Sonidos del corazon (4 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Sonidos del corazon
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—Este tío es genial —dijo Amalia.

—Tú y tu gran corazón de oro —se burló Cristian.

—Tú y tu gran escepticismo —le endilgó ella.

—Vamos a descargar la camioneta —propuso Juanjo—. Esto está más alejado que la Luna de la Tierra. Como se la lleven nos quedamos sin instrumentos y encima nos tocará pagarla.

Regresaron a la puerta principal y entonces recordaron que estaba cerrada. Juanjo fue el que hizo el camino a la inversa, para pedirle a Lester la llave. Se lo encontró en la escalerita, bajando ya con ellas. Dos para cada uno. Le habría gustado ver el habitáculo del dueño de los locales, por curiosidad. No se imaginaba su estilo de vida. Su padre, si no fuera por su madre, hubiera vivido como un cerdo. Salvo las guitarras, que cuidaba, mimaba y amaba más que a su propia existencia, el resto le daba igual. Lester parecía una mala copia de él.

—Puerta principal, candada. —Le indicó cuál era cada una.

Juanjo se dispuso a regresar.

—Oye, ¿tenéis nombre? —le preguntó el rockero.

—No, todavía no.

—Vale.

Eso fue todo. Llegó a la puerta y les dio las llaves respectivas a los dos. Salieron, abrieron la camioneta y descargaron los instrumentos: las tres guitarras y el piano eléctrico de Juanjo, el bajo de Cristian y la batería de Amalia, además de los bafles, los micrófonos, el ecualizador, el grabador… Hicieron varios viajes antes de cerrar la camioneta y la puerta principal y recluirse en su espacio.

Allí debían encontrar su camino.

Sin decir nada comenzaron a montar el equipo.

Unos minutos después fue Amalia la que, una vez más, rompió el silencio.

—Parece uno de esos viejos rockeros, ¿verdad?

—Es —Cristian subrayó la palabra enfatizándola— uno de esos viejos rockeros.

—Lo que habrá vivido —suspiró ella.

—Eso seguro.

—Jo, lo que me gustaría hablar con él.

—Tú vigila porque te ha echado un par de buenas miradas, ¿vale?

Amalia miró a Cristian con rabia.

—No todo el mundo tiene tus fijaciones —protestó.

—A mí… —El bajista se encogió de hombros.

Luego se sentó con su instrumento entre las manos y se puso a tocarlo sin conectarlo a ningún altavoz.

—Tu padre es igual, ¿no? —Amalia se dirigió a Juanjo.

—No. —Plegó los labios después de pensárselo un par de segundos.

—Nunca quieres hablar de él —suspiró la batería.

—¿Qué quieres que te cuente? —Juanjo se detuvo—. ¿Sabéis algo de vuestros padres?

—No —repuso Amalia.

—Pues ya está —continuó instalando su micrófono.

—Pero no es lo mismo —insistió la chica—. Mi padre es un simple mecánico y el de éste trabaja en una oficina. ¿Qué quieres?

—Candidato a una prejubilación anticipada a los cincuenta, como dicta la ley —dijo Cristian, con voz severa.

—¿Ya está tu batería? —preguntó Juanjo a su compañera.

—Casi.

—Venga, vamos a ver qué tal sonamos aquí dentro —propuso el cantante, guitarrista y líder del grupo.

Capítulo 7

El período clásico —habló de forma lenta y pausada Roberta Martí— concluyó con el abandono de las estructuras formales que habían permanecido inamovibles durante años. Beethoven con su «Primavera», Mozart con su «Júpiter», abrieron nuevos caminos.

Apareció el Romanticismo, la búsqueda de la identidad individual, y, en paralelo, llegó el tiempo de los grandes cambios, como la Revolución francesa o la independencia norteamericana. Beethoven nació en 1770 y murió en 1827, pero a comienzos del siglo XIX y separados tan solo por diecisiete años, nacieron Chopin, Liszt, Schubert, Berlioz, Mendelssohn, Schumann y Wagner. Cada cual tuvo su estilo y renovó la música de su tiempo. Pero Beethoven los influyó a todos. Era un idealista que no deseaba formar parte de la rígida estructura social de la época, y empleó su hipersentido del trabajo, su sublime lucidez, para crear algunas de las obras más bellas de la historia.

—El primer rockero —comentó Juanjo.

—¿Cómo dices? —vaciló la profesora.

—Nada, perdone.

—No, lo que has dicho está bien, tiene sentido —consideró—. Él también rompió las convenciones y marcó una época. Hay un antes y un después de Beethoven. Hizo muchos avances básicos, por ejemplo en el campo del
lied
, la canción. Palabras y música nunca habían armonizado tanto. —Miró a sus alumnos y alumnas—. ¿Sabéis cuál era el instrumento por excelencia de ese tiempo?

—El piano —dijo una de las chicas.

—Exacto, el instrumento clave de los compositores románticos. Gracias a los progresos técnicos, como la aparición del hierro en el armazón del piano convencional, que le dio una nueva sonoridad, los compositores hallaron nuevas vías de expresión.

Los solos de piano se hicieron frecuentes en mitad de las obras. Posteriormente, los adelantos técnicos en la fabricación de los instrumentos de madera y metal permitieron una gama más amplia de posibilidades para los creadores de obras orquestales largas sin la necesidad de recurrir a la estructura sinfónica. El sonido se hizo más rico en matices. Con Beethoven, pues, arranca la música clásica que nos conduce hasta hoy. Una época de rebeldes.

Valeria deslizó una mirada en dirección a Juanjo.

Le sorprendió mirándola a ella.

—El Romanticismo se inició con la tesis de que nada era esencial en el rígido orden social del siglo XVIII —continuó Roberta Martí—. Por un lado estaba el ser humano y su talento creador, individual y único. Por el otro, la sociedad. Pero aquí intervinieron los nacionalismos que se hicieron muy fuertes en el desarrollo del siglo XIX. Los italianos, con Verdi a la cabeza, hacían una música a la mayor gloria de su patria. Y los franceses, aún más chovinistas, o los españoles con Falla, Granados y Albéniz. Pero donde más arraigó el nacionalismo fue en los países del este, con Rusia a la cabeza. La música «del pueblo» no tuvo importancia hasta que Rusia y otras naciones la descubrieron como filón. Glinka fue el primero que hizo una ópera rusa basada en la música popular. Así aparecieron Borodin, Rimsky-Korsakov y Mussorgsky, nacidos con poco más de diez años de diferencia. ¿Alguien sabe lo que compusieron estos genios?

—Rimsky-Korsakov hizo «Scheherazade» —dijo Valeria.

—Mussorgsky «Cuadros para una exposición» —habló Juanjo.

Todos le miraron.

—Bien, muy bien. —La profesora quedó sorprendida por los conocimientos del nuevo alumno—. Veo que has escuchado alguna versión de la obra.

—Emerson, Lake & Palmer hicieron una a comienzos de los años setenta del siglo pasado.

Roberta Martí parpadeó.

—¿Quién… has dicho?

—Eran un trío de rock progresivo. ¿Quiere que traiga el disco?

—Sería… interesante, sí. —Volvió a parpadear mientras se recuperaba.

Hubo algunas sonrisas.

—Tchaikovsky, en cambio, no se apuntó del todo al movimiento —retomó ella la palabra—. Smetana en Bohemia encontró su propio lenguaje musicopopular, Dvorak lo mismo. En Alemania, como eran tan condenadamente buenos, se preguntaron el porqué de su liderazgo. La mejor muestra del sentimiento germano la tenemos en Wagner.

Lástima que le gustara tanto al señor Hitler, porque no lo merecía.

—¿Los cambios también asustan en el mundo de la música? —preguntó otra de las chicas.

—Me temo que sí —concedió la profesora—. Hace miles de años, la primera música debió de ser la percusión, el ritmo, y la primera canción… vete tú a saber, un arrullo de una madre, un silbido del viento… Cuando fueron incorporándose elementos, una flauta hecha con una ramita agujereada, el primer sonido de una cuerda tensada… ¿Qué debieron de pensar? Sí, la gente siempre tiene miedo a los cambios, del tipo que sean. —

Miró a Juanjo—. Supongo que el rock hizo lo mismo: rompió las reglas. ¿Es así?

—Sí —respondió él.

—No domino el tema —sonrió con pesar—. Creo que me quedé en «Yesterday» de los Beatles.

Hubo algunas sonrisas.

Valeria y Juanjo volvieron a cruzar una mirada.

Y esta vez no apartaron los ojos.

Capítulo 8

No hacía falta disimular. Si salían juntos de la misma clase, y caminaban hasta la misma parada para coger también juntos el mismo autobús…

Juanjo se sabía el centro de atención de las amigas de Valeria.

Las tres lo observaban sin el menor recato.

Hablaban. Hablaban y reían. Cristian había dicho que en el conservatorio ellos serían unos listillos virtuosos, y ellas, estiradas y feas. Se equivocaba. Aparte de la magia y el hechizo de Valeria, sus compañeras también estaban muy bien. África tenía un pelo precioso y envolvente. Jara destilaba ternura. Dunia, siendo la más joven, parecía la mayor. Pero juntas, en plan
destroyer
, eran lo que eran: adolescentes salidas y dispuestas a todo. Se habría fijado en cualquiera de ellas de no ser porque Valeria era Valeria.

Salieron del conservatorio los cinco y ya en la calle se produjo la natural división.

África, Dunia y Jara por un lado, y ellos dos por el otro.

—¡Hasta la semana que viene!

—¡Chao!

—¡Ensaya, Jara!

—¡Mira quién habla!

—¡Hasta el lunes!

El coro enmudeció apenas un par de segundos. Mientras Valeria y Juanjo echaban a andar todavía escucharon unas risas fuertes a su espalda. Risas de frase-ocurrente-dicha-en-el-momento-oportuno-para-provocar-un-estallido-de-carcajadas.

—Son buenas tías. —Valeria quiso dejarlo claro.

—Sí, ya lo sé. —Juanjo sonrió.

—Les hablé de lo bueno que eras y están… impresionadas.

—¿Puedo preguntarte algo? —Desvió el sesgo de la conversación.

—Claro. —Valeria lo invitó a seguir.

—¿Haces algo más aparte de venir al conservatorio?

—Estudio —dijo con un tono de evidencia—. Aún no he acabado la escuela.

—Ya.

—¿Tú no estudias?

—No, ya no.

—¿Y eso?

—No me gusta estudiar. Lo que me enseñan me resbala. Todo me parece anticuado, del siglo pasado. Siempre he aprendido más leyendo que estudiando. Devoro libros.

—¿Qué clase de libros?

—Novelas, pero no le hago ascos a casi nada. ¿Has leído a Freud, o a Nietzsche o a…?

—No.

Media docena de pasos más. La parada ya estaba a la vista. Ni rastro de la anciana.

Tres hombres y dos mujeres aguardaban la aparición de sus respectivos autobuses.

—Debe de ser duro compatibilizarlo todo —repuso Juanjo.

—Es duro. Faltan horas. —Ella fue sincera—. Pero estudio con facilidad, por suerte.

No he de esforzarme demasiado para sacar buenas notas.

—¿Eres una empollona? —bromeó por primera vez.

—¡No! —Valeria le sacudió un manotazo.

—Buenas notas, violinista…

—Lo primero vale, lo segundo…

—¿Qué?

—Pues que no es fácil.

—Nada que tenga que ver con el arte lo es, por mucho que se tenga un don o lo que sea.

—A ti te sale de dentro. Yo he de aprenderlo. Tú eres músico. Quiero decir que ya lo eres, sin necesidad de mucho más. Yo, en cambio…

—¿Crees que no tengo dudas?

—¿Las tienes?

—Sí.

—No me lo creo. Cuando tocas eres la persona más segura del mundo. Cambias. Te transformas. Sabes perfectamente qué harás, cómo y cuándo.

—Sé qué haré, pero cómo y cuándo… no depende de mí. Tú, en cambio, harás la carrera y…

—¿Y qué? —lo detuvo—. No hay muchas salidas.

—Tendrás planes, sueños, lo que sea.

—Me gustaría tocar en una orquesta.

—¿Solo eso?

—¿Te parece poco? Primero, una orquesta. Después, ser primer violín. Solo de imaginármelo…

Llegaron a la parada y se apartaron un poco de las cinco personas que aguardaban allí. Otra más se acercaba en ese momento. Por allí circulaban tres líneas de autobús pero no daba la impresión de ser la más concurrida de las estaciones.

—Tú puede que toques el violín dentro de muchos años, pero yo no tengo ni idea de si seguiré en la música a los cincuenta o los sesenta. El rock, o como llamen a la música de mañana, es un mundo cambiante, rápido. Estrella hoy y olvido después, famoso hoy y dinosaurio en un abrir y cerrar de ojos. —Pensó una vez más en su padre—. Se paga un precio muy duro. Mira los grandes, Lennon, Presley o Jackson, y no hablemos ya de otros más pequeños.

—Entonces ¿para qué estudias piano?

—No quiero quedarme solo con la guitarra. Yo entiendo la música como un arte global. Siento la guitarra en mis manos, y es puro fuego, pero sentado ante un piano experimento algo muy distinto, una mezcla de paz y serenidad.

—Lo que tocaste el primer día no era precisamente una mezcla de paz y serenidad. —

Valeria abrió los ojos.

—Me sentí un poco… extraño. Iba a mi primera clase. No pensé que me pediría tocar algo. No sabía si impresionar a la profesora o decirle que no o… Bueno, fue lo que me salió. Suelo funcionar así, a base de instinto y prontos. Imagino que me puse un poco agresivo.

—Yo me quedé boquiabierta.

—No pretendía impresionar a nadie. Me gustaría aprender lo que no sé, eso es todo.

Ser autodidacta es bueno, pero si no tienes disciplina… —Se mordió el labio inferior sin saber si continuar o no, pero de alguna forma quería decírselo, quizá para que lo supiera, quizá sí para impresionarla, quizá porque su fama de ostra, de no compartir las cosas, le perseguía desde hacía tiempo—. Tengo un grupo y quiero hacer algo más que intentar grabar discos, actuar, pelear por un pedazo de la gran tarta y todo eso. Cuantos más instrumentos domine, mejor, más completo seré. Algún día me gustaría grabar un disco yo solo, como hizo Mike Oldfield.

—¿Quién?

—El de
Tubular bells
.

—No lo he oído.

—Bueno, eso fue en los años setenta.

Apareció su autobús. Dejaron de hablar para subir a él en compañía de uno de los hombres y una de las mujeres. Insertaron sus billetes en las máquinas y se colocaron en el mismo lugar de la primera vez, con ella apoyada en la pared del vehículo y él delante.

Valeria dejó su violín en el suelo, entre las piernas.

—¿Sabes mucho de música? —La chica mantuvo el hilo de la conversación.

—Me gustaría, pero no, no soy un empollón. Conozco canciones, artistas, algo de aquí y allá; sé qué me gusta y qué no… Ojalá conociera la historia, las raíces.

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