Authors: Natsume Soseki
Parecía como si estuviera desafiando a Meitei a contarle su opinión sobre la absurda historia que le había contado su marido. Incluso el propio Meitei, hombre de recursos, parecía algo perdido. Sacó un pañuelo de la manga de su
kimono y
me tentó para jugar con él. Entonces, en voz alta, como si una idea repentina le hubiera golpeado la cabeza dijo:
—¿Sabe, señora? Es precisamente por comprar tantos libros y llenarse la cabeza con todo tipo de ideas por lo que a su marido se le considera un erudito. El otro día, sin ir más lejos, leí un comentario sobre él en una revista literaria.
—¿En serio? —dijo la señora mientras se giraba. Después de todo, es bastante natural que la mujer del maestro sintiera curiosidad por los comentarios que se hacían de su marido—. ¿Y qué es lo que decían? —preguntó.
—Bueno, la verdad es que sólo le dedicaban unas líneas. Decía que la prosa del maestro, el señor Kushami, era como la de una nube que atraviesa el cielo, como el agua que fluye en la corriente.
—¿Eso decía? —preguntó la señora con una sonrisa—. ¿Nada más?
—Bueno, también decía que eso era porque su prosa se borraba tan pronto como aparecía, y que cuando lo hacía era para siempre y sin dejar rastro alguno en la memoria.
La señora de la casa le miró con extrañeza y preguntó:
—Eso era un elogio, ¿no?
—Eh, quizás sí, ya que lo dice... Sí, una especie de elogio —contestó Meitei mientras meneaba su pañuelo frente a mi cara.
—Ya que los libros son tan importantes para su trabajo, supongo que no tengo motivo para quejarme. Pero ese hábito suyo es tan acusado que...
Meitei interpretó que se avecinaba una nueva andanada de reproches y la interrumpió:
—Cierto. Pero en eso es igual a cualquier otro hombre de letras que persiga unos conocimientos tan elevados.
Una respuesta perfectamente ambigua destinada a alabar y a criticar a un tiempo.
—El otro día tenía que ir a algún sitio justo después de volver a casa del colegio, y como cambiarse de ropa le parecía un engorro, pues se puso a comer tal cual, sin quitarse nada, sentado en el suelo frente a la mesa baja, con la bandeja puesta encima del brasero. Yo, mientras tanto, sujetaba la olla del arroz también sentada en el suelo. La escena resultaba de lo más cómica.
—Parece como cuando antiguamente los generales se sentaban en el suelo para identificar las cabezas cortadas de sus enemigos muertos en batalla. Algo muy típico del maestro Kushami. Desde luego no se puede decir de él de ninguna manera que sea una persona aburrida y convencional —dijo Meitei a modo de cumplido un tanto forzado.
—Una mujer no puede decir qué es convencional y qué no lo es, pero yo creo que su conducta resulta en ocasiones de lo más rara.
—En cualquier caso, eso es mejor que ser convencional.
Según aumentaba el apoyo de Meitei al maestro, más crecía el descontento de su esposa.
—La gente siempre anda discutiendo si esto o aquello es convencional. Pero, ¿podría decirme, por favor, qué hace que algo sea realmente convencional?
—Convencional... Bueno, lo que se dice convencional... Es un poco difícil de explicar...
—Si se trata de algo así de impreciso, seguro que entonces no tiene nada de malo. —La señora empezó a arrinconar a Meitei con la típica lógica femenina.
—No, no se trata de algo impreciso. Es algo perfectamente claro y definido. Sólo que es difícil de explicar.
—Entonces usted llama convencional a todo aquello que no le gusta.
Sin saberlo, había dado en el clavo. Meitei, completamente noqueado, no podía seguir esquivando una definición.
—Le daré un ejemplo. Un hombre convencional es el que anhela casarse con una chica de dieciséis o dieciocho años, pero como no lo logra, se conforma y no hace nada al respecto. Un hombre que cada vez que hace buen tiempo sólo se dedica a pasear tranquilamente a la orilla del río Sunida, sin olvidar, eso sí, llevarse con él una botella de
sake.
—¿De verdad existe gente así? —Como no podía seguir aguantando las sandeces de Meitei, empezó a perder interés por la conversación—. Lo que usted dice es tan complicado que me supera.
—¿Usted cree que es complicado? Imagínese: cogemos a un dependiente medio de cualquier comercio
y
lo sumamos a un estudiante cualquiera. El resultado lo divide entre dos y ahí tiene un ejemplo perfecto de hombre convencional.
—¿De verdad lo cree así? —respondió ella extrañada. Se la notaba poco convencida.
—¿Todavía estáis aquí? —preguntó el maestro mientras se sentaba en el suelo al lado de Meitei. Nadie había notado su presencia.
—¿Cómo que si todavía estamos aquí? Dijiste que no tardarías mucho y que te esperase.
—¿Ve? Siempre hace lo mismo —susurró la señora inclinándose hacia Meitei.
—Mientras estabas fuera, tu mujer me ha contado toda clase de historias sobre ti.
—El problema de las mujeres es que hablan demasiado. Mejor le iría si estuviera calladita. Como este gato —dijo dándome unas palmaditas en la cabeza.
—Me ha contado que intentaste endilgarle un plato de rábanos rallados a tu bebé.
—Hum —refunfuñó el maestro, y luego se echó a reír.
—Hablando de bebés. Los de ahora son de lo más inteligentes. Desde el día en que le di los rábanos rallados, si le preguntas: «¿Dónde está el rabanito picante?», saca la lengua y responde: «Aquí». ¿No es extraño?
—Es natural; con lo picante que está. Parece como si hubieras estado adiestrando a un perro y enseñándole trucos. Es muy cruel por tu parte. Por cierto, Kangetsu debe de estar al llegar.
—¿Va a venir Kangetsu? —preguntó el maestro con voz turbada.
—Sí. Le mandé una nota pidiéndole que se pasase por aquí a la una en punto.
—¡Mira tú que bien! Invitar a la gente a mi casa sin preguntarme si me viene bien o no. ¿Y se puede saber cuál es la razón de la invitación?
—En realidad no fue idea mía, sino que más bien actué a sugerencia suya. Según parece, va a ofrecer una lectura en la Sociedad de Ciencias Físicas. Dijo que necesitaba ensayar su discurso y me pidió que lo escuchara. Pensé que estaría bien que también tú lo oyeras. Por eso le pedí que viniera a tu casa. Eres un hombre ocioso, sin compromisos, y no pensé que opusieras mucha resistencia. Harás bien en escucharle. —Meitei parecía saber perfectamente cómo conducir la situación.
—No sé ni una palabra sobre Ciencias Físicas —replicó el maestro con una voz que delataba su disgusto por las componendas y apreciaciones de su amigo.
—No te creas. El tema no es tan arduo como, por ejemplo, el de los tubos magnéticos. Su discurso versa sobre un asunto extraordinario y trascendental, la «Mecánica del Ahorcamiento». Seguramente merece la pena escucharlo.
—Tú mismo fallaste recientemente en tu intento de suicidarte. Entiendo tu interés en el tema, pero en lo que se refiere a mí...
—Hombre, creo que fue a ti a quien le entraron convulsiones cuanto te tocaba ir al teatro, así que tampoco creo que debas perderte el discurso de Kangetsu.
Meitei soltó una de sus puñaladas habituales y el maestro Kushami lo aceptó con una sonrisa.
La señora de la casa se rió también, malignamente, y tras despedirse del invitado con una inclinación de cabeza abandonó la estancia. Por primera vez en mucho tiempo el maestro me acarició la cabeza con suavidad.
Kangetsu apareció justo siete minutos después. Como tenía que pronunciar su esperado discurso esa misma tarde, no iba vestido con su habitual ropa informal, sino con una elegante levita perfectamente compuesta. Parecía más distinguido de lo habitual.
—Siento llegar tarde —saludó a sus amigos, que estaban sentados haciendo gala de una perfecta compostura.
—Hace siglos que te esperábamos. Nos gustaría que empezases sin más preámbulos, ¿no es así? —preguntó Meitei al tiempo que miraba al maestro para confirmar su petición.
—Hmm —respondió el maestro distraídamente. Parecía no tener mucha prisa.
—¿Me podrían dar un vaso de agua? —solicitó el ponente.
—Vaya, parece que no bromeabas con lo de endilgarnos tu conferencia. La próxima petición será de aplausos, supongo. —Meitei empezaba a divertirse.
Kangetsu extrajo un papel de un bolsillo y se lo quedó mirando:
—Como se trata de un ensayo, no duden, por favor, en realizar todas las críticas que consideren oportunas.
Y con esta invitación comenzó finalmente su lectura:
—«La pena de muerte por ahorcamiento parece que tuvo su origen en los pueblos anglosajones. Previamente, en tiempos más antiguos, ahorcarse era el método más común para suicidarse. Se cuenta que entre los hebreos era habitual matar a los criminales mediante la lapidación. Si uno lee el Antiguo Testamento, encontrará que la palabra ahorcamiento sólo se utiliza para referirse al hecho de colgar los cuerpos una vez muertos, a fin de que fueran devorados por las fieras. Según el sabio Herodoto, parece ser que los judíos, antes de su salida de Egipto, aborrecían la idea de dejar por la noche los cuerpos expuestos a la intemperie. Los egipcios, por su parte, decapitaban a los condenados y luego crucificaban sus torsos dejándolos expuestos por la noche. Por lo que se refiere a los persas, también...»
—Alto ahí. Parece que cada vez te alejas más del tema del ahorcamiento, ¿no crees? —interrumpió Meitei.
—Tengan paciencia, tengan paciencia. Enseguida entraré en materia. Ahora con respecto a los persas, «también parece que usaron la crucifixión como método de ejecución de los criminales. Sin embargo, no está claro si lo hacían antes o después de que el reo hubiera muerto. Y este es un tema controvertido
y
no suficientemente aclarado».
—¿Y a quién le importa lo que hacían los persas? Esos detalles carecen de importancia —se quejó el maestro bostezando. Se le notaba realmente aburrido.
—Hay todavía muchas formas de ejecución de las que me gustaría informarles, pero como parece que mi discurso les aburre...
—Mejor debería decir que
efectivamente
nos aburre soberanamente, ¿no te parece, Kushami? —intervino Meitei. El maestro respondió fríamente:
—¿Y cuál es la diferencia?
—Ya he llegado al tema principal de mi lectura —les cortó Kangetsu—. Les leeré el resto de mi texto.
—Un locutor
lee
un texto. Tratándose de un orador, permíteme decirte que deberías usar una expresión algo más elegante —interrumpió de nuevo Meitei.
—Si la expresión «leer el texto» le parece vulgar, ¿qué palabra debería usar entonces? —preguntó Kangetsu empezando a irritarse visiblemente.
—Con Meitei uno nunca sabe si te está escuchando o te está interrumpiendo. No hagas caso a sus impertinencias, Kangetsu. Continúa.
El maestro buscaba la forma de que aquello no se alargase más de lo debido.
—«Al recitar tristemente, supongo que has encontrado un sauce llorón» —dijo Meitei remedando el conocido
haiku.
Kangetsu, a pesar de sí mismo, no se contuvo y estalló en una carcajada. Luego continuó con su discurso:
—«Mis investigaciones revelan que la primera prueba documentada del uso del ahorcamiento como método de ejecución aparece en la
Odisea,
exactamente en el volumen veintidós. Me refiero al pasaje en que Telémaco ordena ahorcar a las doce doncellas de Penélope. Podría leerles el pasaje en el griego original, pero como lo considerarían un acto de afectación, no lo haré. En cualquier caso, lo encontrarán entre los versos 465 y 473.»
—Deberías cortar todo ese rollo de los griegos. Parece como si quisiera mostrar a todo el mundo tu conocimiento del mundo helénico. ¿No te parece, Kushami?
—En eso estoy de acuerdo contigo. Yo sería más modesto y evitaría ese alarde de ostentación. Eso mejoraría el discurso.
Era bastante raro que el maestro se pusiera de parte de Meitei. La razón oculta era, por supuesto, su total desconocimiento del griego.
—Muy bien. Pues omitiré todas esas referencias. Y ahora, continuaré, si no les parece mal: «Consideremos en este punto cómo se llevaron a cabo exactamente los ahorcamientos. Se puede decir que existían dos métodos. El primero es el que empleo Telémaco, ayudado por Eumeo y Filoteo. Tras sujetar un extremo de la cuerda a una columna, hizo nudos corredizos a lo largo de ella para introducir las cabezas de las mujeres en cada uno de los lazos. Una vez estuvieron dentro, tiró del otro extremo y de esa manera quedaron todas colgadas».
—O sea, que quedaron todas colgadas como si fueran camisas en una cuerda de tender la ropa...
—Exactamente. «El segundo método consistía en sujetar firmemente un extremo de la cuerda a una columna, como he indicado anteriormente, y el otro a una viga del techo. De esa cuerda primaria se hacían colgar varias cuerdas secundarias en las que se hacían los correspondientes nudos corredizos. Se colocaba a una mujer por nudo y, cuando estaban todas listas, se les apartaba bruscamente el poyete sobre el que se encontraban.»
—Entonces tendrían el mismo aspecto que cuando se cuelgan farolillos de papel en una cuerda a la entrada de un burdel, ¿no? —preguntó Meitei.
—Eso no lo puedo afirmar —respondió con cautela Kangetsu—. Nunca he visto esos farolillos de papel de los que habla usted, pero si tal cosa existe, debe de ser justamente así. «Bien. Si se analiza cuidadosamente, el primer método de ahorcamiento descrito en la
Odisea
resulta, mecánicamente, imposible. Y para demostrar mi afirmación debo proceder a argumentarla.»
—¡Qué interesante! —replico Meitei.
—En efecto. Muy interesante —confirmó el maestro.
—«Supongamos que las mujeres deban ser colgadas a intervalos equidistantes, y que el tramo de cuerda entre dos mujeres más cercano al suelo esté colocado horizontalmente, ¿de acuerdo? Ahora supongamos que ai, a2, y así hasta a6 sean los ángulos entre las cuerdas y el horizonte. Y que Ti, T2 y así hasta Ts representen el peso que recibe cada parte de la cuerda. Entonces, T7 = X, siendo éste el peso que recibe la parte más baja de la cuerda. W es, por supuesto, el peso de las mujeres. Hasta ahora todo claro. ¿Me siguen?»
El maestro y Meitei se miraron y contestaron al unísono:
—Bueno, más o menos.
Debo señalar el valor singular que ese «más o menos» tenía en el caso del maestro y Meitei. Imposible afirmar si era muy distinto al de otra gente.
—«Bien. De acuerdo con la conocida teoría de los valores medios aplicada a los polígonos, una teoría de la que estarán al tanto, sin duda, se pueden establecer las siguientes doce ecuaciones: