Sobre héroes y tumbas (65 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Palomita blanca,

vidalita,

que cruzas el valle,

vé a decir a todos,

vidalita,

que ha muerto Lavalle.

Y cuando el nuevo día amanece remidan la marcha hacia el norte.

El alférez Celedonio Olmos cabalga ahora al lado del sargento Aparicio Sosa, que marcha callado y pensativo.

El alférez lo mira. Durante días se ha venido preguntando. Su alma se ha marchitado en los últimos meses como una flor delicada en un cataclismo planetario. Pero ha empezado a comprender, a medida que más absurda es esa última retirada.

Ciento setenta y cinco hombres galopando furiosamente durante siete días por un cadáver.

“Nunca Oribe tendrá la cabeza”, le ha dicho el sargento Sosa. Así que en medio de la destrucción de aquellas torres el alférez adolescente empezaba a entrever otra; refulgente indestructible. Una sola. Pero por ella valía la pena vivir y morir.

Lentamente iba naciendo un nuevo día en la ciudad de Buenos Aires, un día como otro cualquiera de los innumerables que han nacido desde que el hombre es hombre.

Desde la ventana, Martín vio a un chico que corría con los diarios de la mañana, tal vez para calentarse, tal vez porque en ese trabajo hay que moverse. Un perro vagabundo, no muy diferente del Bonito, revolvía un tacho de basura. Una muchacha como Hortensia iba a su trabajo.

Pensó también en Bucich, en su Mack con acoplado.

Así que puso sus cosas en la bolsa marinera y bajó las escaleras rotosas.

VII

Lloviznaba, la noche era fría. Un viento desolado, en furiosas ráfagas, arrastraba los papeles de la calle y las hojas secas que iban dejando desnudas las ramas de los árboles.

Frente al galpón hacían los últimos preparativos. La lona, dijo Bucich, con su pucho apagado, sabes, puede llover fuerte. Ataban las riendas, apoyando una pierna sobre el camión, haciendo fuerza. Pasaban obreros, conversando, haciendo chistes, algunos en silencio y cabizbajos. Tirá de ahí, pibe, decía Bucich. Después entraron en el bar: hombres de mameluco azul y sacos de cuero, con botas y borceguíes conversaban ruidosamente, tomaban café y ginebra, comían enormes sandwiches, cruzaban recomendaciones, se hablaba de gente de la ruta: el Flaco, el Entrerriano, Gonzalito. Le daban enormes golpes en la espalda, sobre la campera de cuero, le decían Puchito viejo y peludo, y él sonreía, sin hablar. Y luego, después de terminar aquel salamin y el café negro, le dijo a Martín ahora le metemo, pibe, y saliendo, subió a la cabina y puso en marcha el motor, encendió las luces de posición y empezó su marcha hacia el puente Avellaneda, iniciando el viaje interminable hacia el sur, primero atravesando en la madrugada frígida y lluviosa aquellos barrios que tantos recuerdos traían a Martín; luego, después de cruzar el Riachuelo, los barrios industriales, y luego poco a poco, la ruta más abierta hacia el sudeste; hasta que después del cruce de caminos con La Plata, decididamente hacia el sur, en aquella ruta 3 que terminaba en la punta del mundo, allá, donde Martín imaginaba todo blanco y helado, aquella punta que se inclinaba hacia la Antártida, barrida por los vientos patagónicos, inhóspita pero limpia y pura.
Seno de la Ultima Esperanza, Bahía Inútil, Puerto Hambre, Isla Desolación
, nombres que había mirado a lo largo de años, desde su infancia allá en el altillo, en largas horas de tristeza y soledad; nombres que sugerían remotas y solitarias regiones del mundo, pero limpios, duros y purísimos; lugares que parecían no haber sido ensuciados aún por los hombres y sobre todo por las mujeres.

Martín le preguntó si conocía bien la Patagonia, Bucich dijo je, sonriendo con benévola ironía.

—Soy de la clase del 1, pibe. Y se puede decir que desde que dejé de gatiar
empecé
a andar por la Patagonia. ¿Sabé? Mi viejo era marinero y en el barco alguien le habló del sur, de las minas de oro. Y ahí nomás el viejo se embarcó en Buenos Aires en un carguero que iba a Puerto Madryn. Allá conoció a un inglés Esteve, que también andaba queriendo encontrar oro. Así que siguieron viaje pal sur. En lo que viniera: a caballo, en carreta, en canoa. Hasta que se quedó en Lago Viema, cerca del Fisroy. Ahí nací yo.

—¿Y su madre?

—La conoció allá, una chilena, Albina Rojas. Martín lo miraba fascinado. Bucich sonreía pensativo para sí mismo, sin dejar de observar cuidadosamente la ruta, el toscano apagado. Le preguntó si hacía mucho frío. —Asegún. En invierno llega a hacer hasta treinta bajo cero, sobre todo entre Lago Argentino y Río Gallegos, en la travesía. Pero en verano se pone lindo.

Después de un rato le habló de su infancia, de la caza de pumas y de guanacos, de zorros, de jabalíes. De las expediciones con su padre, en canoa.

—Mi viejo —añadió riéndose— nunca abandonó la idea del oro. Y aunque trabajaba con unas ovejas y era poblador, en cuanto podía volvía a las andadas. En el año 3 supo andar con un dinamarqués Masen y un alemán Oten por Tierra del Fuego. Fueron los primeros blancos en atravesar el Río Grande. Después volvieron al norte por Ultima Esperanza hasta llegar a los lagos. Siempre buscando oro. —¿Y encontraron?

—Qué iban a encontrar. Puro cuento. —¿Y cómo vivían?

—Y, de lo que cazaban y pescaban. Después, mi viejo entró a trabajar con Masen en la comisión de límites. Y estando cerca del Viema conoció a uno de los primeros pobladores de por allá, un inglés Yac Liveli, que le dijo vea don Bucich esto tiene mucho porvenir, créame, por qué no se queda por aquí en vez de andar buscando oro, acá, el oro son las ovejas, yo sé lo que le digo. Y después se quedó callado.

En la noche silenciosa y helada se pueden oír los cascos de la caballería en retirada. Siempre hacia el norte.

—En el veintiuno yo trabajaba de peón en Santa Cruz, cuando la huelga grande. Hubo una gran matanza.

Volvió a quedarse pensativo, masticando el toscano apagado. A veces saludaba a algún camionero que venía en sentido inverso.

—Parece que lo conocen mucho —comentó Martín.

Bucich sonrió con orgullosa modestia.

—Pibe, hace más de diez años que ando en la ruta 3. La conozco más que a mis manos. Tres mil kilómetros desde Buenos Aires hasta el estrecho. Así es la vida, pibe.

Colosales cataclismos levantaron aquellas cordilleras del noroeste y desde doscientos cincuenta mil años vientos provenientes de la regiones que se encuentran más allá de las cumbres occidentales, hacia la frontera, cavaron y trabajaron misteriosas y formidables catedrales.

Y la Legión (los restos de la Legión) sigue su galope hacia el norte, perseguida por las fuerzas de Oribe. Sobre el tordillo de pelea, envuelto en su poncho, pudriéndose, hediendo, va el cuerpo hinchando del general.

El tiempo había ido cambiando, había dejado de lloviznar, soplaba un viento fuerte de adentro (decía Bucich) y el frío era cortante. Pero el cielo ahora estaba límpido. A medida que avanzaba hacia el sudoeste la pampa se abría más y más, el paisaje se volvía imponente y el aire parecía más honrado para Martín. Ahora se sentía útil también: tuvieron que cambiar una cubierta, cebaba mate, preparaba el fuego. Y así llegó la primera noche.

Quedan treinta y cinco leguas. Tres días de marcha a galope tendido, con el cadáver que hiede y destila los líquidos de la podredumbre, con unos tiradores a la retaguardia que cubren las espaldas, que quizá son poco a poco diezmados y lanceados o degollados. Desde Jujuy hasta Huacalera, veinticuatro leguas. Nada más que treinta y cinco leguas, se dicen a sí mismos. Nada más que cuatro o cinco días de marcha, si Dios los ayuda.

—Porque a mí, pibe, no me gusta comer en las fondas —dijo Bucich mientras acomodaba el camión en un desvío de tierra.

Las estrellas se refulgían en la noche dura y fría.

—Es mi sistema, pibe —explicó con orgullo, dando unos golpecitos con sus manazas sobre el Mack, como si fuera un caballo querido—. Al llegar la noche, paro. Salvo en verano, por la fresca. Pero siempre es peligroso: te cansas, te dormís y zas. Lo que le pasó al gordo Villanueva, el verano pasao, cerca del Azul. Y te soy sincero, no es por uno, es por los demás. Imagínate semejante camión. Se hacen torta, se hacen.

Martín empezó los preparativos para el fuego. Mientras el camionero extendía la carne sobre la parrilla, comentó:

—Un lindo asadito de tira, vas a ver. Mi sistema es comprar cuando recién carnean. Nada de frigorífico, pibe, tenélo siempre presente: le quitan la sangre. Si yo sería gobierno te juro por esta cruz que prohibía la carne congelada.
Creéme
, por eso andan tantas enfermedades hoy en día.

Pero ¿y sin los frigoríficos no se pudría la carne en las grandes ciudades? Bucich se quitó el cigarro, negó con el dedo y dijo:

—Mentiras, son todos negocios. Si la venderían en seguida no pasa nada, ¿entendés? Hay que comprarla apenas carnean. ¿Cómo se va a pudrir? ¿Me querés explicar?

Mientras acomodaba el asado de modo que el viento no lo quemara, agregó, como si hubiera seguido pensando en aquello:

—Te soy sincero, pibe: la gente de antes era más sana. No tendría tanto firulete como ahora, si se quiere, pero era más sana. ¿Sabes cuánto tiene mi viejo?

No, Martín no lo sabía. A la luz del luego lo miraba a Bucich sonriendo, en cuclillas, con el toscano apagado, orgulloso de antemano.

—Ochenta y tres. Y te mentiría si te diría que ha visto un médico. ¿Querés creer?

Luego se sentaron en los cajoncitos, cerca del fuego, en silencio, esperando que la carne estuviera a punto. El cielo era purísimo, el frío intenso. Martín observa las llamas.

Pedernera ordena hacer alto y habla con sus camaradas: el cuerpo se hincha, el olor es insoportable. Habrá que descarnarlo para conservar los huesos y la cabeza. Nunca la tendrá Oribe.

Pero ¿quién quiere hacerlo? Y sobre todo, ¿quien podrá hacerlo?

El coronel Alejandro Danel lo hará.

Entonces descienden el cuerpo, lo depositan a orillas del arroyo, es necesario rajarle la ropa a cuchillo, tensa por la hinchazón. Luego Danel se arrodilla a su lado y desenvaina el cuchillo de monte. Durante unos instantes contempla el cadáver deforme de su jefe. También lo contemplan los hombres que forman un círculo taciturno. Y entonces Danel hinca el cuchillo en donde la podredumbre ya ha empezado su tarea. El arroyo Huacalera arrastra los pedazos de carne, aguas abajo, mientras los huesos van siendo amontonados sobre el poncho.

El alma de Lavalle advierte las lágrimas de Danel y reflexiona así: “Sufres por mí, pero deberías sufrir por ti y por los camaradas que quedan vivos. Yo no importo, ahora. Lo que en mí se corrompía, tú lo estás arrancando y las aguas de este río lo llevarán lejos, pronto ayudará a una planta a crecer, quizá con el tiempo se convierta en flor, en perfume. Ya ves que esto no debería entristecerte. Y, además, así sólo quedarán de mí los huesos, lo único que en nosotros se acerca a la piedra y a la eternidad. Y me conforta que guarden el corazón. ¡Tan lealmente me ha acompañado en la adversidad! Y también la cabeza, sí. Esa cabeza que aquellos doctores dicen que nada valía. Quizá lo dijeron porque me repugnaba aliarme con extranjeros o porque esa larga retirada les pareció absurda y sin objeto, porque no me decidí a
atacar a Buenos Aires cuando temamos sus cúpulas a la vista: esos intelectuales que no sabían que en aquellos días en que volví a ver los campos en que fusilé a Dorrego me atormentaba su recuerdo, y más ahora que veía que el pueblo de la campaña estaba con él y no con nosotros, cuando cantaba

Cielo y cielo nublado

por la muerte de Dorrego…

“Sí, camaradas, esos doctores que me hicieron cometer un crimen, porque yo era muy joven, entonces, y creí de veras que hacía un servicio a mi patria, y aunque me dolía terriblemente, porque yo amaba a Manuel, porque siempre le había tenido inclinación, firmé aquella sentencia que tanta sangre ha traído en estos once años. Y
aquella muerte fue un cáncer que me devoró en el exilio y después en esta estúpida campaña. Tú, Danel, que estabas conmigo en aquel momento, sabes muy bien cuánto me costó hacerlo, cuánto admiraba yo el coraje y la inteligencia de Manuel. Y también lo sabe Acevedo, y muchos camaradas que aquí miran ahora mis restos. Y sabes también que fueron ellos, los hombres con cabeza, los que me indujeron a hacerlo, con cartas insidiosas, cartas que además querían que yo luego destruyese. Fueron ellos. No tú, Danel, ni tú, Acevedo, ni Lamadrid ni ninguno de los que no tenemos más que un brazo para empuñar el sable y un corazón para enfrentar la muerte”
.

(Los huesos ya han sido envueltos en el poncho que alguna vez fue celeste pero que hoy, como el espíritu de esos hombres, es poco más que un trapo sucio; un trapo que no se sabe bien qué representa; esos símbolos de los sentimientos y pasiones de los hombres

celeste, rojo

que terminan finalmente por volver al color inmortal de la tierra, ese color que es más y menos que el color de la suciedad, porque es el color de nuestra vejez y del destino final de todos los hombres, cualesquiera sean sus ideas. El corazón ya ha sido puesto en un tachito con aguardiente. Y los hombres aquellos han guardado en algunos de los harapientos bolsillos un pequeño recuerdo de aquel cuerpo: un huesito, un mechón de pelos.)

“Y tú. Aparicio Sosa, que nunca intentaste entender nada, porque simplemente te limitaste a serme fiel, a
creer
sin razones en lo que yo dijera o hiciese, tú. que me cuidaste desde que fui un cadete mocoso y arrogante: tú, el callado sargento Aparicio Sosa, el negro Sosa, el picado de viruelas Sosa, el que me salvó en Cancha Rayada, el que nada tiene fuera del amor a este pobre general derrotado, fuera de esta bárbara y desgraciada patria querría que pensaran en ti
.

“Quiero decir…”

(Los fugitivos han colocado ahora el bulto con los huesos en la petaca de cuero del general, y la petaca sobre el tordillo de pelea. Pero vacilan con el tachito hasta que Danel lo entrega a Aparicio Sosa, el más desamparado por la muerte de su jefe.)

“Sí, compañeros, al sargento Sosa. Porque es como decir a esta tierra, esta tierra bárbara, regada con la sangre de tantos argentinos. Esta quebrada por la que veinticinco años atrás subió Belgrano con sus soldaditos improvisados, generalito improvisado, frágil como una niña, con la sola fuerza de su ánimo y de su terror, teniendo que enfrentar las fuerzas aguerridas de España por una patria que todavía no sabíamos claramente qué era, que todavía hoy no sabemos qué es, hasta dónde se extiende, a quién pertenece de verdad: si a Rosas, si a nosotros, si a todos juntos o a nadie. Sí, sargento Sosa: sos esta tierra, esta quebrada milenaria, esta soledad americana, esta desesperación anónima que nos atormenta en medio de este caos, en esta lucha entre hermanos.”

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