Sólo los muertos (21 page)

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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

BOOK: Sólo los muertos
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—¿Le importa que me siente?

—Por favor —dijo Fárez señalando con la mano hacia la silla del escritorio.

Monroy la volvió hacia ellos y tomó asiento. Fárez sacó un paquete de Marlboro y le ofreció uno. Mientras los encendían con el mechero del matón, preguntó:

—¿Y me han estado siguiendo mucho tiempo?

—Desde este mediodía, cuando salió de casa. Tuvimos suerte, por cierto. Diez minutos más tarde y no hubiésemos sabido cómo dar con usted.

—Ah, ¿sólo desde esa hora?

—Sí. ¿Por qué?

Monroy sonrió con amplitud. Había encontrado un primer hueco donde sacudirle un picotazo a la seguridad de aquel Jack Palance de garrafón.

—No, por nada. Es que me hace mucha gracia todo esto.

—¿Y qué es lo que le hace gracia exactamente?

—Que no me vieran hacer ciertas gestiones esta mañana.

Fárez soltó una carcajada.

—Faroles, los justos, Eladio.

Monroy compartió la risa de Fárez. El extranjero comenzó a reírse también.

—No, amigo mío. Yo nunca juego de farol. Ya decía yo por qué no estaban ahora mismo torturándome.

—¿Qué quiere decir? —Preguntó el otro, mientras su sonrisa comenzaba a enfriarse poco a poco.

—Quiero decir que ya no es demasiado necesario todo esto. Esta mañana, pasé por comisaría y dejé un cedé rom para un comisario amigo mío.

—Eladio, que no nos hemos caído de un guindo —dijo Fárez, pero con algo menos de convencimiento.

Monroy volvió a reírse, pero, ahora sí, completamente a solas. Los otros se pusieron muy serios y esperaron, con algo de impaciencia, a que su risa se extinguiera.

—Mire, Fárez —dijo, al fin, aplastando el cigarrillo contra el cenicero que había sobre la mesa y consultando su reloj—. Hay un barco en el puerto de la Luz que se llama Aqueronte. Hace exactamente cinco minutos que la policía subió a él con una orden de registro. Dentro de un rato encontrarán dos mil quinientas unidades de una supuesta vacuna genérica contra la meningitis. Al analizarla, comprobarán que es una vacuna defectuosa, llamada Meningocox AC, comprada a una empresa india y que debió ser destruida en diciembre. Pero alguien la reetiquetó y la vendió a una empresa senegalesa, llamada PAHIL, en la que está metido Guillermo Arana, verbigracia su jefe de usted y el cabrón mayor del reino, que es el que ha montado todo este tinglado.

Los matones guardaron un silencio sepulcral. Giorgi miró con nerviosismo a Monroy y a Fárez. Este, sin embargo, mantuvo el tipo, aunque también su mutismo.

—Un poco más tarde, un juez muy ambicioso de aquí se pondrá en contacto con cualquier otro juez ambicioso de Madrid y éste ordenará un registro del almacén de Feinberg and Feinberg, y encontrarán otras siete mil quinientas unidades más. Así que mañana, a esta hora más o menos, su jefe de usted y puede que algún otro sinvergüenza que esté en el ajo, estarán en Plaza Castilla, sudando la gota gorda para explicar lo inexplicable. También añadí algo de información de mi propia cosecha. Por ejemplo, que a Molina, muy probablemente, «lo suicidaron». Y que el accidente de Esther Vázquez seguramente no fue tal. Al final, durante esos interrogatorios a los malhechores grandes, los de arriba, los que nunca se ensucian las manos sino por persona interpuesta; durante uno de esos interrogatorios, digo, alguien acabará hablando de usted, Fárez, nombrándolo por su nombre —alzó la mirada para dirigirla al grandullón—. Y a usted, por supuesto, Giorgi.

En ese momento, Giorgi se dijo que él todavía podía echarse atrás. Ellos no sabían quién era él. ¿O sí? Tenían a Anatol. Pero jugando sus bazas con rapidez, es decir, quitando de en medio a aquel tipo y a Fárez y llegando a la clínica antes de que nada se supiera, podría salir corriendo con el niño. Sí, pero, ¿y después? ¿Qué había del tratamiento?

Fárez, en cambio, pese a permanecer imperturbable, comenzó a sentir verdadero temor y rabia entremezclados. Y ese miedo y esa rabia tenían un nombre, el nombre de un individuo en cuyo silencio no confiaba en absoluto. Un nombre que siempre había odiado y despreciado, pero no tanto como al hombre que con él firmaba: Bolaño. Lo imaginó con la corbata floja, el cuello de la camisa ennegrecido por el sudor, firmando una declaración en la que le inculpaba de todos los delitos de sangre relacionados con todo aquel asunto.

Monroy, por su parte, vio los cielos abiertos. La tortilla comenzaba a menearse y, en un par de golpes más de sartén, se daría la vuelta. Se dio cuenta del nerviosismo de ambos, sobre todo del que sentía el extranjero, cuya mirada se había ido enturbiando mientras iba de uno a otro, pasando por todos y cada uno de los muebles del salón. Habían picado. Decidió tensar un poco más el hilo.

—Ah, espera un momento. —Dijo, mostrando un exagerado gesto de sorpresa que le arrugó la cicatriz de la mejilla—. Claro Tú no eres de la casa, ¿verdad, amigo? Eres subcontratado.

Soltó una enorme carcajada. La ira de Fárez se desbordó en sus ojos, que se dirigieron un solo instante hacia Lupescu. El rumano, a su vez, le devolvió la mirada. Únicamente un momento también. Y ese era precisamente el momento que Monroy esperaba. Súbitamente, se levantó, tomó la silla por el respaldo y se la arrojó a Giorgi con un movimiento elíptico. La silla dio varias vueltas en el aire y fue a estrellarse contra la cabeza del rumano, alcanzándole de lleno con una de sus patas de metal, mientras aquél intentaba al mismo tiempo esquivarla, protegerse con la mano izquierda y sacar la derecha del bolsillo. Al mismo tiempo, Fárez había intentado levantarse, pero ya el pie de Monroy se había estrellado contra su boca. Sintió cómo se rompía un diente y cómo el otro se echaba sobre él. Intentó agarrarlo un segundo antes de que el puño derecho del ex marinero le abrasara la oreja izquierda con un golpe seco. Comenzó a oír un pitido terrible mientras se daba cuenta de que Monroy se separaba y ahora aparecía allí, ante él, con un martillo de carpintero, el mismo que antes, al descubrirlo dentro del bolso de viaje, se había preguntado para qué lo querría, el mismo que le golpeó la mejilla unos segundos más tarde, haciendo que le saltaran varios dientes más y lo dejó tirado en el suelo, en posición fetal.

Giorgi Lupescu se había balanceado un poco, pero la primera náusea comenzaba a desaparecer. Ahora estaba ahí, a este lado del sillón, con la sangre manando profusamente de la herida que tenía en el lado derecho de la cabeza, en toda su feroz y temible enormidad. Aun así, el rumano se preguntaba cómo demonios podía haberse dado la vuelta de aquella manera la situación, cómo podía ser que el ratón que iban a aplastar hubiese puesto ya fuera de combate a uno de los lobos y le amenazara ahora a él, al mismísimo Demonio, con un martillo.

Monroy comenzó a pensar que incluso podría contarlo. Evidentemente, Giorgi era un mulo. Y seguramente sería también un buen luchador. Se le notaba en su forma de cuadrarse, de mantener el tipo, de ignorar la brecha abierta, la roja sangre que le cubría ya todo el costado derecho y comenzaba a formar un charquito bajo su pie. Su única baza era la distancia. Una distancia que habría de mantener a toda cosa. Por otro lado, sangraba. Si perdía la suficiente cantidad de sangre y lo agotaba lo bastante, se debilitaría con rapidez.

Se miraron amenazadores. Entre ellos estaba el triste bulto que Fárez hacía ahora en el suelo, con la sangre manando de su boca. No sabían (ni siquiera él, que había perdido el conocimiento a causa del indecible dolor) que el brutal martillazo le había desencajado completamente la mandíbula, quebrándole el maxilar inferior. Monroy llevó a su espalda la mano que sostenía el martillo, se retrasó un paso y arqueó un poco las piernas, adoptando una postura más firme y flexible. Con la otra mano hacía gestos al otro para que se acercara.

—¿Quieres venir? Seguro que quieres venir, ¿verdad? Anda, ruso de mierda Ven aquí Intenta clavarme eso si tienes huevos.

No paraba de hablar. No dejaría de hacerlo. Sabía que la voluntad del otro se resquebrajaba como se había resquebrajado su parietal. Por un momento, el rumano bajó la mirada y miró a su compañero. Monroy pensó que ya estaba, que su moral se había minado del todo, que iría avanzando hacia la escalera y se iría de allí. Pero Lupescu debió de notar que él en ese momento se había distraído pensando precisamente eso y, de repente, se lanzó hacia delante, recorriendo en dos zancadas el espacio que los separaba y echándose sobre él con una energía imparable.

Eladio Monroy sintió la hoja hundiéndose en su costado, rasgando la camiseta, la piel y luego la carne, buscándole el alma adentro, cada vez más adentro, como si todo ocurriera a cámara lenta. Pero no había sido así. Todo había sucedido muy rápidamente, como un fugaz relámpago surca el cielo de la noche y desaparece de pronto. Notó cómo el otro lo agarraba con la otra mano por el cuello de la camisa, cómo la hoja se retiraba hacia fuera, con un giro que lo desgarró aún más. La mano que empuñaba la navaja tomaba impulso para repetir el movimiento. Justo entonces, Monroy tuvo un último destello de lucidez, alzó el martillo y lo descargó con todas sus fuerzas sobre Lupescu. Fue la parte dentada la que impactó contra la parte superior del cráneo, que se hundió bajo el acero con un seco chasquido. Monroy se separó y cayó hacia atrás, ya completamente sin fuerzas. Desde el suelo, vio cómo Lupescu se tambaleaba sobre él, gigantesco, con el acero ensangrentado en la mano (reparó en el hecho atroz de que era su propia sangre la que manchaba el arma) y la cabeza tras la cual se veía sobresalir el mango del martillo completamente anegada de sangre de un color rojo vivo, inundándole el rostro desencajado. Lo último que Monroy vio antes de que una negra sombra le cubriera los ojos, fue aquella figura descomunal desplomándose sobre él como una marioneta.

Epílogo

Sed. Sentía una sed horrible. Como si su lengua y sus labios fueran de cartón. Abrió los ojos y vio la cara, ahora ojerosa y pálida, de Gloria. Intentó hablar pero algo le oprimía la garganta y el intento le produjo un golpe de tos que no pudo emitir. Gloria sonreía y lloraba al mismo tiempo y acercaba su rostro al suyo.

—No hables. No intentes hablar, mi amor. Duérmete, mi cielo.

La oscura ola del sueño volvió a envolverlo. Escuchaba voces. Voces conocidas y otras no tanto. Entremezcladas. Sabía que hablaban de él y las entendía, pero cuando intentaba retener el significado de sus palabras éste se escapaba como agua entre los dedos.

Cuando abrió nuevamente los ojos, lo cegó la luz de un fluorescente. Los cerró de nuevo e hizo varios breves intentos hasta que al fin se acostumbró a la claridad. No podía moverse. Se supo en un hospital. Y se adivinó bastante sedado, porque no sentía apenas su cuerpo salvo con la forma de un enorme peso.

Gloria estaba allí. También el Chapi, con una camisa de tejido sintético a cuadros. Parecía haberse lavado, pero su pelo seguía teniendo una pátina de grasa brillante. Estaban a los pies de la cama, hablando en voz baja. Notó que ya no tenía nada oprimiéndole la garganta ni la nariz. No había reparado antes en ello, pero lo que había estado oprimiéndole le entraba por la nariz. Una sonda. No era la primera vez.

—Mira, ya se despertó.

Vinieron a la cabecera. Ambos sonreían. Gloria se sentó en la cama. El Chapi se quedó en pie.

—Ya está bien de dormir, ¿no? Jodío gandul.

Monroy intentó decirle algo, pero notaba la lengua como si fuera una gordísima tortuga que hubiera perdido su caparazón.

—No intentes hablar todavía, cariño. Estás en el hospital. En el Negrín.

Chocolate por la noticia. Dime algo que no sepa, mujer, pensó Monroy. Ella debió de adivinárselo en la expresión.

—Estuviste muy grave, Eladio. Te salvaste de churro. Pero el médico dice que te vas a poner bien.

—Un par de días más y a tocarle los cojones a todo el mundo, como siempre —dijo el Chapi. De pronto, frunció el ceño e intentó reprimir algo que lo asfixiaba, pero al fin no pudo y se echó a llorar—. Pedazo de cabrón, los sustos que nos das.

Lloraba con la rabia de un niño pequeño. Monroy emitió algunos sonidos guturales. Gloria, también con los ojos húmedos, se acercó para intentar entenderlo. Sonrió y, volviéndose al Chapi, le dijo:

—Dice que aunque le montes numeritos, no piensa volver a follarte.

—Genio y figura.

* * *

A lo largo de los días siguientes, Monroy fue enterándose de algunos detalles por Gloria, que no se separaba de él. Fue El Chapi quien lo encontró. A él y a los dos sicarios. Al parecer se había preocupado tras hablar con él y lo había telefoneado por la tarde. Como no cogía el móvil, había hablado con Paco Nieves. Él y Dudú habían subido a la casa preparados para lo que fuera, pero no para aquella escabechina. Si hubiese esperado al día siguiente para reaccionar, tal y como él le había pedido, no hubiese sobrevivido.

Lo operaron de urgencia y pasó casi dos días en coma. Más otros tres completamente grogui. Durante ese tiempo, el Chapi y Dudú habían ido diariamente. También habían estado yendo a visitarlo Paco Nieves y Sarito, Casimiro, Juancito el feo, Matías, Hanif Viram y una tipa con pinta de fulana que decía llamarse Isadora (y que ya le explicaría quién era), hasta que en algún momento coincidieron a verlo todos a la vez y el celador los había echado a la puta calle. Ah, también había una tal Isa que no paraba de llamar (eso también tendría que explicarlo).

—¿Y en cuanto a aquel asunto? —preguntó Monroy—. ¿Los cogieron?

—Sí, Eladio. Los cogieron bien Bueno, te he guardado los periódicos Que, por cierto, Manolo, en cuanto se enteró de lo que te había pasado, se fue al ordenador y se volvió loco mandando correos.

—Ahí está mi comunista.

—Tienes diez puntos de sutura, más treinta y pico internos.

—Coño, ya puedo conducir borracho.

—¿Cómo?

—Si me quitan puntos del carné, tengo de sobra para cubrirlos.

—Esto no es cosa de risa, Eladio. Casi te mueres. Y te digo una cosa: si se te ocurre morirte, yo te mato.

* * *

Una mañana abrió los ojos y Déniz estaba allí, sentado en una silla junto a él, leyendo La Provincia. Cuando se dio cuenta de que se había despertado, sonrió.

—¿Cómo estás, cabezón?

—Cortado.

Ambos sonrieron con la gracia.

—La verdad, hecho gofio. Pero mejorando.

—¿Necesitas algo? ¿Te doy agua o alguna cosa?

—Necesito un buen solomillo.

—Parece que mañana ya te darán algo sólido, me dijo Gloria. Por cierto, fue a casa a cambiarse. Esa mujer vale lo que pesa, Eladio. ¿Por qué no te arrejuntas de una vez?

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