo abrí. En la ventana aparecieron dos documentos. Ninguno de los dos tenía título. Sólo había escrito un 1 y un 2.

Recorrí lentamente la habitación con la mirada antes de abrir el documento. En el armario colgaba la chaqueta de Sumire. Estaban sus gafas de natación, el diccionario de italiano, su pasaporte. Dentro del cajón había un bolígrafo, un lápiz portaminas. Al otro lado de la ventana, frente a la mesa, se extendía una suave pendiente rocosa. Un gato negrísimo se paseaba sobre el muro de la casa vecina. Y aquella habitación cuadrada desprovista de adornos estaba envuelta en el silencio de las primeras horas de la tarde. Cerré los ojos. En mis oídos aún resonaba el rumor de las olas que aquella mañana barrían la orilla de la playa desierta. Volví a abrir los ojos. Esta vez agucé el oído al mundo real. No se oía nada.

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