Tras examinar a Permanyer, la visión de la periodista experimenta casi un sobresalto cuando se detiene en la pareja formada por Minnie y Mickey Jones —como ha dado en llamarles—, instalados en la banqueta de babor, en la popa. Sueni y su Cartier intercambian mimos como si se encontraran en la última fila de un cine. Sus atuendos de arqueólogos de catálogo resultan tan ofensivamente inoportunos como un fornicio en un entierro. Este uniforme es la marca característica del niño mimado de Mubarak —el octogenario dictador bien puede considerar así a alguien dos décadas más joven, piensa Diana con humor— en materia de antigüedades y monumentos. No lo hace del todo mal, según los periodistas internacionales a los que, periódicamente, convoca en Egipto —pagando el Gobierno viajes y hoteles— para brindarles este o aquel descubrimiento, una momia nueva, una estela o una tumba, con objeto de acaparar espacio en los principales diarios del mundo. Nada, ni un monumento islámico ni una concesión para restaurar un barrio con fines benéficos, escapa a su control ni a su peaje. De aquí que todos, incluso sus críticos, hayan acabado por aceptar su vestimenta a lo Indiana Jones cual una extravagancia tan propia de él como su tendencia a manosear jovencitas en su despacho, o a exigir botellas de whisky caro a cambio de conceder entrevistas. Que la necia Lulú Cartier —¿de qué lupanar habrá salido, con semejante nombre?— comparta su estilismo le parece a Diana casi tan escandaloso como que la joven intente labrarse un nombre buscando en el Delta los inexistentes restos de Cleopatra. ¿Se ha cargado a Laclau por un astrolabio el hombre que controla los tesoros de Egipto? A Dial le parece poco factible. ¿Existen otras razones? ¿Se había convertido el catalán en un socio demasiado exigente, demasiado molesto, en un testigo peligroso?
Mira a Fattush, sentado al lado de Minnie Jones, y le saluda con la mano. El inspector, sin perder su expresión irónica, le devuelve el gesto. «Ya estamos embarcados», parece decirle. Y no se refiere únicamente a esta excursión a Agilika.
A la izquierda del policía libanés, las hermanas Claudia y Laia Mollà, separadas por diecinueve o veinte años de edad —Roxana le ha contado a Diana que son hermanas sólo por parte de padre—, parecen diferentes versiones de una misma mujer. La que más puede acercarse al original es Laia. Ambas: cabello castaño claro, cuerpo de estatura mediana y sin errores de fábrica, un rostro de pómulos altos, unos labios bien dibujados. Pero entre ellas, aparte de la diferencia de edad, se interponen los pequeños retoques que Claudia ha tenido que hacerse para seguir ejerciendo de modelo, aunque para productos que requieren de bellezas maduras. Cirugía plástica inteligente, se dice Diana. Nada evidente, tampoco nada que un ojo experto como el de Dial —ejercitado en el vivero de los brutales arreglos beirutíes— no pueda descubrir. Sus labios son como los de la joven, pero demasiado turgentes; sus pómulos denotan la misma calidad, pero han sido objeto de estiramientos. Al contrario que las de su hermana, sus cejas son perfectas, simétricas. Tatuadas. Tales apaños no afectan a la rotunda declaración de intenciones que se lee en sus alargados ojos castaños: nada de lo que hagáis puede sorprenderme, parece decir. Los ojos de Laia, en cambio, son soñadores y se posan más de la cuenta en el joven y atractivo guía, Ismail —en pie en el centro de cubierta—, que ya en el aeropuerto de Asuán, cuando ha recibido a la pandilla esta mañana, ha impresionado a Diana. Parece inteligente, despierto y, desde luego, no es sumiso. Su forma de darles instrucciones ha dejado claro, desde el principio, que no piensa tolerar caprichos ni salidas de tono. No se achanta el joven filólogo hispánico, metido a guía por la necesidad, ni siquiera ante el sumo sacerdote de las antigüedades. Diana le ha visto tratarle como a los demás, con cortés indiferencia.
Aunque no es tan indiferente con Laia Mollà. Ambos viajaron en el otro crucero, hace un año. ¿Hay romance?, se pregunta Diana, ilusionada de repente ante la idea de que un poco de amor juvenil le alegre el viaje.
Sentado frente a Diana —y a Roxana y a Marga, a quienes dedica un fogoso discurso en su pintoresco inglés— se encuentra la vieja gloria de la canción egipcia en el mundo árabe Fuad el-Rashid, cuyo pelucón en forma de boina azabache embruja a la detective desde que le ha echado el ojo. Va maquillado como para una actuación televisiva, hay rastros de
make-up
en el pañuelo granate con topos blancos que se enrosca en su garganta. El cuello levantado de su camisa le cubre hasta las orejas, ocultando los costurones de una cirugía estética mucho menos cuidada que la de Claudia. Viste un
blazer
azul marino de botonadura cruzada y unos pantalones de hilo crudo que le confieren el aire de un ocupante permanente de yate. Para subrayar la perorata levanta el brazo derecho con énfasis, como si sostuviera una copa de martini. Marga sigue con interés —con devoción— sus explicaciones sobre la decadencia de la música árabe actual, aliñada con exclamaciones de desprecio hacia los raperos africanos. Roxana apenas interviene en el soliloquio con débiles cabezadas de asentimiento, parece estar pensando en otros asuntos, y la esposa y el hijo del artista —tan jóvenes ambos— se limitan a mirar a las anfitrionas con una mueca en los labios, una mueca bovina. Raheb, el chico, querría hallarse en otra parte, y Farida puede que también, pero en su mansedumbre hay algo que le dice a Diana que sabe que no tiene a donde ir.
Cuando la barca se aproxima a la isla de Agilika, los tripulantes inician un griterío que se suma al que procede del embarcadero. Instrucciones, peticiones, comentarios que ninguno de los viajeros puede entender. «Aquí os traigo otra bandada de loros», podría muy bien estar anunciando a sus colegas de la orilla el hombre que dispone la pasarela. «Pues no tienes ni idea de lo ridículos que son quienes están visitando los templos», tal vez le repliquen los otros.
Hace ya rato que los pedruscos de Agilika, berroqueños, limados por el agua y amontonados como si a un gigante le hubiera dado por apiñar guijarros en caprichosos montones, se han perfilado en el horizonte. De cerca, la belleza del lugar —pese a que Diana no ignora que la isla ha sido acondicionada artificialmente para que se parezca al antiguo sitio de Filé— le parece a la detective una recompensa demasiado valiosa, y además anticipada, por el resultado del trabajo que va a emprender.
En estos templos, construidos por los Ptolomeos para legitimarse honrando a los dioses egipcios, se encuentran las últimas inscripciones en jeroglífico y en demótico. La periodista, la bruñidora de palabras que ha sido, se arrodilla mentalmente.
Y así se encuentra, en éxtasis, cuando Lady Roxana lanza un alarido —lo más parecido a un grito guerrero— y el grupo, que se ha reunido en la explanada que conduce al ingreso a los templos, le presta atención, esperando una de sus desmadradas arengas de bienvenida.
Sonríe la falsa aristócrata y, con un vozarrón que parece salir de las profundidades de su túnica, anuncia:
—¡Disfrutad de estas ruinas, porque no vais a ver otras! En cuanto entremos en ese barco se acabaron las excursiones. ¡Navegaremos por el jodido Nilo hasta que tenga agarrado por el cuello al asesino de mi hermano!
Satisfecha, se pone en jarras. Su peluca bermellona arroja destellos. A su lado, de nuevo en la silla de ruedas, con el útil Haggar detrás y velada, muy de cerca, por la sombra de gárgola ansiosa del doctor Creus, Lady Marga Middlestone de Laclau les dirige una plácida mirada.
—No la entiendo —confiesa Diana Dial, cejijunta—. Ponernos difícil la investigación, ¿era eso lo que quería? ¡Una proclama! ¿Por qué no mediante una avioneta, sobrevolándonos con una pancarta, en la que hubiera escrito: «Uno de vosotros asesinó a mi hermano»? Aunque habría sido más adecuado un Montgolfier, dado lo vetusto de este asunto.
—Yo no lo veo tan descabellado —apunta Fattush, sin perder la calma ante el ataque de ira de su compañera de aventuras—. Ha puesto sobre aviso a quienquiera que cometiera el asesinato. Y a sus cómplices, si es que los hubo. Pero ¿qué preferías? ¿Continuar disimulando a lo largo del crucero, y hacer vida social como si tal cosa? ¿Llevar nuestras investigaciones a escondidas? ¿Cuánto tiempo habríamos podido mantener el engaño? Además, dado el temperamento de tu amiga, tarde o temprano tenía que estallar. Más vale que haya sido al principio. Y al aire libre.
—Quizá tengas razón —suspira Dial.
Da un brioso giro al taburete que ocupa en la barra del bar del salón del
Karnak
, y echa una mirada alrededor. La estancia parece un estuche de madera pulida, en cuyo interior sillones, veladores, lámparas de aplique y pequeños escritorios, así como fotografías históricas y retratos de próceres en las paredes, se aferran al pasado como si su conmemoración fuera su única razón de existir.
El salón está vacío, y el barman que les ha servido los cócteles se encuentra en la estancia contigua, el comedor, preparando las mesas con sus compañeros. El almuerzo se servirá dentro de media hora.
Las palabras que Roxana ha emitido antes de la visita a los templos de Filé han despertado en los presentes un efecto unificador. A partir de su pronunciamiento, todos y cada uno de los miembros del grupo han empezado a interesarse obsesivamente por lo que veían. Su dedicación al examen de los tesoros de Filé, como si estuvieran a punto de desaparecer del mapa por segunda vez —pero ahora no a causa del desplazamiento de las aguas, sino por un choque tectónico debido a la furia de la falsa lady—, les ha convertido en minuciosos notarios. Cámaras o teléfonos en mano, se han dedicado a fotografiar cada detalle, sumidos en un mutismo en el que las interesantes descripciones de Ismail rebotaban y se perdían entre estatuas y columnas, entre quioscos y estelas. Ni siquiera Hadi Sueni ha hablado, pese a que, en no pocas ocasiones, su rostro, bronceado por las excavaciones —y por sus frecuentes escapadas a los
spa
del mar Rojo—, ha expresado el disgusto que le causaban los comentarios del guía, sin duda menos eruditos que los que él, como sumo ilustrado en la materia, podría proporcionar a sus compañeros de viaje. Pero no ha abierto la boca. Y su novia tampoco, lo cual, reconoce Diana, era algo que tenía que agradecerle al arrebato de su amiga Roxana.
—Mickey y Minnie Jones han estado sensacionales, mudos como estatuas —comenta Fattush, que con frecuencia adivina sus pensamientos, mientras paladea con delectación su manhattan.
Al refugiarse en el elegante bar del barco, mientras los otros se dirigían a sus camarotes y suites, ansiosos por dejar atrás el recuerdo de la excursión, Diana y el libanés se han concentrado en examinar la carta de bebidas. Al grito de «¡No tienen negroni!», Dial se ha apresurado a adiestrar al barman, dándole un cursillo rápido e intensivo para la preparación de su cóctel predilecto. Gracias a semejante distracción, y en gran medida a que la mezcla ha quedado muy agradable, la detective ha tardado en expresar su disgusto hacia Roxana, pero ahora no suelta a su presa:
—De modo que, según ella, podemos quedarnos aquí hasta que a Tutankamon se le caigan las bragas… Encerrados en un armatoste, y sin poder desembarcar. Espero que demos pronto con el asesino. Ni a la Christie se le ocurrió una intriga egipcia tan maquiavélica.
El inspector se echa a reír.
—Sin contar con que te ha correspondido el camarote Hercule Poirot —dice.
—¡Y a ti el Gustave Flaubert! —rebufa ella—. Cuando soy yo la que escribe… Bueno, la que ha escrito.
La distribución de dormitorios —por Dios, qué otra cosa son, tan enormes, con baño de grifería dorada y decorados como para una película de época—, realizada por Roxana con la aquiescencia de Marga, ha adjudicado a las cuñadas las suites Agatha Christie (Roxana) y Lady Duff-Gordon (Marga). Esto último muestra un macabro sentido del humor: Duff-Gordon, famosa diseñadora de finales del siglo
XIX
y principios del
XX
, fue, igual que Marga, una superviviente. No de un accidente doméstico, sino del hundimiento del
Titanic
.
—¿Sabes lo que más me ha gustado, hasta ahora, de esta joya de barco? —pregunta Fattush
—Yo qué sé… ¿Los ceniceros de pie? ¿Has descubierto en tu armario las pantuflas del rey Faruk? —gruñe Diana.
—La ceremonia de la toallita caliente en cubierta cuando hemos llegado.
—Un simple gesto de cortesía. —La otra se encoge de hombros, algo sorprendida por la falta de experiencia mundana de Fattush—. Y también de necesaria higiene, con el polvo que hemos tragado entre las ruinas. El doctor Creus debería haberse pasado una por los sobacos.
—Dadas las circunstancias —prosigue el policía—, era algo más que eso. Una especie de purificación. Allí estaba el negrazo sonriendo, como un enviado del purgatorio, con su galabeya granate y su
tarbush
, entregándonos la toalla caliente; y allí se hallaban ellos, en fila, frotándose las manos como Lady Macbeth al lavarse después del magnicidio. Me he fijado en una cosa: unos se las frotaban más que otros. Y me pregunto hasta qué punto se debía a la limpieza.
Diana trasiega de un golpe lo que queda de negroni en su vaso.
—¡Tú y tus metáforas! Si ya has dado con el asesino gracias al ritual de bienvenida, apaga y vámonos.
—Mientras estabas demasiado ocupada comprobando que Joy y su hija gozaran de un buen camarote, y de que a la niña se le asigne una cuna, yo me fijé en nuestros compañeros de aventura. Y saqué algunas inquietantes conclusiones. ¿Qué pensarías si te dijera que tu admirada viuda se frotó las manos una y otra vez? Tuvieron que proporcionarle una segunda toalla.
—Siempre fue muy limpia —afirma Dial con remilgada maldad—, pese a que el rumor popular suele adjudicar hábitos poco higiénicos a la aristocracia inglesa, a la que pertenece.
—Limpia, vale. Y también desencajada. Temblaba. Hasta que el doctor Creus se acercó a ella y, con voz firme, le dirigió unas palabras misteriosas, algo que no entendí, en una lengua que no conozco.
—Sería en catalán. Marga lo habla como un nativo. ¿Puedes repetírmelo fonéticamente?
—Algo así como
«Yanni Abrou»
—pronuncia el policía, con lentitud.
Diana reflexiona por un momento, mientras se rasca una ceja. Luego estalla en una carcajada.
—¡Menudo misterio!
«Ja n’hi ha prou.»
Querido amigo, estás dispuesto a todo con tal de que tu teoría sobre las viudas malas encaje en este caso. El pobre Creus sólo le ha dicho: «Basta ya.» Lo cual me parece normal dado el delicado estado nervioso de nuestra lady auténtica. ¿Imaginas lo que habrá sido para ella ingresar de nuevo en el barco en donde su marido murió de mala manera, y sabiendo que va a tener que convivir con quien le asesinó? Anda, pasemos al comedor y escojamos una buena mesa, aprovechando que aún no hay nadie esperando la manduca.