El doctor Cardoso insistió en pagar la comida y Pereira aceptó de buen grado, sostiene, porque con aquellos dos billetes que había entregado a Marta la tarde anterior su cartera se había quedado más bien vacía. El doctor Cardoso se levantó y se despidió. Hasta pronto, señor Pereira, dijo, espero volver a verle en Francia o en otro país de este vasto mundo y, se lo pido de nuevo, déle espacio a su yo hegemónico, déjelo ser, necesita nacer, necesita afirmarse.
Pereira se levantó y se despidió. Le vio alejarse y sintió una gran nostalgia, como si aquella despedida fuera definitiva. Pensó en la semana transcurrida en la clínica talasoterápica de Parede, en sus conversaciones con el doctor Cardoso, en su soledad. Y cuando el doctor Cardoso salió por la puerta y desapareció en la calle se sintió solo, verdaderamente solo, y pensó que cuando se está verdaderamente solo es el momento de medirse con el yo hegemónico que quiere imponerse en la cohorte de las almas. Y aunque pensó en todo ello no se sintió tranquilo, sintió en cambio una gran nostalgia, no sabría decir de qué, pero era una gran nostalgia de una vida pasada y de una vida futura, sostiene Pereira.
Al día siguiente por la mañana Pereira fue despertado por el teléfono, sostiene. Todavía estaba sumido en su sueño, un sueño que le parecía haber soñado durante toda la noche, un sueño larguísimo y feliz que no considera oportuno revelar porque no tiene nada que ver con esta historia.
Pereira reconoció de inmediato la voz de la señorita Filipa, la secretaria de su director. Buenos días, señor Pereira, dijo Filipa suavemente, le paso con el señor director. Pereira acabó de despertarse y se sentó en el borde de la cama. Buenos días, señor Pereira, dijo el director, soy su director. Buenos días, señor director, ¿ha pasado unas buenas vacaciones? Óptimas, dijo el director, óptimas, las termas de Buçaco son verdaderamente un magnífico lugar, pero creo que ya se lo dije, si no me equivoco, ya hablamos. Ah, ya, es cierto, dijo Pereira, hablamos cuando salió el cuento de Balzac, perdóneme, pero acabo de despertarme y no tengo claras las ideas. Es algo que suele ocurrir de vez en cuando eso de no tener las ideas claras, dijo el director con cierta rudeza, y creo que hasta a usted puede pasarle eso, señor Pereira. En efecto, respondió Pereira, a mí me pasa sobre todo por las mañanas porque tengo bajadas de tensión. Estabilícesela con un poco de sal, le aconsejó el director, un poco de sal debajo de la lengua y se le estabilizará la tensión, pero no le llamo por teléfono para esto, para hablar de su tensión, señor Pereira, lo que ocurre es que no se deja ver nunca por la redacción central, ése es el problema, se encierra usted en su pequeña habitación de Rua Rodrigo de Fonseca y no viene nunca a hablar conmigo, no me expone sus proyectos, lo hace todo a su aire. Verá, señor director, dijo Pereira, perdóneme, pero usted me dio carta blanca, dijo que la página cultural era de mi responsabilidad, en fin, me dijo que la hiciera a mi aire. Sí, sí, no está mal que la haga a su aire, continuó el director, pero ¿no le parece que de vez en cuando tendría que cambiar impresiones conmigo? A mí también me sería útil, dijo Pereira, porque realmente me siento solo, demasiado solo para encargarme de toda la cultura, y usted me dijo que no quería ocuparse de la cultura. ¿Y su ayudante?, preguntó el director, ¿no me dijo que había contratado a un ayudante? Sí, respondió Pereira, pero sus artículos todavía son inmaduros, y además no ha muerto ningún literato interesante, y además es un chico joven y me ha pedido vacaciones, debe de estar en la playa, hace casi un mes que no da señales de vida. Pues despídalo, señor Pereira, dijo el director, ¿qué está haciendo con un ayudante que no sabe escribir y que se va de vacaciones? Démosle una última oportunidad, replicó Pereira, tiene que aprender el oficio, es sólo un muchacho inexperto, tiene que curtirse un poco. En aquel momento de la conversación se escuchó la dulce voz de la señorita Filipa. Perdóneme, señor director, dijo, hay una llamada para usted del gobierno civil, me parece urgente. Bien, señor Pereira, dijo el director, volveré a llamarle dentro de unos veinte minutos, mientras tanto despiértese y deje que se le disuelva un poco de sal debajo de la lengua. Si quiere le llamo yo, dijo Pereira. No, dijo el director, tengo que hacer las cosas con calma, cuando haya acabado le llamaré, buenos días.
Pereira se levantó y fue a darse una baño rápido. Se preparó el café y comió una galleta salada. Luego se vistió y fue al recibidor. Me está telefoneando el director, le dijo al retrato de su esposa, me parece que da vueltas alrededor del hueso pero todavía no le ha hincado el diente, no entiendo qué quiere de mí, pero habrá de hincar el diente, ¿tú qué opinas? El retrato de su esposa le sonrió con su sonrisa lejana y Pereira concluyó: En fin, qué le vamos a hacer, veamos qué quiere el director, no tengo nada que reprocharme, al menos en lo que concierne al periódico, no hago otra cosa que traducir cuentos franceses del siglo XIX.
Se sentó a la mesa del salón y pensó en ponerse a escribir una efemérides sobre Rilke. Pero en el fondo no tenía ganas de escribir nada sobre Rilke, aquel hombre tan elegante y esnob que había frecuentado a la alta sociedad. Al diablo, pensó Pereira. Se puso a traducir algunas frases de la novela de Bernanos, era más complicada de lo que pensaba, por lo menos al principio, y estaba sólo en el primer capítulo, todavía no había entrado en la historia. En aquel momento sonó el teléfono. Buenos días de nuevo, señor Pereira, dijo la dulce voz de la señorita Filipa, le pongo con el señor director. Pereira esperó unos segundos y luego la voz del director, grave y pausada, dijo: Y bien, señor Pereira, ¿qué decíamos? Me decía que estoy encerrado en mi redacción de Rua Rodrigo da Fonseca, señor director, dijo Pereira, pero es en esa habitación donde yo trabajo, donde me dedico a la cultura, en el periódico no sabría qué hacer, no conozco a los periodistas, hice de cronista durante muchos años en otro periódico, pero usted no quiso que me dedicara a ello, quiso que me dedicara a la cultura, con los periodistas de política no tengo ningún contacto, no sé qué podría ir a hacer al periódico. ¿Se ha desahogado ya, señor Pereira?, preguntó el director. Perdone, señor director, dijo Pereira, yo no pretendía desahogarme, sólo quería exponerle mis razones. Bien, dijo el director, ahora quisiera hacerle una pregunta sencilla: ¿Por qué nunca siente la necesidad de venir a hablar con su director? Porque usted me dijo que la cultura no era asunto suyo, señor director, respondió Pereira. Escuche, señor Pereira, dijo el director, no sé si es usted duro de oído o si verdaderamente no quiere enterarse, estoy convocándole, ¿lo entiende?, tendría que ser usted quien de cuando en cuando solicitara una entrevista conmigo, pero llegados a este punto, visto que usted es duro de entendederas, soy yo quien quiere mantener una entrevista con usted. Estoy a su disposición, dijo Pereira, a su entera disposición. Bien, concluyó el director, entonces venga al periódico a las cinco, hasta luego, que pase un buen día, señor Pereira.
Pereira se dio cuenta de que estaba sudando ligeramente. Se cambió la camisa, que estaba mojada en las axilas, y pensó en ir a la redacción y esperar hasta las cinco de la tarde. Después se dijo que en la redacción no había nada que hacer, tendría que ver a Celeste y descolgar el teléfono, era mejor permanecer en casa. Volvió a la mesa del comedor y se puso a traducir a Bernanos. Verdaderamente era una novela complicada, e incluso lenta, quién sabe lo que pensarían los lectores del
Lisboa
al leer el primer capítulo. A pesar de todo continuó y tradujo un par de páginas. A la hora del almuerzo pensó en prepararse alguna cosa, pero su despensa estaba vacía. Sostiene Pereira que pensó que quizá podría comer algo en el Café Orquídea, aunque fuera tarde, y después ir al periódico. Se puso el traje claro y la corbata negra y salió. Cogió el tranvía hasta el Terreiro do Paço y allí hizo transbordo para la Rua Alexandre Herculano. Cuando entró en el Café Orquídea eran casi las tres y el camarero estaba recogiendo las mesas. Venga, señor Pereira, dijo cordialmente Manuel, para usted siempre hay un plato, supongo que todavía no ha comido, qué dura es la vida de los periodistas. Y usted que lo diga, respondió Pereira, sobre todo para los periodistas que no saben nada, como nunca se sabe nada en este país, ¿qué novedades hay? Parece que naves inglesas han sido bombardeadas ante las costas de Barcelona, respondió Manuel, y que un barco francés de pasajeros ha sido perseguido hasta los Dardanelos, son los submarinos italianos, los italianos son muy buenos con los submarinos, son su especialidad. Pereira pidió una limonada sin azúcar y una
omelette
a las finas hierbas. Se sentó cerca del ventilador, pero aquel día el ventilador estaba apagado. Lo hemos apagado, dijo Manuel, el verano ya ha acabado, ¿ha oído la tormenta de esta noche? No, no la he oído, respondió Pereira, he dormido de un tirón, pero para mí todavía sigue haciendo calor. Manuel le encendió el ventilador y le llevó una limonada. ¿Y un poco de vino, señor Pereira?, ¿cuándo me dará la satisfacción de servirle un poco de vino? El vino le sienta mal a mi corazón, respondió Pereira, ¿tiene un periódico de esta mañana? Manuel le trajo un periódico. El titular era:
Esculturas de arena en la playa de Carcavelos. El ministro del Secretariado Nacional de Propaganda inaugura la muestra de los pequeños artistas
. Había una gran fotografía a media página que mostraba las obras de los jóvenes artistas de playa: sirenas, barcas, navíos y ballenas. Pereira pasó la página. En el interior estaba escrito:
Valerosa resistencia del contingente portugués en España
. La entradilla decía: «Nuestros soldados se distinguen en otra batalla con el apoyo a distancia de los submarinos italianos.» Pereira no tuvo ganas de leer la noticia y dejó el periódico sobre una silla. Terminó de comer su
omelette
y se tomó otra limonada sin azúcar. Después pagó la cuenta, se levantó, se puso la chaqueta que se había quitado y se dirigió a pie hacia la redacción central del
Lisboa
. Cuando llegó eran las cinco menos cuarto. Entró en un café, sostiene, y pidió un aguardiente. Estaba seguro de que le sentaría mal a su corazón, pero pensó: Qué le vamos a hacer. Después subió los tramos de escalera del viejo edificio en que se encontraba la redacción del
Lisboa
y saludó a la señorita Filipa. Voy a anunciarle, dijo la señorita Filipa. No importa, respondió Pereira, me anunciaré yo mismo, son las cinco en punto y el señor director me ha citado a las cinco. Llamó a la puerta y oyó la voz del director que decía adelante. Pereira se abrochó la chaqueta y entró. El director estaba bronceado, muy bronceado, evidentemente había tomado el sol en el parque de las termas. Aquí me tiene, señor director, dijo Pereira, estoy a su disposición, dígame lo que desea. No será poco, Pereira, dijo el director, hace más de un mes que no nos vemos. Nos vimos en las termas, dijo Pereira, y usted parecía estar satisfecho. Las vacaciones son las vacaciones, dijo secamente el director, no hablemos de las vacaciones. Pereira se sentó en la silla que estaba frente al escritorio. El director cogió un lápiz y empezó a hacerlo girar sobre la superficie de la mesa. Señor Pereira, dijo, me gustaría tutearle, si usted me lo permite. Como usted desee, respondió Pereira. Escucha, Pereira, dijo el director, nos conocemos desde hace poco, desde que este periódico fue fundado, pero sé que eres un buen periodista, has trabajado cerca de treinta años como cronista, sabes lo que es la vida y estoy seguro de que me comprenderás. Lo intentaré, respondió Pereira. Pues verás, dijo el director, esto último no me lo esperaba. ¿A qué se refiere?, preguntó Pereira. Al panegírico de Francia, dijo el director, ha provocado mucho malestar en los círculos importantes. ¿Qué panegírico de Francia?, preguntó Pereira con aire de sorpresa. ¡Pereira!, exclamó el director, has publicado un cuento de Alphonse Daudet que trata de la guerra contra los alemanes que termina con esta frase: Viva Francia. Es un cuento del siglo XIX, respondió Pereira. Será un cuento del siglo XIX, continuó el director, pero de todos modos habla de una guerra contra Alemania y tú no puedes no saber, Pereira, que Alemania es aliada nuestra. Nuestro gobierno no ha establecido alianzas, objetó Pereira, al menos oficialmente. Vamos, Pereira, dijo el director, intenta razonar, si no hay alianzas al menos hay simpatías, fuertes simpatías, nosotros pensamos como Alemania en política interna y en política externa, y estamos ayudando a los nacionalistas españoles como están haciendo los alemanes. Pero en la censura no pusieron ninguna traba, se defendió Pereira, dejaron pasar el cuento sin objeciones. Los de la censura son unos ineptos, dijo el director, unos analfabetos, el director de la censura es un hombre inteligente, es amigo mío, pero no puede leer personalmente las pruebas de todos los periódicos portugueses, los otros son funcionarios, unos pobres policías a los que se les paga para que no dejen pasar palabras subversivas como socialismo o comunismo, no podían entender un cuento de Daudet que termina con un Viva Francia, somos nosotros quienes debemos estar atentos, quienes debemos ser cautos, nosotros, los periodistas que tenemos experiencia histórica y cultural, somos quienes tenemos que vigilarnos a nosotros mismos. Soy yo quien está siendo vigilado, sostiene haber dicho Pereira, en realidad hay alguien que me está vigilando. Explícate mejor, Pereira, dijo el director, ¿qué quieres decir con eso? Quiero decir que tengo una centralita en la redacción, dijo Pereira, ya no recibo llamadas directas, pasan todas a través de Celeste, la portera del inmueble. Así se hace en todas las redacciones, replicó el director, si tú te ausentas, hay alguien que recibe la llamada y que responde en tu lugar. Sí, dijo Pereira, pero la portera es una confidente de la policía, estoy seguro. Venga, Pereira, dijo el director, la policía nos protege, vela nuestros sueños, tendrías que estar agradecido. Yo no le estoy agradecido a nadie, señor director, respondió Pereira, sólo le estoy agradecido a mi profesionalidad y al recuerdo de mi esposa. Es necesario estar agradecido a los buenos recuerdos, aceptó el director, pero tú, Pereira, cuando prepares la página cultural tienes que dejármela ver a mí primero, eso es lo que te exijo. Pero yo ya le dije que se trataba de un cuento patriótico, insistió Pereira, y usted me tranquilizó asegurándome que en estos momentos hace falta patriotismo. El director encendió un cigarrillo y se rascó la cabeza. De patriotismo portugués, dijo, no sé si me sigues, Pereira, de patriotismo portugués, tú no haces más que publicar cuentos franceses, y los franceses no nos son simpáticos, no sé si me sigues, pero de todos modos escúchame, nuestros lectores necesitan una buena página cultural portuguesa, en Portugal tienes decenas de escritores donde elegir, incluso del siglo XIX, la próxima vez elige un cuento de Eça de Queirós, que conocía bien Portugal, o de Camilo Castelo Branco, que cantó a la pasión y que tuvo una hermosa y agitada vida de amoríos y prisiones, el
Lisboa
no es un periódico amigo de lo extranjero, y tú necesitas reencontrar tus raíces, regresar a tu tierra, como diría Borrapotas, el crítico. No sé quién es, respondió Pereira. Es un crítico nacionalista, le explicó el director, escribe en un periódico de la competencia, sostiene que los escritores portugueses tienen que regresar a su tierra. Yo no he abandonado nunca mi tierra, dijo Pereira, estoy plantado en la tierra como una cepa. De acuerdo, admitió el director, pero tienes que consultarme cada vez que tomes una iniciativa, no sé si me has entendido. Le he entendido perfectamente, dijo Pereira, y se desabrochó el primer botón de la chaqueta. Bien, concluyó el director, creo que nuestra entrevista ha terminado, me gustaría que hubiera entre nosotros una buena relación. Naturalmente, dijo Pereira, y se despidió.