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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

Sin tetas no hay paraíso (21 page)

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Ella se extrañó, porque a lo mejor pensaba que ningún hombre se podía resistir a su cadera pulposa y sus glúteos de mármol, pero yo tenía que hacerlo. Primero porque a esa altura de nuestras vidas, ella ya me había contado toda su historia. Durante varias jornadas nocturnas frente a la chimenea de la sala me habló de su obsesión por operarse los senos, su noviazgo con Albeiro, los desplantes de «El Titi», su primera vez con el «Caballo» frente a un caballo, su segunda y tercera vez con los amigos de «Caballo», la noche cuando le tocó convertirse en la puta más grande de Pereira en 10 segundos para que Cardona la aceptara en su cama, su aventura sexocomercial con el doctor Contento, la rabia que sintió cuando Mariño mandó a llamarla para comprarle la virginidad y ella ya no la tenía, en fin, todo lo que uno debía saber para suponer que la relación con una persona así no era segura en términos de salubridad. En segundo lugar, porque me parecía denigrante que Catalina me ofreciera sus favores sexuales para pagarme dos recibos de la compañía telefónica.

Estoy seguro que de haber existido un solo indicio, una sola prueba, la mera sospecha de que su actitud obedecía a su amor por mí, a su deseo por mí, es menos, a su gusto por mí, no la hubiera frenado tan abruptamente.

Le dije que por qué hacía eso y tampoco me supo responder con credibilidad. Me dijo que sentía deseos por mí, que yo le gustaba y que no me quería ver tan serio. Que ella sabía de mi soledad en esos momentos y que no veía nada de malo en el hecho de que los dos pasáramos un rato agradable. La cuestioné. Le dije, en tono de reclamo, que si yo hasta ahora le empezaba a gustar, justo dos meses después de alojarlas en mi apartamento y coincidencialmente después de la llegada del recibo de teléfono por un monto exagerado de dinero y se quedó callada.

Con esa elocuente respuesta la mandé a dormir y me advirtió que estaba equivocado. Yo le dije que ella me gustaba, que la deseaba con locura y que no había pasado una sola noche desde que llegó sin que mi mente no se metiera a su alcoba a hacerle el amor, pero que en esas circunstancias ella perdía todo encanto para mí. Que si era cierto que yo le gustaba, o que si era verdad que ella me deseaba, me buscara un día cualquiera de la vida y me lo dijera y me lo hiciera sentir, pero que para entonces ella ya no tendría que estar viviendo en mi casa, ni estar dependiendo de mí ni abusando de mi teléfono. Que hacerlo ahora me parecería un sencillo acto de prostitución infantil, a pesar de que yo seguía pensando que tenía dieciséis años.

Capítulo 14

Albeiro

Supe su verdadera edad una mañana cuando el citófono rompió la calma del apartamento. El portero del edificio me dijo que un señor Albeiro Manrique me necesitaba. Le dije que yo no conocía a ninguna persona con ese nombre y volví a mi estudio donde me encontraba escribiendo una ponencia sobre la legalización del aborto. Al cabo de unos segundos el citófono volvió a sonar y el celador me dijo lo mismo pero agregó, que el señor Albeiro estaba insistiendo y que me mandaba a decir que si no salía por las buenas iba a entrar, de todos modos, así le tocara hacerlo por las malas caso en el cual él se vería en la obligación de actuar.

Enseguida me llené de nervios y pensé en dos posibilidades. La primera, que el tal Albeiro era un traqueto que venía a cobrarme la osadía de convivir con su novia. La segunda, que las autoridades acababan de descubrir algún escándalo en el que yo estaba involucrado y venían por mí con varios periodistas detrás listos a grabar la chiva. Cualquiera de las dos posibilidades me agitaba la adrenalina por igual por lo que corrí con miedo hacia el estudio y revisé un periódico que guardaba con celo para ver si ese nombre, Albeiro, aparecía en la lista de los narcotraficantes más buscados del mundo que manejaba la DEA. No encontré ese nombre en ella y la posibilidad de que vinieran a llevarme preso por prevaricato o, incluso, por corrupción de menores, creció.

En el primer caso recordé a mis electores aterrándose de nuevo por mi descenso moral y en el segundo a mis hijos. Qué pensarían cuando se enteraran que su padre estaba acusado de corromper a un par de menores de su misma edad. Enseguida tomé el citófono y le dije al portero, en voz baja y en secreto como si alguien me estuviera escuchando, que le dijera al señor Albeiro que yo mandaba a decir que no estaba. El portero me dijo entonces que el señor se encontraba calmado y que solo quería hablar conmigo acerca de su novia, de Catalina. ¡Haberlo dicho antes! Albeiro era el famoso novio de Catalina, el mismo a quien ella engañó la madrugada del 19 de junio, un día después de cumplir los catorce años, haciéndole creer que era virgen.

Abrí la puerta y el tiempo se detuvo ante mis ojos para que yo lo comparara con el Albeiro que tenía en mente según el retrato que de él me hacía Catalina en sus innumerables relatos autobiográficos. Era un muchacho joven, como de unos 23 años, alto, flaco, mal vestido aunque él no lo sabía, peluqueado corto, cejas pobladas, sonrisa tímida y piel muy expuesta al sol. Traía un morral y olía a bus intermunicipal. Con su semblante entre pálido y verduzco se posó ante mí con cierto aire de suficiencia. Me miró con sus ojos tristes color miel y me extendió su mano áspera y descuidada para decirme con voz chillona quién era. Que perdonara el abuso, pero que estaba desesperado por verla y que había conseguido la dirección en un sobre del correo de los pocos que Catalina le mandó a su mamá. Le creí, lo hice seguir a la sala y se puso contento.

Empezó por agradecerme la hospitalidad que le brindaba a su novia y me dijo que no tenía con qué pagarme todo lo que yo estaba haciendo por ella, según comentarios de doña Hilda, su suegra. Me dijo que Catalina no hacía sino hablar bien de mí y que se desbordaba en elogios ante su mamá por las cosas que yo hacía por ellas, cosa que me pareció injusta porque, con excepción de la primera semana, mis sonrisas estuvieron restringidas para ellas el resto del tiempo. Sin embargo, le seguí la corriente y me pareció justo, a pesar de mis ocupaciones, dedicarle un poco de tiempo a la persona por la que más sentía lástima en el mundo. Para entonces yo ya sabía de todas las cosas que él hizo por Catalina y, también de todas las cosas que ella había hecho en su contra.

Me dijo que amaba a Catalina y que ya no sabía qué hacer con ella. Que lo tenía hecho «una mierda», que le imponía condiciones, que él no le podía decir nada porque enseguida se enfurecía y amenazaba con dejarlo por lo que él terminaba callado, contemplándola en silencio, dejándose hacer y deshacer a su antojo por el miedo de perderla, dejándose arrastrar al delicioso abismo de la esperanza. Yo le dije que se estaba engañando. Que esa no era una forma normal de amar a alguien y que la sentara y le pusiera los puntos sobre las íes o terminaría loco. Me dijo que si me tomaba algo porque necesitaba desahogarse y yo acepté. Al rato volvió con varias latas de cerveza y cuando destapó las primeras me pidió que le contara dónde estaban ellas, cómo se comportaban conmigo y que si yo sabía dónde trabajaban. Muchas preguntas simultáneas e imposibles de responder. Por eso le insinué que esperara hasta la noche para que ellas mismas contestaran sus interrogantes.

Cayendo la tarde, Albeiro, que bebía como un asno, ya estaba borracho. Se carcajeaba como un niño recordando que él tenía la culpa de que Catalina estuviera obsesionada por conseguir unas tetas de silicona por el comentario que le hizo una tarde, cuando fue a recogerla al colegio.

—La vi tan hermosa —dijo con los ojos brillantes— que no me aguanté las ganas de decirle que le faltaba eso para ser reina. —No quería hacerle daño… —me dijo sin poder evitar que las primeras lágrimas enlagunaran sus ojos.

Quise decirle que no se preocupara y que dejara el sentimiento de culpa porque la obsesión de Catalina por sus tetas obedecía a otras ambiciones personales, a otras circunstancias psicosociales y culturales distintas, pero decidí callar y mantenerme al margen. De haberle dicho que esa frase que él le dijo a la salida del colegio no había incidido en nada sobre el deseo que ya sentía Catalina de igualarse a sus amigas para no ser rechazada por los traquetos, le hubiera quitado un peso de encima inmenso y le hubiera hecho desaparecer el sentimiento de culpa, pero, paradójicamente, le habría producido un infarto, pues me acababa de dar cuenta de lo lejos que estaba el pobre Albeiro de imaginar que su novia sabía y había hecho muchas más cosas de las que él creía. Albeiro juraba que Catalina era una niña inocente, pero ignoraba que mucho más inocente era él.

Terminó embriagado rebelándome un montón de historias, algunas inverosímiles, muchas que yo ya sabía y otras jocosas. Me contó, por ejemplo, que Catalina le advirtió, cuando se ennoviaron, que no se hiciera ilusiones porque antes de los 18 años no iba a acostarse con él. Que luego le rebajó en cuatro años la espera y que él la hizo suya hacía menos de dos meses, justo el día en que cumplió los catorce años.

—Era virgen y yo fui su primer hombre en la vida. Me dijo henchido de orgullo y yo me quedé pasmado pensando más en el dato de la edad de Catalina, que en la inmensa mentira que ella le metió a su novio.

—Un momento —le dije haciendo cuentas en mi mente—. ¿Cómo así que Catalina tiene 14 años? —Exclamé aterrado con la posibilidad de que eso fuera cierto y con la misma posibilidad de que la noche en que nos quedamos solos hubiera aceptado hacerle el amor a una niña. Albeiro me dijo con total naturalidad que era verdad. Que Catalina sólo tenía catorce años y que cuál era el problema. Yo le dije que ninguno y desde ese momento, tomé la determinación de sacarla de la casa. Creo que fue conocer su verdadera edad y no el valor del recibo de teléfono lo que me motivó a llamar a mi familia para que me ayudaran a sacarlas de la casa.

Pero las sorpresas no terminaron ahí. Albeiro terminó borracho y muerto de risa contándome cosas que jamás me hubiera esperado de un hombre con su corto espíritu, su timidez, poca agilidad mental e incompetencia: Le hizo el amor a doña Hilda, su suegra, la madre de Catalina. Y no una sino cuatro veces, la última de ellas el día anterior a su aparición en mi apartamento, es decir ayer. Me contó que fue a despedirse de ella y a ver qué se le ofrecía. Bayron, el hermano de Catalina le dijo que doña Hilda se estaba bañando y Albeiro decidió esperarla. Sentado en el sofá de la sala, por muchas partes descosido y en muchas partes descolorido, Albeiro empezó a escuchar el sonido del agua cayendo sobre el cuerpo de su suegra. Agudizó sus sentidos, la imaginó desnuda y cerró los ojos para poseerla. Al verlo con los ojos cerrados Bayron le preguntó que si tenía sueño y él no contestó. Estaba besándola en el cuello mientras el agua mojaba su pelo y su camisa. Bayron salió de la casa sin decir nada, aunque Albeiro tampoco lo notó.

Albeiro siguió concentrado en su faena y, cuando ya se disponía a flexionar sus piernas y a recostar sus rodillas sobre el piso mojado para beber agua de su ombligo, el chorro de la ducha se silenció y el descarado yerno salió del trance como por encanto. Al momento apareció doña Hilda corriendo hacia su alcoba con una toalla que le cubría sólo las partes íntimas. No se percató de la presencia de su yerno hasta que este le habló, justo antes de que ingresara a su alcoba.

—Doña Hilda vengo a ver qué se le ofrece para Catalina… Viajo por la mañana a Bogotá —la miró con deseo y concluyó: —Madrugado.

Doña Hilda descubrió en sus ojos el mismo síntoma de lujuria, deseo y necesidad que percibió las tres veces anteriores en las que le hizo el amor y le dijo sin más remedio:

—Venga, mijo. Venga hablamos aquí en mi cuarto porque puede pasar alguien y qué pena que me vea así.

Albeiro acató la orden con el corazón acelerado y se introdujo a la habitación de doña Hilda. En medio de carcajadas me comentó que la señora era candela. Que la pobrecita no se aguantaba ni una mirada cuando ya estaba excitada y que todo era porque a la infortunada le hacía falta un marido desde hacía dos años. Ahí fue cuando me aseguró que esa había sido la mejor de las cuatro veces que estuvo con ella y recordó, como apunte especial y simpático, que doña Hilda lo ayudó a desvestir con afán y que luego lo metió entre su toalla húmeda y caliente a la vez para después terminar ambos en el piso dando vueltas impetuosas y trapeando la mugre con su cabello mojado y la toalla retorcida que con total desorden se enredaba como culebra por entre los dos cuerpos. Recordó sus orgasmos como algo miedoso y al tiempo delicioso. Me contó, haciendo la pantomima, que se quedaba sin aire varios segundos, mirándolo como un moribundo que quiere decir algo, clavándole las uñas en la espalda y con la boca medio abierta.

Me dijo también que desde el día anterior ya no sabía a quién quería más entre Catalina y doña Hilda, no obstante, dejó en claro que todo era una plácida aventura de la que no quería salir, pero de la que debía escapar porque sus intenciones verdaderas eran las de irse a vivir con Catalina.

Cuando Catalina y Yésica llegaron, el reciente amor de Albeiro por su suegra desapareció como por encanto. Sus dudas se disiparon y el torrente de amor se canalizó hacia la humanidad de la niña de sus ojos que no lucía ese día muy radiante. Albeiro se quedó mirándola un instante y se le acercó, rendido, a abrazarla con resignación y dulzura. Por eso olvidó la cantaleta que durante horas, quizás días, había memorizado y sólo atinó a decirle:

—¿Por qué me hace esto, mamita?

Catalina le correspondió el abrazo mirándome con pena y lo despachó en el primer bus que salía para Pereira en la noche. Lo dominaba con un dedo. Hacía y deshacía con él bajo el chantaje del abandono. Lo amaba, pero nadie, ni ella misma, sabía de qué manera ni por qué. Lo cierto es que cuando terminó de abrazarlo le dijo:

—¡Se me va ya mismo para la casa!

El pobre quedó atónito y sintió vergüenza masculina frente a mí, por lo que algo alcanzó a chistar con dignidad antes de que Catalina le lanzara su primera amenaza:

—Cómo así, mi amor, pero si acabo de llegar.

—No me importa —le respondió ella, —se me va ya mismo o doy esto por terminado, Albeiro.

Creo, por lo poco que la alcancé a conocer, que no estaba siendo sincera. Lo quería tener a su lado pero imaginaba que el pobre no tenía un solo peso para el hotel aparte de los pasajes, y se llenó de pánico al solo imaginar mi cara cuando me dijeran que el joven se iba a quedar entre nosotros, iba a comer con nosotros, iba a utilizar mi teléfono para llamar a su familia de Pereira y que, fuera de eso, le haría el amor toda la noche, conmigo en la habitación de enfrente, escuchando sus quejidos.

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