—Yo no voy a devolverte a tu marido antes del plazo convenido, querida. Por mí, si mañana mismo salimos de este mausoleo flotante, puedes pasar el resto de ese tiempo con tu Haggar y en donde te plazca. Mis labios están tan sellados como los de la Esfinge. Por lo demás, si lo que deseas es desaparecer de Egipto y dejar de disfrutar de las delicias del agobio familiar, ya sabes que puedes contar conmigo para acompañarme, con la niña, a dondequiera que vaya.
Yara, como si reaccionara a la propuesta, se echa a llorar bruscamente. Su madre la toma en sus brazos, se desabotona el uniforme y enchufa la pequeña a su pecho izquierdo.
—Esa seguridad me da confianza —replica Joy—, pero no creo que haya que forzar al destino. Ya le he dicho, no son más que vacaciones. Para usted, este barco está lleno de muerte y de maldad, por eso tiene los presentimientos en el estómago y no ve la hora de irse, pero para mí supone un cambio muy agradable. Trabajo menos que en casa, y lo paso bien con las otras chicas, siempre parloteando y criticando. En compañía de usted, además, qué le voy a contar que no sepa. Y, bueno, Haggar. Quiere confiarle algo más. Algo que vio anoche.
—¿Anoche?
—Después del concierto del desdichado señor Fuad.
—Hay que convocarle, y ya —ordena.
La otra espera a que la niña deje de alimentarse. Luego la coloca sobre su hombro, le da palmaditas para incitarla a eructar y, con parsimonia, la coloca en el canasto, en la cama. Sólo entonces saca su teléfono del bolsillo del delantal y se pone en contacto con el sirviente.
Cavilando sobre las prioridades de la joven —su hija, en primer lugar. Y ella: ¿antes o después de Ahmed?—, Diana marca el número de Fattush en su propio móvil egipcio.
—¿Estás despierto?
—Desde hace rato. Me ha llamado mi mujer para saber cuántos días más pienso quedarme.
—¿Y qué le has dicho?
—Misión secreta, imposible determinar el tiempo que me ocupará, Egipto es un país muy complejo, y el tráfico es caótico incluso en el Nilo.
—¡Perfecto! Ven en seguida —dice Dial, triunfante—. Presiento que hoy será un día formidable para nosotros y pésimo para el culpable. Estoy confusa, pero algo se mueve. Sólo debo averiguar qué.
La niña se ha quedado dormida. Acompañada en el cuarto de baño por Joy, que no deja de parlotear sobre las otras doncellas, la periodista se ducha aceleradamente.
—… y dicen que, aunque parece tan buena y tan santa, cuando se enfada, todos, incluida su cuñada, se esconden bajo la cama… Como le toquen sus medicamentos… Eso es lo que menos soporta, se pone hecha una furia cuando echa alguno en falta.
Diana aparta la cortina y, enjabonada de cabeza a pies, pregunta:
—¿Qué has dicho?
—Lady Margaret. Sus doncellas afirman que tiene un carácter difícil. Claro que la buena mujer, con esa cruz que Dios le ha dado…
—No, no. Lo otro, lo de los medicamentos.
Joy abre mucho los ojos, con esa sorpresa que en ella precede siempre a emociones fuertes: miedo o regocijo. En Beirut, cuando había atentados, era el temor lo que aparecía después de su expresión de asombro. En esta ocasión le toca maravillarse porque a su jefa se le ha encendido una lámpara en la cabeza. O en el estómago.
—¡Los medicamentos! —repite Joy, riéndose como si acabara de contar un chiste.
Le encanta sentirse parte del misterio que Diana trata de desentrañar. Ésta le dirige un expresivo gesto árabe —la mano derecha formando, con los dedos unidos, una piña—: espera. Se enjuaga rápidamente, sin correr la cortinilla, y salta de la bañera.
—¿Qué te han dicho? ¿Qué es lo que ocurrió? —Apenas contiene su impaciencia, mientras se cubre con el albornoz que Joy le tiende.
Sentadas en la cama, una junto a otra:
—Tabia me ha contado, y Halima se ha apresurado a confirmarlo, que las veces en que Lady Margaret echa en falta alguno de los medicamentos que lleva siempre en su bolso, el cual se habrá fijado usted que no abandona, según ellas ni para dormir… Pues eso, que se pone como una salvaje, y que menos mal que está impedida, de lo contrario seguro que las azotaría. Pero les arroja por la cabeza lo que tiene a mano: lámparas, jarrones, despertadores…
—¿Y esas desapariciones de medicinas se producen muy a menudo?
—Por suerte, no. Supongo que por eso son tan sonadas. Ayer estuvieron recordando lo que ocurrió en este mismo barco, en el crucero del año pasado. Dicen que nunca la habían visto ponerse así, y que su difunto marido tuvo que contenerla. «¡Mis calmantes!», gritaba, sin parar, convertida en una salvaje. Derribó la mesilla de noche de un empujón, ¡y eso que parece débil! Por lo visto sufre dolores muy fuertes de articulaciones y de huesos. Puede que esconda drogas en el bolso. Drogas prohibidas. Morfina. ¿No es morfina lo que se usa contra el dolor?
Y abre aún más los ojos, sobreactuando.
—Es muy probable —asiente Dial—. ¿Qué te ha dicho Haggar?
—Viene hacia aquí.
Fattush también. Él y Haggar llegan al mismo tiempo. El criado le echa a Diana una mirada valorativa —de experto en maduritas cubiertas por albornoz—, pero el inspector se empeña en clavar sus ojos en los suyos y no pasar de ahí. Dial le sonríe con ternura, agradeciendo su muestra de respeto.
—¡Novedades! —proclama—. Luego te cuento.
Y dirigiéndose a Haggar:
—Vamos, vamos, criatura. Dime qué viste anoche.
El gesto de sorpresa del inspector se ve respondido con una mueca de «Ahora verás», que la detective expresa con satisfacción más que visible.
Haggar, con un movimiento ampuloso de brazos, que pone de relieve la amplitud de mangas de su camisa de seda blanca, empieza:
—La pasada noche, después de cenar con el resto de la servidumbre y los empleados del barco, tuve que trabajar con los equipajes. Mis ladies pasan el día cambiándose. Aunque las doncellas son eficaces, mi tarea de supervisor me obliga a no dejar nada al azar, como ya les conté en la anterior ocasión en que nos reunimos. En cualquier momento pueden solicitar una u otra prenda, incluso varias, y eso requiere que todo el material se encuentre en su sitio, al alcance de la mano. Como terminé pronto mi tarea, que implica gran responsabilidad, telefoneé a Joy para ofrecerle —aquí, una sonrisa para la joven, cuya respiración se acelera como siempre que habla Haggar, aunque disimula jugueteando con los bordes del canasto en donde duerme Yarita—, en fin, para acompañarla a ver la sala de máquinas, en cuya contemplación nuestra amiga había expresado cierto interés.
Oh, Dios santo.
—Acelera, hijo. —Diana cabalga una mano sobre otra y simula golpecitos de galope.
—Antes de acudir, ansioso, a mi cita con ella, pensé en asomar la cabeza por la cubierta superior, para ver cómo iba el asunto, porque igual se estaban preparando ya para bajar, en cuyo caso mis deseos se verían defraudados de forma inevitable…
—¿Y bien? —No está hoy la periodista para circunloquios a lo Sherezade.
—Como usted sabe, los tres compartimentos destinados en exclusiva a los equipajes de las señoras se encuentran en el centro de la cubierta inferior, separados de la zona salón-bar-comedor por el pasillo. Tengo la costumbre de utilizar la escalera de estribor, que queda cerca de esos camarotes, pero esta vez utilicé la de babor, pensando que así pasaría más desapercibido al sacar la cabeza, pues dicho conducto queda, no se les escapará, alejado de las mesas, en la zona en donde se encuentran las hamacas.
—¿Y bien? —Es Fattush quien ahora intenta acelerar al mozo.
—¡Y bien! —Haggar sigue, impasible, disfrutando con su narración y con el efecto que ejerce sobre la fascinada Joy—. Me proponía realizar dicha inspección a toda prisa, pasando por la cubierta intermedia sin detenerme. Pero hete aquí que, cuando me aprestaba a ascender el segundo tramo, con objeto de avistar en qué momento se encontraba la celebración y si mi presencia iba a ser requerida de forma inminente por mis amas, hete aquí, repito, que un sonido inesperado vino a detenerme. Un sonido sordo, como el que produce un bulto al caer, un bulto envuelto en ropa, nunca una maleta. Pensé, sin reflexionar demasiado, que podía haber dado en el suelo uno de los taburetes del bar, cuyo asiento forrado de terciopelo podría haber causado tal ruido. Mas ello no fue todo. Casi de inmediato me sorprendió un deslizarse de pisadas cautelosas, el revuelo de una túnica que apenas entreví… En un santiamén semejante intrusión, quizá fantasmal, quizá imaginada, desapareció.
—¿En qué dirección? ¿Proa, popa?
—No sabría decirlo. Duró el tiempo de un suspiro. Y yo, conducido por la exaltación de mis afanes, perdido en el ensueño de encontrarme con Joy, bien pude sufrir una desorientación espacial.
—Ya, pero algo viste. Un revuelo, has dicho. ¿El fragmento de la túnica de un camarero, de un salto de cama, de una bata de estar por el camarote, de la falda de un vestido de noche?
—No sabría decírselo. Fue como una ráfaga de viento, un visto y no visto, un es y no es.
—¿De qué color?
—Eso también lo ignoro —responde, contrito—. No había mucha luz en la cubierta intermedia, como ustedes mismos pudieron apreciar cuando bajaron y, bueno, se encontraron con lo que yo había oído caer: ¡Fuad el-Rashid! ¡Quién hubiera podido imaginarlo! ¡Nuestro cantante eterno, Fuad el Inmortal, el Bienaventurado, el Glorioso!
—Me sorprendes —insiste la detective, severa—. ¿Ningún detalle? ¿Nada? ¿Alguien tan observador como tú ni se enteró?
—Nada —se reafirma el otro—. Mi pensamiento, ya le digo, se hallaba completamente ocupado por la perspectiva de volver a ver a Joy. Cuando ocurrió, apenas reparé en el incidente. Lo pensé después, se lo conté a nuestra común amiga, y ella comprendió que usted debía saberlo.
Irónica, Diana comenta:
—Espero que, al menos, le enseñaras bien tu sala de máquinas. Una última cuestión, Haggar. ¿Sabes qué medicamentos guarda Lady Margaret en su bolso?
Niega con la cabeza.
—¿Y no tienes forma de averiguarlo?
—No suelta el bolso ni dormida.
—Sabemos que, al menos en otra ocasión, le ha desaparecido alguna medicina.
—Les aseguro que yo no fui.
—Nadie te acusa de nada —dice Diana—. Pero dime, ese robo tan sonado que registró en su bolso, en el otro crucero, ¿recuerdas cuándo se produjo? ¿Qué momento, qué día?
—¿Cómo podría olvidarlo? ¡Con la bronca que nos pegó, nada más despertar! Fue el mismo día en que el amo, Dios alabado y piadoso le tenga en su gloria, no salió vivo de su siesta.
Cuando los jóvenes abandonan el camarote, esta vez cargando él con el canasto y la niña, la detective pregunta a Fattush:
—¿Le crees?
—Algo debió de ver. —Pensativo, el inspector se tira de la coleta—. Y no lo cuenta todo.
—¿Qué querrá? ¿Dinero?
—O mantener el interés. Me parece que se toma demasiado en serio su papel de narrador oral. Puede que tema perder su empleo. Esta familia esconde no pocos asuntos lamentables. Los criados tienen que conocerlos o, al menos, intuirlos. Pero ver, oír y callar sigue siendo la mejor fórmula para que no le echen a uno. Aquí, en Egipto, y en el mundo.
—Bien, sí… Eso supongo. ¿Qué piensas hacer en lo que resta de la mañana? —se interesa Dial.
—Iba a proponerte que tomáramos el sol en cubierta. No lo hemos hecho aún, y me ilusiona. No creo que nunca más tenga la oportunidad de viajar en el
Karnak
.
—Hazlo tú, yo no puedo. He decidido que el de hoy sea nuestro día decisivo. No podemos seguir mareando la perdiz.
—«Haz que las cosas ocurran», que dicen los anglosajones.
—Eso es.
—¿Puedo echarte una mano?
—Desde luego. —Diana abre un cajón de la cómoda—. ¡Aquí está!
Es una cámara digital.
—Quiero que hagas fotos de todo el barco.
—Puedo usar mi teléfono.
—Demasiado discreto. Incluso esta cámara me parece pequeña. Nos iría menor mi Nikon con su teleobjetivo, pero la dejé en Luxor. Quiero que te vean hacer fotos y tomar notas. Ponte aparatoso, por favor. ¿Llevas cuaderno?
El inspector señala su cráneo:
—Todo lo retengo aquí.
—No me vale. —Le alarga uno de los suyos—. Necesito que montes el número del detective que sigue una pista. Que el asesino, o la asesina, se sienta en peligro.
Y le cuenta el resto de su plan.
La hora del almuerzo vuelve a reunir a las anfitrionas y sus comparsas en el comedor. Como hicieron el primer día, Fattush y Diana se encuentran ya en la barra del bar, disfrutando de sus respectivos dry martini y negroni, e intercambiando opiniones en voz alta a medida que los otros desfilan hacia el interior. Sueltan comentarios como:
—¡No me lo puedo creer! —Fattush, señalando la pantalla de la cámara digital.
—¡También yo tengo pruebas —Diana, eufórica—, y ha sido más fácil de lo que esperaba!
Él:
—¡Espera! ¿Qué te parece esta otra foto?
Ella:
—Oh, concuerda perfectamente con lo que sospechaba. ¡Pensar que, al principio, dudé! ¡Gracias por tan buena ayuda!
Cuando entran, por fin, en el comedor, simulan no percibir el expectante silencio que les recibe. Deliberadamente rutilante —ha abandonado su apego al beige y al negro y se ha puesto un jersey azul cielo que casa con los destellos rojizos de su pelo— y maquillada con arte, la detective, toda sonrisas para su compañero de aventuras, le propone servirse del bufet antes de pasar a su mesa.
—Ah, cuántas
delicatessen
—exclama—. ¡Y qué apetito tengo hoy!
—Como siempre que solucionas un caso —comenta él, también a gritos.
Ya servidos, atraviesan el comedor, enarbolando sus platos y sin dejar de charlar. Al cruzarse con Seboso, Diana le murmura unas palabras. El director mira a Fattush, como buscando la aquiescencia de un hombre, y el policía asiente con determinación.
—Me voy a quedar sin garganta —bufa la mujer, recuperando, tras sentarse, su tono de voz más sosegado—. Y hoy la necesitaré más que nunca. —Toma un trago de vino, picotea ensalada y aparta su plato—. Como sabes muy bien, querido cómplice, siempre que me apresto a resolver un caso pierdo el apetito. Y, más que nunca, hoy. Ni en mi vida como reportera, ni en esta corta existencia como detective, había ido tan de farol como en este caso.
El inspector le aprieta la mano.
—Cuenta conmigo.
Un gesto de simpatía que Roxana sorprende desde su mesa, y que le provoca una mueca de leona en celo. Por fortuna, Seboso se le acerca y desliza en su oído unas palabras que truecan su enfurruñamiento en asombro y, después, en entusiasmo. La falsa lady sabe lo que Dial se propone hacer después del almuerzo, y no sólo lo aprueba sino que está encantada.