—El canto de un zorzal —respondió Bunlap con sombría satisfacción—. Un tipo de pájaro que nunca abandona el bosque para sobrevolar las praderas. ¡Parece que nuestro amigo elfo tiene menos sentido común que el pájaro al que imita!
Vhenlar escudriñó los árboles, pero no alcanzó a ver nada. Hizo un gesto para señalar a los elfos capturados en los campos del exterior.
—Si eres capaz de identificar el canto de ese pájaro, también lo podrán hacer ellos —señaló.
En opinión de Vhenlar, aquél era el punto débil del plan de Bunlap. Probablemente, los elfos esclavos sabían que servían de anzuelo para una emboscada. Si se hubiesen molestado en contar, habrían visto que había más hombres en el grupo de asalto que había destruido su hogar que el puñado de humanos que ahora los vigilaban, pero los elfos también conocían lo suficiente a sus secuestradores para darse cuenta de que ellos probablemente no sobrevivirían a un intento de rescate. Vhenlar no tenía ni idea de si los elfos intentarían lanzar un aviso a quien pudiera intentar rescatarlos o simplemente se quedarían quietos y confiarían en salir con vida.
De repente, una pálida saeta trazó un arco en lo alto del campo, seguida de dos más, y fueron a caer sobre los tres guardias que estaban ocupados en reducir a la joven elfa con más rudeza de la que era precisa. Exclamaciones de sorpresa y gritos de dolor llegaron por el aire hasta el granero mientras los vigilantes se ponían de pie y, dándose la vuelta, intentaban alcanzar las flechas que se habían incrustado entre las armas que llevaban colgadas del hombro.
—Justo fuera de su alcance, por encima del corazón —murmuró Vhenlar en tono de admiración, pues el despliegue de habilidad había sido asombroso. Pero más notorio incluso era el ángulo desde el que se habían lanzado las flechas. En un fuego cruzado bajo habría sido imposible que alcanzaran a los hombres. Para hacerlo, tenían que apuntar hacia arriba con poco ángulo y confiar en que las saetas cayeran en el punto preciso.
Antes de que tuviera tiempo de admirar aquella puntería, el propósito de los elfos invisibles se hizo patente. La doncella elfa, súbitamente libre, agarró una maza de mano del cinto de uno de los hombres distraídos y de un mazazo rompió en dos la cadena que la mantenía atada. De inmediato, una segunda andanada de flechas salió disparada del bosque y se incrustó en las gargantas de sus martirizadores. La niña esquivó como pudo los cuerpos que caían y salió corriendo como un gamo hacia los árboles.
Instintivamente, Vhenlar dejó caer el arco elfo y apuntó con el arco que tenía ya cargado, pero antes de que pudiese derribar a la doncella elfa, Bunlap lo cogió por la muñeca.
—¡Estás loco! ¡Vas a delatar nuestra posición!
—¿Y ella no? —replicó Vhenlar.
Por una vez, Bunlap no tuvo argumentos para rebatirlo. Soltó la muñeca del arquero y asintió con pesadumbre.
Vhenlar estiró la cuerda del arco y, acto seguido, soltó la flecha que salió disparada en dirección a la chica que huía. Aunque estaba a punto de sobrepasar el punto donde no podría darle alcance, supo al momento que el tiro era certero.
Pero mientras la flecha todavía descendía rumbo a la espalda de la doncella elfa, un disparo de respuesta apareció desde el borde de la arboleda. Se sucedió un súbito estallido, claramente visible en contraste con la oscuridad del bosque, cuando la punta de acero de la saeta de Vhenlar topó contra una punta de piedra. Las dos flechas cayeron inermes al suelo, y la joven elfa desapareció entre los árboles.
—Por la sangre oscura de Bane —maldijo el arquero en tono reverencial. Si no lo hubiese visto con sus propios ojos no habría creído posible que un ser mortal fuese capaz de disparar con tanta precisión como para alcanzar una flecha en pleno vuelo.
Bunlap parecía opinar lo mismo, porque se separó de la ventana abierta y, haciendo bocina con las manos, gritó instrucciones a los hombres que había abajo. Los guardias desataron a los elfos prisioneros y, sujetándolos como si fueran escudos, empezaron a arrastrarlos de espaldas rumbo al granero.
—Hará falta mucha suerte —musitó Vhenlar—. Los elfos son pequeños; todavía queda mucha carne humana expuesta. Esos arqueros elfos podrían clavar una saeta entre los ojos de un colibrí.
—Pues perderemos unos cuantos hombres —replicó el capitán con voz fría—. ¿Y qué? Nos quedan hombres suficientes para llevar a los prisioneros fuera de su campo de tiro, y de su vista. Los elfos salvajes no van a salir a enfrentarse con nosotros, pero les daremos algo con lo que no cuentan. Iremos matando una a una a sus mujeres. Pueden quedarse ahí sentados y disfrutar de la música y del espectáculo mientras ejecutamos a su gente, o pueden abandonar el cobijo de los árboles.
El arquero soltó un resoplido en tono burlón.
—¿Crees que será una elección fácil para ellos? Escucha lo que te digo: ese elfo de cabellos rojizos vendrá. ¡Por las mazmorras del infierno! Vendrá, ni que sea para recoger los guantes que hemos ido dejando por todo el bosque.
»Pero, por encima de todo, me quiere a
mí
—prosiguió el capitán mercenario con lóbrega satisfacción—. He mirado a ese elfo a los ojos y sé que es del tipo de persona que se considera un cabecilla noble, pero en el fondo es como yo. Para los dos, esto se ha convertido en algo personal.
La chiquilla elfa se precipitó en la arboleda y en los anhelantes brazos de Tamara Báculo de Roble, la única hembra que formaba parte de la expedición de guerra. La joven guerrera intentó calmar a la chiquilla y luego la separó de sí, toda la longitud que le permitían los brazos, para contemplar con mirada experta sus heridas.
Eran muchas y de consideración: verdugones y cuchilladas del látigo, rozaduras y feas heridas provocadas por las cadenas oxidadas, el cuerpo enflaquecido por falta de comida, de agua y de reposo. Pero también había heridas no visibles que en apariencia sólo captaban los ojos sobrenaturales de Tamara. Por un momento, la mujer elfa se horrorizó antes los terrores que había tenido que soportar la niña, pero todo asomo de compasión se desvaneció cuando la mirada de Tamara alcanzó los ojos fieros de la muchacha, y la elfa de más edad hizo un gesto de asentimiento. La chiquilla no sólo sobreviviría, ¡sino que lucharía!
—Dad agua al pequeño halcón —ordenó con una sonrisa—. ¡Y luego, dadle un arco y una aljaba!
Pero la joven chiquilla rechazó ambas cosas y señaló a los humanos que se retiraban.
—Ya es demasiado tarde.
—Están fuera de nuestro alcance —corroboró Foxfire.
Mientras el cabecilla le tendía a la niña un odre de agua con un gesto para que bebiera, escudriñó con la mirada las ventanas de la parte alta de la amplia estructura de madera situada en el otro extremo del campo.
Los arqueros estaban allí, esperándolos. Tal como había supuesto, aquello era una emboscada, pero lo que no se esperaba era que Bunlap utilizase niños y hembras elfas para atraer a sus oponentes a la trampa. Foxfire se regañó a sí mismo en silencio. Tendría que haber supuesto algo así por lo poco que conocía de aquel hombre.
—Cuéntanos cómo es nuestro enemigo. ¿Contra cuántos humanos nos enfrentamos? —preguntó a la chiquilla en un tono similar al que emplearía un guerrero para hablar con otro guerrero.
Aquella muestra de respeto hizo resplandecer los ojos de la niña. Se mordió el labio inferior, concentrada, y fue asintiendo con la cabeza a medida que calculaba en silencio las fuerzas del enemigo.
—Más de un centenar de hombres atacaron Claro del Consejo; de esa cantidad, sobrevivieron quizá la mitad. Nosotros seis nos las arreglamos para matar unos cuantos más cuando nos trajeron aquí, ¡pero eran demasiados!
—Suele suceder, cuando se trata con humanos —musitó Tamsin, el hermano gemelo de Tamara.
—¿Y en el granero? —insistió Foxfire.
—Diez, quizá más. Había doce vigilantes en el campo y dos patrullas de diez hombres en el bosque.
—Por ésos no te preocupes —le aseguró Tamsin en un tono que dejaba pocas dudas sobre cuál había sido su destino.
—Una veintena de humanos. Los superamos en una proporción de tres a dos —se animó Tamara.
—Y en el bosque, esas cifras nos proporcionarían una ventaja abrumadora — convino el líder—, pero los humanos han girado las tornas y nos han forzado a hacer una carga estúpida y suicida mientras ellos luchan desde cubierto, como solemos hacer la gente del bosque.
—No es nuestro estilo, pero si dices que debe hacerse, te seguiremos —intervino uno de los guerreros. Los demás, treinta en total, asintieron y alzaron las manos en tácito gesto de asentimiento, porque los elfos de Árboles Altos dejaban sus vidas en manos de su jefe de guerra.
Foxfire les agradeció su apoyo con un ademán y luego se volvió para estudiar aquel campo de batalla que le resultaba tan poco familiar. Durante largo rato, los guerreros que tenía situados a su espalda permanecieron en silencio en la sombra, esperando con infinita paciencia elfa a que tomara una decisión. A medida que la oscuridad que los rodeaba se hizo más profunda, los únicos sonidos que prevalecían eran el canto de los pájaros y la acelerada fricción de los grillos.
De repente, la quietud del crepúsculo se vio interrumpida por el estallido de un grito de mujer, largo, penetrante y angustioso. Los elfos se pusieron en tensión y sus dedos curvos se ciñeron en torno a sus arcos mientras los músculos, tirantes, se preparaban para echar a correr por el mortal campo de batalla.
—No lo hagáis —les ordenó Foxfire en voz baja, aunque su propio rostro se veía contraído por la desesperación—. Nos están poniendo un cebo y sus arqueros nos abatirán antes de que alcancemos a nuestra gente. ¡Vuestra muerte no hará más que acelerar la suya!
—¿Y entonces, qué? —preguntó Korrigash, acudiendo al lado de su amigo.
Con una extraña sonrisa, el líder extrajo el cuchillo de huesos que llevaba en el cinto y cortó la cinta que, atada en la frente, le sujetaba el cabello zorruno. De ella colgaban una serie de adornos que contribuían a que sus brillantes rizos de color rojizo pasaran desapercibidos en el paisaje del bosque: plumas, cañas diestramente entrelazadas y un rabo de gato seco que había cortado aquella primavera en el Claro del Cisne.
Las manos de Foxfire se movían con agilidad mientras ataba el rabo de gato a una flecha. Luego, tras murmurar una rápida oración justificativa y de disculpa, Foxfire frotó la corteza de un pino enano hasta que salió savia espesa. Acto seguido, recogió parte de esa resina con el cuchillo y untó con ella el rabo de gato, antes de pedir prestado un cuchillo forjado al fuego.
Korrigash le tendió uno sin mediar palabra. La expresión horrorizada de sus ojos negros era similar a la que reflejaban los rostros de todos los elfos de la compañía, que contemplaban cómo Foxfire raspaba acero contra piedra. Lo que el líder se proponía hacer era impensable para los elfos del bosque, porque en su mundo no había fuerza más temida ni más destructiva que la que Foxfire se disponía a lanzar.
—Las plantas del campo están verdes y frescas —comentó en voz baja mientras hacía saltar una segunda chispa—, y corre agua entre el granero y los árboles. Arderá el edificio, pero el fuego no llegará al bosque. Cuando los humanos se vean obligados a abandonar el granero, atacaremos. Nos obligan a luchar en campo abierto: nosotros haremos lo mismo.
—¡Pero no dejarán que los nuestros vivan tanto tiempo! —protestó Tamsin.
—Sí que lo harán —replicó Foxfire con absoluta certeza—. Los mantendrán con vida, y los torturarán, durante el tiempo que haga falta para que nosotros lleguemos hasta allí. Hay muchas cosas de los humanos que no comprendo, pero esto lo sé a ciencia cierta: su líder no descansará tranquilo hasta que no haya lavado su orgullo con mi sangre.
Otro chillido fulminó la noche. Foxfire frunció el entrecejo y se enfrascó en la terrible tarea que tenía entre manos. Una vez más, raspó acero contra piedra y, esta vez, la chispa prendió en el rabo de gato untado de resina. El elfo sopló con suavidad para que prendieran las llamas en la antorcha de fabricación casera. Cuando tuvo la flecha a punto, la ajustó con rapidez en el arco. Acto seguido, con una fuerza mucho mayor de lo que sugería su reducida talla, el elfo estiró la saeta hacia atrás y se quedó inmóvil un momento mientras parecía arrancar energía de la tierra boscosa que tenía bajo los pies. Luego, soltó a la vez la flecha y un chillido imitando el sonido del halcón.
La flecha incendiaria cruzó la noche como si se tratara de una estrella fugaz y fue a precipitarse en el terreno repleto de hierbas secas, pisoteadas y chafadas por el paso de multitud de pies, que rodeaba el edificio de madera. Mientras el humo se alzaba en espiral hacia las estrellas, las flechas elfas mantuvieron a raya a todos aquellos que intentaban sofocar las incipientes llamas.
Maldiciones infames y gritos de rabia y miedo surgieron del edificio como si se tratara de humo, pero al final los humanos se vieron obligados a salir tambaleantes del granero en llamas a la noche.
—Disparad siempre que podáis, luchad cuerpo a cuerpo cuando sea necesario — instruyó Foxfire, lacónico—. Mantened lista una segunda arma para dársela a los prisioneros que sean capaces de luchar. Tú, hermanita, quédate aquí y espera nuestro regreso.
Pero la chiquilla elfa le quitó el cuchillo de acero de las manos.
—Para mi madre —musitó antes de que él pudiese protestar, enseñándole la daga de hueso que Tamara le había dado ya.
—Tienes bravura y sangre de guerrera, pero estás herida —insistió él con suavidad.
—Todavía puedo luchar —protestó la chica y, con ojos resplandecientes y llenos de fervor, cogió una de las manos del elfo y se la llevó a los labios—. ¡Te seguiré hasta la muerte, y más allá!
Con aquellas palabras, la niña salió disparada a campo traviesa mientras su silueta delgada y oscura se veía recortada contra las crecientes llamaradas. Los demás elfos echaron a correr tras ella y se fueron desperdigando en forma de abanico mientras avanzaban en silencio como una manada de lobos.
Foxfire y Korrigash intercambiaron una mirada irónica y salieron a la carrera.
—Siempre me había preguntado por qué, de los dos, tú has acabado de jefe de guerra —comentó el elfo de cabellos oscuros—. En especial si tenemos en cuenta que corro, disparo y lucho mejor que tú.
Una fugaz sonrisa suavizó el gesto adusto de Foxfire.
—Ese desafío me lo guardo, amigo mío, y ya arreglaremos cuentas otro día. Pero dime, ¿cuál es el secreto?