—Bueno, ya vale —ordenó Gloria, con aire de maestra de primaria—. Esto es un negocio, Manolo, así que hazme el favorcito. Y tú —añadió dirigiéndose a Monroy—, si te vas a quedar aquí, te me estás calladito y armar fandango. Que te gusta más un pleito.
Monroy acogió la reprimenda con algo de gamberrillo pillado en falta. Se rascó la cicatriz de su mejilla con los dedos índice y corazón y, bajando la mirada, fue hacia la sección de narrativa contemporánea, a hojear una novela de Murakami. Unos minutos después, entró Héctor. Iba vestido de forma desenfadada, con chándal y tenis y uno de esos bolsitos de bandolera. Tenía mejor color y apariencia que en la foto. No llevaba gafas y su pelo lucía un corte algo más moderno, pero era Héctor. Monroy lo reconoció enseguida, al igual que Gloria, que cruzó con él una innecesaria llamada de aviso.
Literatura Canaria se hallaba cerca de Narrativa Contemporánea, así que Monroy se limitó a continuar mirando el libro de Murakami mientras el recién llegado, tras dar los buenos días a Gloria y orientarse con un vistazo dentro de la librería, nueva para él, se situaba a su lado.
Por el rabillo del ojo, mientras leía un párrafo en el que una tal Lilly se chutaba en el muslo antes de ponerse a leer
La cartuja de Parma
, Monroy vio cómo Fuentes buscaba (y encontraba) casi a la primera, el
Lancelot 28º-7º
, miraba el precio (que debió de parecerle razonable) y, apartándolo a un lado, como quien ya lo da por propio, se ponía a escarbar entre los demás libros de la sección.
Pasó un rato examinando algunos títulos:
El crimen del contenedor, Nos dejaron el muerto, Santos y pecadores, Equipaje de mano, Alguien cabalga sobre su seno
Finalmente, cogió los tres últimos, los sumó al libro de Espinosa y se dirigió al mostrador. Monroy aprovechó que Héctor pasaba junto a él para mostrarle una sonrisa amable, a la que el otro correspondió. Esperó unos segundos y lo siguió con el libro de Murakami, situándose junto a él mientras Gloria empezaba a pasar ejemplares por el escáner, con su habitual sonrisa, ahora más amplia y cordial.
—Buena compra —observó la librera.
—Curiosidad —respondió Héctor, por educación.
—Tenemos un servicio gratuito de
mailing
para informar de las novedades. ¿Te interesa apuntarte?
—Humm, no sé. Estoy de paso y no sé si me quedaré mucho tiempo. Me lo pensaré. Ya, si eso, la próxima vez.
Monroy se alegró de estar allí vigilando y no haber apostado sólo a la idea de Gloria, aunque no fuera mala del todo. Mientras ella metía la compra de Héctor en una bolsa, Monroy le dijo que le apuntara el libro de Murakami en su cuenta. Gloria, sin soltar la bolsa, le preguntó con la mirada que a qué carajo de cuenta se refería, pero mantuvo el silencio y asintió, mientras él se encaminaba hacia la puerta con el libro bajo el brazo.
En la calle, se paró a encender un cigarrillo y fumó la primera calada con una delectación no del todo fingida, parado de espaldas al establecimiento, hasta notar que Fuentes pasaba junto a él y bajaba en dirección a Triana.
Disimuladamente, lo siguió.
El tiempo había cambiado de repente. El sol se había abierto paso entre las nubes y sus rayos, al principio en tímidos haces, con aplastante persistencia poco rato después, se aplicaron a evaporar los últimos restos de la lluvia descargada a media mañana y a freír, de paso, los sesos de los viandantes.
Héctor Fuentes caminó entre los transeúntes que iban quitándose abrigos y plegando paraguas. Al llegar a Triana, tomó hacia la derecha y Monroy le seguía a cierta distancia. Cuando el otro se paró en el semáforo de la calle Malteses, aprovechó para quedarse unos metros atrás y leer el mensaje que había llegado a su móvil, que decía: M DBES 12E,KBRON.BSOS,GLORIA.
Guardó el teléfono con una sonrisa y volvió a centrar su atención en Fuentes, que amenazaba ya con perderse pasaje de San Pedro arriba. Aceleró un poco el paso y volvió a verlo, parado ahora junto al monumento a Juan Negrín, en la bifurcación entre Triana y San Pedro. Don Juan observaba el campo de batalla, sosteniéndose por las solapas la guerrera sobre los hombros, intentando mostrar una apariencia marcial. Pero el resultado era más bien un aire de diseñador amanerado inspeccionando de reojo a sus modelos durante un pase de presentación de temporada.
Te vas a sentar a echarte el tentempié, barruntó Monroy. Me juego el cuello.
Un instante después (el que Fuentes tardó en buscar y encontrar un sitio en la terraza de El Mordisco), Monroy se acarició el gaznate. Él estaba ahora al otro lado del monumento, de espaldas a la Central de la Caja de Ahorros. Podía ver la cabeza de Héctor, su mano al llamar al camarero, que le tomó pedido y se marchó a buscar la consumición mientras la cabeza se inclinaba, seguramente sobre un libro.
Se preguntó cuál debería ser el siguiente paso. Podía pasar el resto del día siguiéndolo. Pero la experiencia con el pescadito le había resultado tan insoportablemente aburrida que prefería intentar otra cosa. Había establecido ya cierto contacto visual, en un sitio al que, además, había llegado primero que Fuentes. Eso le daba la ventaja de no despertar demasiadas sospechas. Por otro lado, podía favorecer que pareciera casual cualquier encuentro. En todo caso, tendría que hacer salir su lado agradable, su cara de encantador de serpientes. Decidió intentarlo.
Continuó caminando hasta el final de Triana y subió la calle Lentini hasta el otro extremo de San Pedro. Después volvió a bajar la calle hasta llegar a la terraza de El Mordisco y eligió una mesa cercana a la de Fuentes, pero dándole la espalda. No sería difícil buscar una excusa para volverse. Lo que no esperaba, cuando pidió una cerveza y prendió un cigarrillo, abriendo el libro (que había resultado titularse
Azul casi transparente
) es que fuera el propio Fuentes quien le hablase.
—Perdona, tú estabas en la librería, hace un rato, ¿verdad? —le escuchó decir.
Monroy se giró hacia él, sin necesidad de simular una sorpresa que sentía realmente.
—Ah, pues sí. Esto es un pueblo, ¿no? —dijo riéndose.
—Como dice un amigo mío, somos cuatro y cabemos en un taxi —dijo Héctor, sonriendo con aire de tener ganas de conversación.
Monroy pensó que no lo podía tener más fácil. Pero resultó que sí lo tenía, porque cuatro viejecitas se habían abierto paso entre las mesas hasta situarse justo ante ellos, como perritos de la pradera buscando sitio donde sentarse y Héctor tardó sólo unos momentos en hacerle una seña a Monroy.
—¿Esperabas a alguien?
—No.
—Si te parece, me paso a tu mesa y les dejamos sitio.
Mientras el otro trasladaba su taza de café con leche, sus cigarrillos, su bolsa y el ejemplar abierto de Lancelot 28º-7º, junto con su cuerpo, que había resultado ser más atlético y flexible de lo que él había imaginado, a su mesa, Monroy se dijo que hoy tenía que comprar un cupón de la ONCE, porque, al menos el reintegro, lo tenía asegurado.
Escuchándolo hablar sobre Dürrenmatt, mientras el camarero de La Butaca retiraba los platos y les traía el café y los licores, Monroy se dijo que Héctor le caía todavía mejor en persona que cuando no era más que un dossier y un par de intervenciones en un foro telemático.
A lo largo de la mañana, que se había alongado ya hacia la tarde, se había ido inventando para él una vida que no coincidía exactamente con la suya, pero se le parecía bastante. Le contó su pasado en el mar, su divorcio, la existencia de su hija. Le contó la asiduidad a la librería Ei2, su amistad con Gloria. Obvió, en cambio, el hecho de que Gloria y él fuesen amantes, así como el tipo de trabajos a los que se dedicaba.
Héctor, por su parte, hizo algo parecido. Habló de su divorcio, de un montón de años metido en una empresa, primero a pie de laboratorio, luego entre éste y oficinas de administración, salas de reuniones, aviones y trenes que tomaba para ir a otros laboratorios, otras salas de reuniones, otras oficinas de administración. Habló de una excedencia, un año sabático que había comenzado a disfrutar hacía poco y que debía transcurrir en Las Palmas. Habló de una ciudad que le había parecido fea pero cuyos encantos descubría poco a poco y en la que se sentía un tanto solo. Habló, por último, de cómo la literatura lo ayudaba a combatir esa soledad. Y ahí la conversación se instaló en un terreno en el que Fuentes y Monroy se lanzaban nombres de autores y títulos de libros, y en el cual descubrieron coincidencias en gustos, escepticismos compartidos, aversiones paralelas.
Sobre las dos, ya se habían instalado en una cordialidad y una confianza mutuas que permitieron a Fuentes preguntar a Monroy si le apetecía almorzar con él. Monroy, sorprendido por la propuesta, consultó su reloj, se pellizcó el mentón unos instantes y le contestó que sí, que estaría bien.
Fue Fuentes quien propuso La Butaca. Llevaría poco en Las Palmas, pero ya había descubierto algún sitio elegante. Y Monroy se dijo que pagaría él, qué carajo, sólo por el gusto de pasarle la factura a los de Gargajo y Pus. Cuanto mejor le caía Fuentes, peor le caían aquéllos.
Removiendo el azúcar en su taza (una taza blanca y limpia, con una cenefa de papel entre ella y el plato y una galletita de chocolate junto al sobre de azúcar, no como los viejos vasos y tazas en los que solía servirle Casimiro), Monroy escuchaba ahora a Héctor explanar acerca de
El juramento
y de las diferencias entre sus dos versiones cinematográficas.
—Evidentemente, la de Sean Penn es más fiel al argumento. Pero, en todo caso, el desenlace de
El cebo
está contenido en la novela como posibilidad. No sé si te acuerdas. De hecho, Dürrenmatt dedicó la novela a Vajda y al productor.
De acuerdo, a Monroy le caía bien Fuentes. Además, le gustaban tanto Sean Penn y Ladislao Vajda como Frederich Dürrenmatt, pero las cañas, la botella de Somontano, la comida abundante, el Jaegermeiffter y las buenas cuatro horas que llevaban de conversación le hicieron desear arrancarse un brazo para tener algo que arrojarle a Héctor y conseguir, así, que se callara un ratito. Demasiada conversación y demasiado culta. Porque, pese a que despertara su simpatía, no se podía negar que su puntito espeso tenía el hombre.
No obstante todo esto, y aceptando que su cuerpo astral estaba en la calle Murga, durmiendo la siesta en el sofá, aguantó estoicamente, logrando que apenas se le notara el aburrimiento.
Un rato después, cuando Fuentes había repasado
Justicia, El juez y su verdugo, El valle del caos y La sospecha
, y antes de que comenzara a hablar de
La visita de la vieja dama
, cosa que amenazaba con extender la conversación a la obra teatral del suizo, Monroy consiguió colocar un silencio y lo aprovechó convenientemente. Alzó una mano y dijo:
—Oye, Héctor, eres todo un descubrimiento, hombre. Da gusto tener con quien hablar de estas cosas. Esto hay que repetirlo. ¿Tienes teléfono móvil?
Procuró decirlo con toda la naturalidad del mundo, de acuerdo con el tono general de la situación, que parecía sobrevenida aunque, como estaba a punto de descubrir, no tanto como él pensara en un principio.
En efecto, al escuchar sus palabras, Héctor lo miró, por primera vez, con suspicacia. Se tomó sus buenos segundos antes de hablar, buscando la forma adecuada de hacerlo, y esgrimió una sonrisa un tanto amarga antes de decir:
—Al fin estamos en el momento crucial.
Monroy estuvo a punto de atragantarse con el sorbo de licor que acababa de tomar.
—Justo en la encrucijada —continuó diciendo Fuentes, siempre con un dejo de tristeza en la voz—. Tú me acabas de pedir el teléfono y, a mí, qué quieres que te diga, me encantaría dártelo. Pero aquí nadie es tonto, Eladio, y los dos sabemos por qué me lo pides.
Si es que siempre te pasas de listo, enterado de los cojones, se reprendió Monroy mentalmente, añadiendo un No podía ser todo tan fácil, Philip Marlowe de garrafón. Aún así decidió mantenerse en silencio, permitir hablar al otro para poder hacerse un diagnóstico completo de la situación.
—No me mires así, Eladio. Sé que me has estado siguiendo desde la librería. Y sé que luego te hiciste el encontradizo. Te vi al otro lado del monumento, pensando en cómo hacerlo. Y también sé que andabas loquito por hablar conmigo cuando te sentaste en la mesa de al lado. Se te notaba tanto que me puse tierno y decidí facilitarte las cosas. Más que nada, por ver qué pasaba, qué rumbo tomaba todo esto.
Monroy intentó salvar algo diciéndole que se equivocaba, pero el otro, en un gesto inesperado que a él lo desconcertó por completo, le rozó muy suavemente los labios con sus dedos anular e índice, haciéndole callar con firme autoridad de hada madrina.
—No. No, por favor. No digas nada. No lo estropees, hombre. Sería inútil negarlo. Y te confieso que me siento muy halagado. Y no puedo decir que no me gustes, porque tu morbillo tienes. Pero es que no te he dicho que no estoy solo en Las Palmas. Está bien,
mea culpa
, pero
pecatta minuta
. Qué quieres. Uno no puede evitar los coqueteos porque eso le hace sentir vivo y joven y, sobre todo, hermoso. Pero yo vine a Las Palmas porque aquí tengo a mi chico y, la verdad, hace ya tiempo que no soy promiscuo.
Monroy sintió varias cosas al mismo tiempo. De un lado, alivio por no haber sido descubierto en sus intenciones. De otro, experimentó un profundo sentimiento de sorpresa y estupidez, por no haber sospechado absolutamente nada acerca de las preferencias sexuales de Fuentes. También cierto embarazo. Por último y, sobre todo, sintió que el sopor etílicodigestivo se había disipado por completo. Como decía Fuentes, se encontraban justo ante la encrucijada. Si no jugaba bien sus bazas todo el asunto podía irse a la mierda.
Por eso se tomó un buen rato para reflexionar. Bebió de un trago el café, ya tibio, que quedaba en su taza, se pasó la mano por su cabezota rasurada y esbozó su sonrisa más amplia antes de tomar la palabra.
—Está bien, Héctor. Me tienes cogido por los huevos.
—Qué más quisieras tú, hijo —comentó él otro, repentinamente vanidoso y afeminado.
—Metafóricamente hablando, quiero decir —precisó Monroy, aunque más bien hubiese querido exclamar: Encima me ha salido graciosillo, el muchacho—. Es verdad que estoy interesado en ti. Es verdad que te seguía. Y que quería entrar en contacto contigo. Pero, aparte de eso, me has caído de puta madre, Héctor. Me lo he pasado muy bien y me apetece repetir. Piénsalo: ¿hay algo que nos impida ser amigos?