Sonidos del corazon (12 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Sonidos del corazon
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—Éste te gustará. —Fue su modo de decirle hola—. Cuando lo termine te lo paso.

Juanjo se sentó en una silla y ella se dio cuenta del detalle, así que le puso un punto a la novela y la cerró depositándola en su regazo.

—¿Todo bien?

—Mucho. Cada vez sonamos mejor.

—¿Alguna cinta que pueda escuchar?

—No.

—Vale.

—Oye… cuando cantabas en el grupo, ¿cuál era el rollo?

—¿Qué quieres decir?

—Papá siempre afirma que en un conjunto las chicas son complicadas.

—Así es.

—Suena un poco machista, ¿no?

—El rock es un mundo machista, y no digamos el hip-hop ahora.

—Ya, pero…

—Mira, en los años setenta y ochenta todas las bandas heavies cargaban su pequeña leyenda de folladores impenitentes y arrastraban una legión de chicas dispuestas a apaciguar sus ardores. Las
groupies
los coleccionaban y ellos las coleccionaban a ellas.

Había pocas chicas cantando, y las que había, en su mayoría, además, explotaban siempre su lado sexy, ropa, provocación… Claro que era un universo machista. ¿Cuántas veces te he dicho lo que tuve que soportar yo actuando por esos pueblos de España?

Ahora estoy un poco desconectada, pero hace años las mujeres escaseaban y en un grupo era como soltar una cabra entre una manada de leones hambrientos.

—¿Pasó algo así con vosotros?

—Tu padre y yo ya estábamos enrollados, así que no había mucho margen para nada.

Los demás lo sabían.

—Ya, pero nunca…

—Sí, claro. —Sonrió con sorna—. Uno de los deportes favoritos de los rockeros es tratar de quitarle la novia o la mujer al colega. Como un juego. ¡Sin mala intención! —

Alzó las dos manos un momento—. También se compartían chicas. Mira los Stones.

Mick, Brian y Keith se pasaron por la piedra a la misma y la hicieron famosa. Tontear, me tontearon muchos. Y vacilar también. Un teclista que tuvimos una vez fue el único que lo intentó a las claras conmigo.

—¿Y?

—Tu padre le corrió a gorrazos.

—O sea ¿que te sentías protegida por él?

—Por supuesto. Además, el grupo era nuestro. Mandaba él y yo era su mujer. A mí nunca se me ocurrió tontear con nadie. Estaba muy enamorada y pasamos por muchas cosas antes de que nos hicieran caso y triunfáramos lo justo para poder grabar, seguir, vivir de la música… No nos rendimos nunca.

—Pero papá nunca fue un santo.

—Juanjo…

—Vale, vale.

—Tú no estabas allí. Yo sí. Y hay cosas de las que no vale la pena hablar, ¿de acuerdo?

—Sí.

—¿A qué ha venido este interrogatorio?

—A nada. —Se encogió de hombros.

—¿Es por tu batería?

Era su madre. Y encima conocía de sobras los entresijos del mundillo. Una veterana.

—No —mintió mal.

—¿A quién le pone ojitos, a Cristian o a ti?

—Que no es eso —insistió.

—Preséntamela.

—¡Mamá!

Le salvó la campana. Su padre apareció en ese momento en la sala. No preguntó si interrumpía algo o no. Hizo entrechocar las manos y le palmeó la espalda.

—He oído tu voz.

—Acabo de llegar.

—Te estaba esperando. —El hombre mostraba una radiante felicidad—. Tengo buenas noticias para ti.

—Ah, ¿sí?

—¿Te interesa un bolo?

Juanjo sostuvo el brillo de su mirada. Cuando sonreía, su padre parecía mayor, porque entonces los ojos se le hacían más pequeños y el castigo de una vida de excesos se los distorsionaba y envejecía.

—Ya llevas tocando con tu grupo un tiempo, ¿no?

—Pero ensayar, lo que se dice ensayar a fondo…

—No tenéis que dar un concierto de dos horas, solo dos o tres pases de cuarenta y cinco minutos. Con un puñado de temas que puedas alargar con tus solos…

—Papá, ni siquiera tenemos nombre.

—¿Te interesa o no? —Se puso serio.

Le interesaba, y lo sabía.

—El directo… —comenzó a decir el hombre.

—Sí, ya, el directo es la vida, donde se forjan los verdaderos músicos —le cortó—.

Déjame que hable con ellos. No es una decisión que pueda tomar yo solo.

—Pues yo ya he dicho que sí.

—¡Papá!

—¿Qué? Pensé que darías saltos de alegría.

—Vale, pero no te metas ni quieras hacer de mánager. No es lo tuyo.

—Ya sé que soy un desastre para los números y eso de organizar cosas —admitió sin problemas—. Pero le hablé de ti a un colega y él ha hecho una llamada y… Es en un pueblo, aquí cerca. Inauguran una discoteca, no tienen mucho dinero, esperan a ver qué pasa y quieren un poco de música en vivo, nada más.

—Algo testimonial, vaya.

—Tú pasa. Haced lo vuestro y punto. Os dan seiscientos euros y con eso encima os pagáis gasolina, cena… Una miseria, pero sirve para calentar motores y foguearse. En peores nos vimos tu madre y yo.

—¿Y qué hacemos si nos falta repertorio?

—Algún clásico del rock nunca está de más y siempre funciona. Es una fiesta y de eso se trata, de pasarla bien, no de hacer blues precisamente. Tú y yo hemos tocado muchas veces esas canciones. Estoy seguro de que Cristian y esa chica lo pillarán enseguida.

—Los llamaré.

—Bien —dio por terminada su parte.

Juanjo no le dejó escapar.

—Otra cosa: tú no vienes.

—¡Coño, Juanjo! —Se sintió realmente atravesado por la herida.

—Papá…

—¿Por qué no puedo ir? ¡No diré nada, me quedaré en un rincón!

—Me pones nervioso —dijo sin ambages.

—¿Que yo…?

—Agustín… —desgranó su mujer.

—¡Pero si ya he dicho que seré una tumba!

—Déjale que vuele solo, ¿quieres? ¡Hasta a mí me ponías nerviosa cuando actuábamos!

—¿Yo?

Puso una cara de lo más ridícula y afectada.

Ella se echó a reír.

—¡Vale, soy un puntilloso y siempre he de dar mi opinión, pero es que la música… y a fin de cuentas la experiencia y los galones…!

Su esposa se puso en pie.

—Es hora de cenar —dijo mientras le cogía las dos mejillas con una mano, entreabriéndole los labios, y se los besaba fugazmente para hacerle callar.

Capítulo 22

Desde la separación, su padre vivía en un pequeño apartamento alquilado, no muy grande, en el que la mitad de las cosas todavía parecían buscar su espacio. La mujer de la limpieza se encargaba de eso, de limpiar. El resto era cosa suya, y desde luego no estaba mucho por la labor.

—¡Valeria!

La abrazó con tanta fuerza que la aplastó contra su pecho.

Y ella cerró los ojos y se rindió.

No podía luchar contra los sentimientos, por amargos o resentidos que fueran y duras hubieran sido las cosas por el camino, hasta llegar a la situación actual.

Volviendo a la calma, a la normalidad.

Algo difícil.

—Vamos, pasa. —La empujó suavemente en dirección a la sala.

Quizá para que no viera el desarreglo de su habitación.

—Ya te dije que no disponía de mucho tiempo. Entre la escuela, el conservatorio…

—¿Quieres beber algo?

No era una visita. Era su hija. Pero se sintió fatal.

Extraña.

—Bueno. —Comprendió que tenía la garganta seca.

El hombre desapareció. Desde la sala, Valeria escuchó el sonido de la puerta de la nevera al abrirse y cerrarse, el tintineo de unos vasos, el ruido de un abridor. Cuando reapareció llevaba en las manos una bandejita con una Coca-Cola medio vacía y dos vasos medio llenos. La depositó en una mesita, entre las dos butacas de Ikea.

Un futuro que empezaba improvisadamente.

Todo prefabricado.

Casi eventual.

Quería saber por qué su padre deseaba hablar con ella, pero no se atrevió a preguntárselo a bocajarro, acelerada. Lo malo era que tampoco sabía qué decir.

—¿Qué tal el trabajo?

—Bien.

—¿Ningún problema?

—No. ¿Y tú?

—Bien, bien.

—La escuela, el conservatorio…

—Lo normal.

Fin. Habían repasado sus vidas y se habían puesto al día.

Valeria alargó la mano y tomó uno de los vasos. La Coca-Cola le refrescó la garganta y las burbujas le picotearon la nariz. Su padre no la imitó. Parecía enfrascado en mirarla, como si llevaran tiempo sin verse. Había en él un deje de orgullo sazonado con la tristeza de saber que se estaba perdiendo una parte de su vida.

Era la segunda vez que ella estaba allí.

—Esto está muy acabado. —Logró encontrar otro tema de conversación—. Ya no parece provisional.

—No, no lo es. Está bien.

—¿Así que ya no buscarás más?

—Hay tres habitaciones. La tuya, por si quieres quedarte a dormir algún día, ha quedado muy bien. Luego te la enseño.

Durante toda su vida su padre había sido su padre, en cualquiera de los sentidos, aunque en su casa fuera más sargento su madre que él. Las peleas, los gritos, el caos de los meses finales, marcaron abismos difícilmente superables. Lo peor de una disputa era siempre lo que se decía en un momento dado, de crispación, paroxismo o necesidad de estallar. Incluso de hacer daño a la otra persona, cruel y deliberadamente. Por lo general eran cosas muy duras, muy fuertes, ocultas en lo más hondo de uno mismo. Cosas que nunca habrían salido a flote sin mediar la pérdida de toda contención. Las peleas de sus padres la habían sumido en una tristeza de la que solo con la separación pudo escapar.

Pero a veces los oía, en su mente.

¿Cómo era posible que dos personas que se habían amado llegaran con los años al extremo opuesto?

Todo aquel odio…

Se estremeció.

—¿Tienes frío? ¿Bajo un poco el aire acondicionado?

—No, no.

Ella solía hablar mucho con su padre. Más que con su madre. Pero ahora el «malo»

era él. Las acusaciones que se habían vertido el uno al otro fueron muy claras. El hombre que busca fuera lo que no tiene en casa. La mujer que de pronto ha perdido las ilusiones.

¿Qué más daba?

Salvo por el hecho de que se sentía extraña estando allí.

Sin saber muy bien por qué pensó en Juanjo.

—Papá…

—¿Sí?

—¿Alguna vez has descubierto de pronto algo inesperado que te ha cambiado la vida?

—Muchas veces.

—¿Muchas?

—Bueno, dos, tres… algunas.

—¿Y qué has hecho?

—Seguir mi instinto.

—¿Sin pensarlo? ¿Y si el instinto te dice una cosa y la razón otra?

—El instinto te da libertad, la razón te impone cordura y te frena. A la razón la domina el miedo y la amparan las normas, el convencionalismo… A tu edad siempre es mejor lo primero. El instinto es algo puro, innato.

Valeria lo meditó.

—¿Vas a decirme a qué viene esto? —soslayó su padre.

—Aún no lo sé.

—¿Algún chico?

—¡No! —Se puso roja.

—Entonces es tu madre.

Ya no era Natacha. Era «su» madre.

—Es el violín —dijo Valeria.

—¿Algún problema con tus estudios en el conservatorio?

—Violín siempre se asocia a música clásica, ¿verdad?

—O no. Es indispensable en la música celta, por ejemplo, y también esas fiestas camperas del Medio Oeste que se ven en las películas norteamericanas. Y en Hungría, y…

—Me han ofrecido tocar en un grupo.

—¿Un grupo de qué?

—De rock.

Su padre alzó las dos cejas.

—¡Ahí va! —No ocultó su sorpresa—. Genial, ¿no?

—Ah, ¿sí? —Se sorprendió todavía más ella por su reacción.

—Es una buena escuela.

—Eres increíble.

—¿Por qué?

—Creí que me dirías que estaba loca, que para eso no hacía falta estudiar en el conservatorio, que, si ya no tengo horas para todo, si encima hago más cosas…

—Estudiar siempre es bueno. Hagas lo que hagas después. Aunque lo de las horas es cierto. No sé cómo te lo haces.

—Era peor cuando estaba en la ESO, papá. A pesar de las convalidaciones. En cuanto acabe el bachillerato…

Los estudios en el conservatorio duraban seis años. La última remodelación del Ministerio de Educación, Política Social y Deporte permitía que se convalidaran asignaturas de ESO y bachillerato que compartían el setenta y cinco por ciento del temario con los conservatorios. Una medida decisiva para que el tercio de los chicos y las chicas que abandonaba el estudio de la música por falta de tiempo antes de acabar la carrera pudiera continuar con su sueño. Estudiar, deberes, tocar, practicar, no olvidar que solo se es adolescente una vez…

Tocar era una gimnasia diaria, pero cultivarse, no olvidar la cultura, era esencial, porque eso se unía al diseño de la personalidad propia de cada cual. Carácter y técnica iban de la mano para ser un buen músico.

—¿Se trata de un grupo conocido? —preguntó su padre.

—No, es un trío y acaban de empezar. Pero toqué con ellos y fue… espectacular. El guitarra quiere que me una.

—¿Lo has hablado con tu madre?

—No.

—Lo imaginaba. —Plegó los labios completando el cuadro—. No creo que a su mentalidad rusa y académica le cuadre algo como lo que acabas de decirme.

—Ella no se mete contigo desde que te fuiste —le previno.

—Ni yo con ella. Pero es lo que hay. Tú dile que vas a tocar… rock y verás.

—Es una experiencia.

—Por supuesto que lo es.

Valeria ya no dijo nada más. Lo más probable era que, si él la apoyaba, ella estuviese en contra. Y en aquel caso, aunque él no la apoyase, lo mismo. Para su madre la música solo alcanzaba la excelencia con el rigor y el sentido épico del clasicismo. Por más que tuviese libertad, pudiera llegar tarde a casa, irse de marcha los viernes o sábados por la noche si le apetecía o tenía plan, aquello era distinto.

Demasiado distinto.

No quiso seguir hablando del tema, porque cada vez que lo hacía se exploraba a sí misma e inevitablemente, al final del camino, aparecía Juanjo.

Eso la turbaba.

—¿Qué querías contarme? —le preguntó a su padre.

—¡Oh!

Le hizo reaccionar.

El hombre se quedó serio.

—¿Sucede algo? —inquirió al ver que no arrancaba.

—Estoy saliendo con una persona.

Después de todo era lo esperado.

Pero le costó asimilarlo.

—¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Sí.

—¿Y bien?

—Es lógico, ¿no?

—Quiero que sepas que no estaba cuando tu madre y yo…

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