El padre António se sentó en un banco de la sacristía y Pereira se puso a su lado. Escúcheme, padre António, dijo Pereira, yo creo en Dios padre omnipotente, recibo los sacramentos, observo los mandamientos e intento no pecar, aunque algunas veces no vaya a misa los domingos, pero no por falta de fe, es sólo por pereza, creo que soy un buen católico y respeto las enseñanzas de la Iglesia, pero ahora estoy algo confuso y además, por mucho que sea periodista, no estoy muy bien informado de lo que sucede en el mundo, ahora estoy un poco perplejo porque me parece que hay una gran polémica acerca de la postura de los escritores católicos franceses a propósito de la guerra civil española, me gustaría que usted me pusiera al corriente, padre António, porque usted sabe de estas cosas y yo quisiera saber cómo comportarme para no ser herético. ¿En qué mundo vives, Pereira?, exclamó el padre António. Bueno, intentó justificarse Pereira, es que he pasado una semana en Parede y además este verano no he comprado ningún periódico extranjero, y a través de los periódicos portugueses uno no consigue enterarse de mucho, las únicas novedades que conozco son los chismes de café.
Sostiene Pereira que el padre António se levantó y se puso delante de él con una expresión que le pareció amenazadora. Escúchame, Pereira, el momento es grave y cada uno debe decidir por sí mismo, yo soy hombre de Iglesia y tengo que obedecer a la jerarquía, pero tú eres libre de tomar tus propias decisiones, aunque seas católico. Pues entonces explíquemelo todo, imploró Pereira, porque quisiera tomar mis propias decisiones, pero no estoy al corriente. El padre António se sonó la nariz, cruzó las manos sobre el pecho y preguntó: ¿Conoces el problema del clero vasco? No, no lo conozco, admitió Pereira. Todo empezó con el clero vasco, dijo el padre António, tras el bombardeo de Guernica el clero vasco, que está considerado como la gente más cristiana de España, se puso al lado de la república. El padre António se sonó la nariz como si estuviera conmovido y continuó: En la primavera del año pasado, dos ilustres escritores católicos franceses, François Mauriac y Jacques Maritain, publicaron un manifiesto en favor de los vascos. ¡Mauriac!, exclamó Pereira, ya decía yo que había que preparar una necrológica anticipada para Mauriac, es una persona espléndida, pero Monteiro Rossi no fue capaz de escribirla. ¿Quién es Monteiro Rossi?, preguntó el padre António. Es el ayudante al que contraté, respondió Pereira, pero no logra hacerme una necrológica de aquellos escritores católicos que han tomado una buena postura política. Pero ¿por qué quieres dedicarle una necrológica?, preguntó el padre António, pobre Mauriac, déjalo en paz, todavía lo necesitamos, ¿por qué quieres que muera? Oh, no es eso lo que yo quiero, dijo Pereira, espero que viva hasta los cien años, pero imaginémonos que desaparece en cualquier momento, por lo menos en Portugal habría un periódico que le dedicaría un homenaje inmediato, y ese periódico sería el
Lisboa
, pero perdóneme, padre António, continúe. Bien, dijo el padre António, el problema se complicó con el Vaticano, que declaró que miles de religiosos españoles habían sido asesinados por los republicanos, que los católicos vascos eran «cristianos rojos» y que debían ser excomulgados, y así lo hizo, y a todo esto se añadió Claudel, el famoso Paul Claudel, también un escritor católico, que escribió una oda
«Aux Martyrs Espagnols»
como prólogo en verso a un mefítico opúsculo de propaganda de un agente nacionalista de París. Claudel, dijo Pereira, ¿Paul Claudel? El padre António se sonó nuevamente la nariz. El mismo, dijo, ¿cómo lo definirías, Pereira? Así, de pronto, no sabría, respondió Pereira, él también es católico, ha tomado una postura diferente, ha hecho su elección. Pero ¿cómo que de pronto no sabrías, Pereira?, exclamó el padre António, ese Claudel es un hijo de puta, eso es lo que es, y siento mucho decir estas palabras en un lugar sagrado, preferiría decírtelas en la calle. ¿Y después?, preguntó Pereira. Después, continuó el padre António, después las altas jerarquías del clero español, con el arzobispo de Toledo, el cardenal Gomá, a la cabeza, tomaron la decisión de mandar una carta abierta a todos los obispos del mundo, ¿comprendes, Pereira?, a los obispos de todo el mundo, como si los obispos de todo el mundo fueran unos fascistas como ellos, y dicen que miles de cristianos en España han tomado las armas bajo su propia responsabilidad para salvar los principios de la religión. Sí, dijo Pereira, pero los mártires españoles, los religiosos asesinados… El padre António permaneció unos instantes en silencio y luego dijo: Quizá sean mártires, pero de todas formas era gente que conspiraba contra la república y, mira, la república además era constitucional, había sido votada por el pueblo, Franco dio un golpe de Estado, es un bandido. ¿Y Bernanos?, preguntó Pereira, ¿qué tiene que ver Bernanos con todo esto?, él también es un escritor católico. Él es el único que conoce España de verdad, dijo el padre António, desde el treinta y cuatro hasta el año pasado estuvo en España, ha escrito sobre las masacres franquistas, el Vaticano no puede soportarlo porque es un verdadero testigo. Sabe, padre António, dijo Pereira, he pensado en publicar en la página cultural del
Lisboa
uno o dos capítulos del
Journal d'un curé de campagne
, ¿qué le parece la idea? Me parece una idea magnífica, respondió el padre António, pero no sé si te lo dejarán publicar, Bernanos no es muy querido en este país, no ha escrito cosas muy agradables sobre el batallón Viriato, el contingente militar portugués que ha ido a España a combatir junto a Franco, y ahora tendrás que disculparme, Pereira, pero tengo que marcharme al hospital, mis enfermos me esperan.
Pereira se levantó y se despidió. Hasta pronto, padre António, dijo, perdóneme si le he hecho perder todo este tiempo, la próxima vez vendré a confesarme. No tienes ninguna necesidad, replicó el padre António, primero procura cometer algún pecado y luego ven, no me hagas perder el tiempo inútilmente.
Pereira salió y ascendió fatigosamente por la Rua da Impresa Nacional. Cuando llegó frente a la Iglesia de San Mamede se sentó en un banco de la pequeña plaza. Se hizo la señal de la cruz ante la iglesia, estiró las piernas y se puso a tomar el fresco. Se hubiera bebido una limonada y precisamente allí cerca había un café. Pero se contuvo. Se limitó a reposar a la sombra, se quitó los zapatos y dejó que el aire le refrescara los pies. Después se dirigió con lentitud hacia la redacción pensando en sus recuerdos. Sostiene Pereira que pensó en su infancia, una infancia transcurrida en Póvoa do Varzim, con sus abuelos, una infancia feliz, o que por lo menos él consideraba feliz, pero de su infancia no quiere hablar, porque sostiene que no tiene nada que ver con esta historia y con aquel día de finales de agosto en que el verano estaba acabando y él se sentía tan confuso.
En la escalera se encontró con la portera, quien le saludó cordialmente y le dijo: Buenos días, señor Pereira, no hay correo para usted esta mañana y tampoco llamadas telefónicas. ¿Llamadas?, preguntó Pereira sorprendido, ¿ha entrado en la redacción? No, dijo Celeste con expresión triunfante, pero esta mañana han venido los empleados de teléfonos acompañados por un comisario, han conectado su teléfono con la portería, han dicho que si no hay nadie en redacción lo mejor es que alguien reciba las llamadas, dicen que soy una persona de confianza. Usted es una persona de absoluta confianza para esa gente, hubiera deseado responder Pereira, pero no dijo nada. Sólo preguntó: ¿Y si tengo que telefonear? Tiene que pasar por la centralita, respondió Celeste con satisfacción, y ahora su centralita soy yo, tiene que pedirme los números a mí, yo hubiera preferido que no fuera así, señor Pereira, trabajo toda la mañana y tengo que preparar la comida para cuatro personas, porque tengo cuatro bocas que alimentar, y aparte de los hijos, que se contentan con lo que sea, tengo un marido muy exigente, cuando vuelve de comisaría, a las dos de la tarde, tiene un hambre de lobo y es muy exigente. Se nota por el olor a frito que flota por la escalera, respondió Pereira, y no dijo nada más. Entró en la redacción, descolgó el auricular del teléfono y sacó del bolsillo el papel que le había entregado Marta la noche anterior. Era un artículo escrito a mano, con tinta azul, en cuya parte superior estaba escrito: Efemérides. Decía: «Hace ocho años, en 1930, moría en Moscú el gran poeta Vladímir Maiakovski. Se suicidó de un disparo, por desengaños amorosos. Era hijo de un inspector forestal. Tras haberse inscrito jovencísimo en el Partido Bolchevique, sufrió tres arrestos y fue torturado por la policía zarista. Gran propagandista de la Rusia revolucionaria, formó parte del futurismo ruso, que se diferencia políticamente del futurismo italiano, y emprendió una gira por su país a bordo de una locomotora, recitando por los pueblos sus versos revolucionarios. Suscitó el entusiasmo del pueblo. Fue artista, dibujante, poeta y hombre de teatro. Su obra no ha sido traducida al portugués, pero puede comprarse en francés en la librería de Rua do Ouro de Lisboa. Fue amigo del gran cineasta Eisenstein, con quien colaboró en varias películas. Nos dejó una vastísima obra en prosa, poesía y teatro. Conmemoramos aquí al gran demócrata y al ferviente antizarista.»
Pereira, aunque no hacía demasiado calor, sintió una capa de sudor cubriéndole el cuello. Hubiera querido tirar aquel artículo a la papelera, porque era demasiado estúpido. En cambio, abrió la carpeta de «Necrológicas» y lo guardó allí. Después se puso la chaqueta y pensó que era la hora de regresar a su casa, sostiene.
Aquel sábado apareció en el
Lisboa
la traducción de
La última lección
de Alphonse Daudet. La censura había dejado pasar tranquilamente el cuento, y Pereira sostiene que pensó que en el fondo podía escribirse «Viva Francia» y que el doctor Cardoso no tenía razón. Tampoco esta vez firmó Pereira la traducción. Sostiene que lo hizo porque no le parecía correcto que el director de la página cultural firmase la traducción de un relato, hubiera dejado entrever a todos los lectores que en el fondo la página la hacía él solo, y eso le molestaba. Fue una cuestión de orgullo, sostiene.
Pereira leyó el relato con gran satisfacción, eran las diez de la mañana, era domingo, y él estaba ya en la redacción porque se había levantado muy temprano, había empezado a traducir el primer capítulo del
Journal d'un curé de campagne
de Bernanos y estaba trabajando a buen ritmo. En aquel momento sonó el teléfono. Pereira solía tenerlo descolgado, porque desde que estaba conectado con la portera detestaba que le pasaran las llamadas, pero aquella mañana se había olvidado de descolgarlo. ¿Oiga?, señor Pereira, dijo la voz de Celeste, tiene una llamada, preguntan por usted de la clínica talasopírica de Parede. Talasoterápica, corrigió Pereira. Bueno, bueno, algo así, dijo la voz de Celeste, ¿quiere que le pase la comunicación o tengo que decir que no está? Pásemela, dijo Pereira. Oyó el clic de un conmutador y una voz dijo: ¿Oiga?, soy el doctor Cardoso, quisiera hablar con el señor Pereira. Soy yo, respondió Pereira, buenos días, doctor Cardoso, me alegro de oírle. El gusto es mío, dijo el doctor Cardoso, ¿cómo está, señor Pereira, sigue usted mi dieta? Hago todo lo posible, admitió Pereira, hago todo lo posible pero no es fácil. Escuche, señor Pereira, dijo el doctor Cardoso, estoy a punto de tomar un tren para Lisboa, leí ayer el cuento de Daudet, es verdaderamente magnífico, me gustaría hablar de ello con usted, ¿qué le parece si nos vemos para el almuerzo? ¿Conoce el Café Orquídea?, preguntó Pereira, está en la Rua Alexandre Herculano, pasada la carnicería judía. Lo conozco, dijo el doctor Cardoso, ¿a qué hora, señor Pereira? A la una, si le parece bien. Perfecto, respondió el doctor Cardoso, a la una, hasta luego. Pereira estaba seguro de que Celeste había escuchado toda la conversación, pero no le importó en exceso, no había dicho nada por lo que tuviera que estar atemorizado. Continuó traduciendo el primer capítulo de la novela de Bernanos y esta vez dejó el teléfono descolgado, sostiene. Trabajó hasta la una menos cuarto, se puso la chaqueta, se metió la corbata en el bolsillo y salió.
Cuando entró en el Café Orquídea el doctor Cardoso todavía no había llegado. Pereira hizo que les prepararan la mesa cercana al ventilador y se sentó. Pidió como aperitivo una limonada, porque tenía sed, pero sin azúcar. Cuando el camarero volvió con la limonada Pereira le preguntó: ¿Qué noticias hay, Manuel? Noticias contradictorias, respondió el camarero, parece que ahora hay cierto equilibrio en España, los nacionales han conquistado el norte, pero los republicanos vencen en el centro, parece que la decimoquinta brigada internacional se ha comportado valerosamente en Zaragoza, el centro está en manos de la república y los italianos que apoyan a Franco están actuando de manera vergonzosa. ¿A favor de quién está usted, Manuel? A veces de unos, a veces de los otros, respondió el camarero, porque los dos bandos son fuertes, pero esa historia de nuestros chicos de la Viriato que han ido a combatir contra los republicanos no me gusta, en el fondo nosotros también somos una república, expulsamos al rey en mil novecientos diez, no veo por qué motivo se combate contra una república. Exacto, aprobó Pereira.
En ese momento entró el doctor Cardoso. Pereira lo había visto siempre con una bata blanca, y al verlo así, vestido normalmente, le pareció más joven, sostiene. El doctor Cardoso llevaba una camisa de rayas y una chaqueta clara y parecía un poco acalorado. El doctor Cardoso le sonrió y Pereira le devolvió la sonrisa. Se estrecharon las manos y el doctor Cardoso se sentó. Formidable, señor Pereira, dijo el doctor Cardoso, formidable, es verdaderamente un cuento bellísimo, no creía que Daudet tuviera tanta fuerza, he venido para felicitarle, lástima que no haya firmado usted la traducción, hubiera deseado ver su nombre entre paréntesis bajo el cuento. Pereira le explicó pacientemente que lo había hecho por humildad, o mejor, por orgullo, porque no quería que los lectores descubrieran que toda aquella página la escribía él, que era su director, quería causar la impresión de que el periódico contaba con otros colaboradores, que era un periódico como Dios manda, en resumen: lo había hecho por el
Lisboa
.
Pidieron dos ensaladas de pescado. Pereira hubiera preferido una
omelette
a las finas hierbas, pero no tuvo el valor de pedirla delante del doctor Cardoso. Quizá su nuevo yo hegemónico ha ganado algunos puntos, murmuró el doctor Cardoso. ¿En qué sentido?, preguntó Pereira. En el sentido de que ha podido usted escribir «Viva Francia», dijo el doctor Cardoso, aunque haya sido por persona interpuesta. Ha sido una satisfacción, admitió Pereira, y luego, fingiendo estar informado, continuó: ¿Sabe usted que la decimoquinta brigada internacional lleva las de ganar en el centro de España?, parece que se ha comportado heroicamente en Zaragoza. No se haga demasiadas ilusiones, señor Pereira, replicó el doctor Cardoso, Mussolini ha enviado varios submarinos a Franco y los alemanes le apoyan con la aviación, los republicanos no lo conseguirán. Pero los soviéticos están con ellos, objetó Pereira, las brigadas internacionales, todos los pueblos que han confluido en España para ayudar a los republicanos… Yo no me haría demasiadas ilusiones, repitió el doctor Cardoso, quería decirle que he llegado a un acuerdo con la clínica de Saint-Malo, partiré dentro de quince días. No me deje, doctor Cardoso, hubiera querido decir Pereira, se lo ruego, no me deje. Pero en cambio dijo: No nos deje, doctor Cardoso, no abandone a nuestra gente, este país necesita a personas como usted. Por desgracia, la verdad es que no las necesita, respondió el doctor Cardoso, o por lo menos yo no necesito a este país, creo que será mejor que me vaya a Francia antes del desastre. ¿El desastre?, preguntó Pereira, ¿qué desastre? No lo sé, respondió el doctor Cardoso, espero algún desastre, un desastre general, pero no quiero preocuparle, señor Pereira, quizá esté usted elaborando su nuevo yo hegemónico y necesita tranquilidad, mientras tanto yo me marcho, por cierto, ¿cómo están sus chicos?, los chicos que ha conocido y que colaboran en su periódico. Sólo uno de ellos colabora conmigo, respondió Pereira, pero todavía no me ha hecho ni un artículo que sea publicable, imagínese, ayer me mandó uno sobre Maiakovski en el que conmemoraba la revolución soviética, no sé por qué continúo dándole dinero por artículos impublicables, tal vez porque tiene problemas, de eso estoy seguro, y esa chica que sale con él también, y yo soy su único punto de referencia. Usted los está ayudando, dijo el doctor Cardoso, ya me doy cuenta de ello, pero menos de lo que desearía hacer efectivamente, quizá si su nuevo yo hegemónico consigue asomar la cabeza, hará algo más, señor Pereira, perdóneme si soy demasiado sincero. Mire usted, doctor Cardoso, dijo Pereira, contraté a ese chico para hacer necrológicas anticipadas y efemérides, sólo me ha mandado artículos delirantes y revolucionarios, como si no supiera en qué país vivimos, le he dado siempre dinero de mi bolsillo, para que no fuera una carga para el periódico y porque era mejor no implicar al director, le he protegido, he escondido a su primo, que me parece un pobre hombre y que combate en las brigadas internacionales en España, ahora sigo enviándole dinero y él vaga por el Alentejo, ¿qué más puedo hacer? Podría reunirse con él, respondió con simplicidad el doctor Cardoso. ¿Reunirme con él?, exclamó Pereira, ¿seguirle por el Alentejo en sus desplazamientos clandestinos?, y además, ¿dónde reunirme con él, si ni siquiera sé dónde vive? Sin duda lo sabrá su novia, dijo el doctor Cardoso, estoy convencido de que su novia lo sabe pero no se lo dice porque no confía plenamente en usted, señor Pereira, pero usted tal vez podría ganarse su confianza, presentarse menos reservado, tiene usted un fuerte superego, señor Pereira, y ese superego está combatiendo con su nuevo yo hegemónico, está usted en conflicto consigo mismo en esa batalla que se está desarrollando en su alma, tendría que abandonar a su superego, tendría que dejar que se fuera a su destino como si fuera un desecho. ¿Y qué quedaría de mí?, preguntó Pereira, yo soy lo que soy, con mis recuerdos, con mi vida pasada, la memoria de Coimbra y de mi mujer, una vida transcurrida como cronista de un gran periódico, ¿qué quedaría de mí? La elaboración del luto, dijo el doctor Cardoso, es una expresión freudiana, perdóneme, soy sincrético, y he pescado un poco de aquí, otro poco de allá, pero usted necesita elaborar el luto, necesita decir adiós a su vida pasada, necesita vivir en el presente, un hombre no puede vivir como usted, señor Pereira, pensando sólo en el pasado. ¿Y mis recuerdos?, preguntó Pereira, ¿y todo lo que he vivido? Serían tan sólo memoria, respondió el doctor Cardoso, y no invadirían de forma tan avasalladora su presente, usted vive proyectado en el pasado, usted está aquí como si estuviera en Coimbra hace treinta años y su mujer estuviera viva todavía, si continúa así acabará convirtiéndose en una especie de fetichista de sus recuerdos, quizá se pondrá a hablar con la fotografía de su esposa. Pereira se limpió la boca con la servilleta, bajó el tono de voz y dijo: Ya lo hago, doctor Cardoso. El doctor Cardoso sonrió. Vi el retrato de su esposa en la habitación de la clínica, dijo y pensé: Este hombre habla mentalmente con el retrato de su mujer, todavía no ha elaborado el luto, es eso justamente lo que pensé, señor Pereira. En realidad, no hablo mentalmente con él, añadió Pereira, le hablo en voz alta, le cuento todas mis cosas, y es como si el retrato me contestase. Son fantasías dictadas por su superego, dijo el doctor Cardoso, tendría que hablar con alguien de todas estas cosas. Pero no tengo a nadie con quien hablar, confesó Pereira, estoy solo, tengo un amigo que es profesor de la Universidad de Coimbra, fui a encontrarme con él a las termas de Buçaco y me marché al día siguiente porque no lo soportaba, los profesores de universidad están todos a favor de la actual situación política y él no es una excepción, y está también mi director, pero participa en todos los actos oficiales con el brazo tendido como una jabalina, imagínese si puedo hablar con él, y después está la portera de la redacción, Celeste, es una confidente de la policía, y ahora me hace de centralita, y estaría además Monteiro Rossi, pero se halla en la clandestinidad. ¿Monteiro Rossi es el chico al que ha conocido?, preguntó el doctor Cardoso. Es mi ayudante, respondió Pereira, el joven que me escribe los artículos que no puedo publicar. Pues búsquelo, replicó el doctor Cardoso, como ya le he dicho antes, búsquelo, señor Pereira, él es joven, es el futuro, usted necesita tratar con un joven, aunque escriba artículos que no pueden publicarse en su periódico, deje ya de frecuentar el pasado, frecuente el futuro. ¡Qué expresión más hermosa!, dijo Pereira, frecuentar el futuro, qué expresión más hermosa, no se me habría ocurrido nunca. Pereira pidió una limonada sin azúcar y continuó: Por último, queda usted, doctor Cardoso, con quien me gusta mucho hablar y con quien hablaría gustosamente en el futuro, pero usted me deja, usted me deja, me deja aquí con mi soledad, y no tengo a nadie más que el retrato de mi esposa, ¿comprende? El doctor Cardoso se bebió el café que Manuel le había llevado. Puedo hablar con usted en Saint-Malo si viene a verme, señor Pereira, dijo el doctor Cardoso, ¿quién ha dicho que este país está hecho para usted?, y además está lleno de recuerdos, intente tirar por el desagüe su superego y déle espacio a su nuevo yo hegemónico, tal vez podamos vernos en otras ocasiones y usted sea ya un hombre distinto.