Ella me trajo nuevamente al presente:
—Soy Joan Fuller.
—¡Jinx! —exclamé.
Sus ojos se humedecieron ligeramente, y parte de la seguridad que había mostrado en sí misma se derrumbó:
—Ya había perdido las esperanzas de que alguien me volviera a llamar de ese modo.
Tomé su mano solícitamente. Después quise dar una explicación a mi rudeza anterior:
—No te había reconocido.
—Ya me hago cargo. En cuanto a mi presencia aquí me rogaron que viniera a recoger las cosas de mi padre.
Le rogué que se sentara en el sillón y yo quedé apoyado en la mesa:
—Yo me hubiera ocupado de ello. Pero nunca hubiera podido imaginar... te contaba lejos de aquí.
—He vuelto para pasar un mes.
—¿Estabas con el doctor Fuller cuando...?
Me respondió con un gesto de la cabeza, y separó la vista de mí y de todo cuanto había sobre la mesa.
Reconocí inmediatamente mi error, al hablarle de tales asuntos en aquel preciso momento. Pero no podía dejar pasar de largo la oportunidad.
—Respecto a tu padre..., ¿crees que en los últimos días estaba preocupado por algo?
Ella se volvió hacia mí como si le hubiera sorprendido la pregunta:
—No, no me di cuenta. ¿Por qué?
—No, es sólo que... decidí mentir para evitar el hacerle daño ——. Estábamos trabajando en algo muy importante, y en aquellos momentos yo me hallaba fuera. Y me interesaría saber si llegó a resolver el problema.
—¿Y ese problema estaba ligado en algo, al control de funciones? Estudié su rostro con mucha atención.
—No, ¿por qué lo preguntas?
—¡Oh! No sé, por nada.
—Pero por alguna razón me lo habrás preguntado. Ella dudó:
—Pues yo diría que estaba un tanto cavilante y taciturno por algo. Pasaba una cantidad de tiempo enorme encerrado en su estudio. Y vi algunos libros que trataban de ese tema sobre su mesa.
No sé por qué, me dio la impresión de que estaba tratando de ocultarme algo:
—Si no te importa, me gustaría acercarme por allí un día de estos y echar una ojeada a sus notas. ¡Quién sabe si podría encontrar lo que estoy buscando!
—Esto, al menos, era más delicado que decirle de sopetón, que a mi juicio la muerte de su padre no había sido a causa de un accidente.
Abrió un bolso de plástico y comenzó a meter en él los efectos personales de Fuller: Me puede llamar cuando guste.
—Aún hay otra cosa. ¿Sabes si Morton Lynch fue a ver a tu padre a su casa recientemente?
Ella frunció el ceño:
—¿Quién?
Morton Lynch, el otro «tío» que tenias. Ella me miró con expresión indecisa: No conozco a ningún Morton Lynch.
Oculté mi perplejidad tras un gran silencio. Lynch había sido el hombre dedicado a la conservación y mantenimiento en la universidad. Se había venido con el doctor Fuller y conmigo, cuando Fuller dejó de enseñar para dedicarse a la investigación privada. Y además, había vivido con los Fuller durante más de una década, y no hacía más de dos años que había decidido trasladarse a los edificios más próximos a REIN.
—¿Que no te
acuerdas
de Morton Lynch? —reviví para mis adentros los imperecederos recuerdos de aquel hombre ya mayor, construyendo casas de muñecas para ella, reparándole los juguetes y llevándola sobre sus hombros para jugar a carreras, durante horas y horas.
Nunca oí hablar de él.
Preferí no insistir, y pensativamente, empecé a rebuscar entre el acopio de notas y papeles que había sobre la mesa. Me detuve cuando encontré el dibujo del guerrero griego, pero no le presté mucha atención en aquel momento.
—Jinx, ¿puedo hacer algo por ti?
Ella sonrió. Y su sonrisa me llevó de nuevo a la jovencita que había conocido con quince años. Vi en ella el perdido «interés» por mí que una vez sintiera en su vida.
—Todo irá bien —me dijo—. Papá me dejó un poco de dinero. Y por otra parte yo trabajaré haciendo uso de mi graduación en la evaluación de la opinión pública.
—¿Que vas a formar parte de los monitores de reacción?
—¡Oh, no! Es algo más que eso. Más profundo,
Evaluación
.
Había algo irónico en el hecho de que hubiera pasado cuatro años de su vida aprendiendo una profesión que dentro de poco iba a caer en desuso, a consecuencia del trabajo que su padre había hecho en el mismo período de tiempo.
Nuestros puntos de vista en este asunto, no coincidían. Se lo dejé entrever al decir: No hace falta que te dediques a ello, con los intereses que tienes en Reactions.
—¿El veinte por ciento de papá? No puedo cobrarlo. Oh, si, ya sé que es mío. Pero Siskin se apropió del dinero en un arreglo legal. En este caso él hizo las veces de gestor. Todos los dividendos están bajo custodia, y no puedo tocarlos, hasta que tenga treinta años.
Un verdadero lío. Y no es que hiciera falta mucha imaginación para ver los motivos.
Fuller no había sido el único en mostrar su acuerdo para que todos los esfuerzos y resultados de Reactions se dedicaran a una investigación que condujera a la elevación y mejora del espíritu humano, para intentar sacarlo de su todavía primitivo cenagal.
Había habido muchos otros votos, respaldando el de Fuller. Pero ahora, muerto éste, y Siskin arreglando las cosas para que el veinte por ciento de Fuller quedara bajo su tutela hasta que Jinx tuviera treinta años, era más que seguro y forzoso que el simulador utilizado para cualquier cosa, menos aquellas que tuvieran un sentido de provecho y de idealización.
Ella cerró su bolso de plástico:
—Siento mucho el haberme mostrado tan brusca. Pero la verdad es que estaba equivocada. Todo lo que podía pensar, después de haber leído en los periódicos algo acerca de la reunión de Siskin era que usted había querido arrebatarle el puesto a mi padre. Me tenía que haber dado cuenta antes de que estaba equivocada.
—Pues claro que lo estabas. De todos modos las cosas no van como quería el doctor Fuller. No me importa lo que ocurra. No creo que yo aguante aquí más tiempo del necesario para ver qué es lo que ocurre y cómo van las cosas, cuando el simulador se convierta en realidad. Los esfuerzos de tu padre, merecen tal satisfacción al menos.
Ella sonrió, puso el bolso bajo el brazo, y se acercó de nuevo hacia el montón de papeles en desorden. Un extremo de la página que contenía el dibujo en tinta roja, se veía asomar por debajo de otros papeles, y me dio la sensación de que el guerrero griego me estaba mirando de un modo burlón.
—Me imagino que querrá echarle una ojeada a todo esto —me dijo yendo hacia la puerta—. Le espero cuando guste en casa.
En cuanto se fue, me dirigí inmediatamente hacia la mesa, y comencé a buscar. Al cabo de unos instantes, quedó absorto, sin saber hacia dónde dirigir mi vista y mis manos.
El guerrero, ya no me miraba. Busqué y rebusqué entre todos los papeles. El dibujo no estaba allí.
Primero de un modo nervioso, después con mucho cuidado, miré y remiré todas las hojas, una y otra vez.
Volví a abrir los cajones, miré debajo de la mesa y por el suelo.
Pero el dibujo no estaba... como si nunca hubiera estado allí.
Pasaron varios días antes de que yo pudiera profundizar más en el enigma Lynch-Fuller y el guerrero griego. No es que mi inquietud no me impulsara a ello; más bien era debido a que me acuciaba la necesidad de dar una forma definitiva al simulador del medio ambiente, y llegar a integrar todas sus funciones.
Siskin me daba una prisa terrible. Quería que todo el sistema estuviera a punto para hacer una demostración en el plazo máximo de tres semanas, a pesar de que había todavía que incorporar a la máquina más de mil circuitos de reacciones subjetivas, para pasar de una «Población» primaria a una acumulación de más de diez mil.
Puesto que nuestra simulación de un sistema social tenía que llegar a formar una «comunidad» por sí misma, había que acoplar miles de circuitos primarios a sus respectivos pares de tipo físico. Este trabajo incluía toda una serie de detalles que comprendían entre otros, transportes, escuelas, casas, jardines públicos, animales domésticos, organización gubernativa empresas comerciales, parques, y tantas y tantas instituciones necesarias en cualquier área metropolitana. Naturalmente, todo ello estaba hecho de un modo simuelectrónico.
El resultado final, era la analogía electromatemática de una ciudad de tipo medio, ubicada de un modo insospechado en un mundo contrahecho y falseado. Al principio, me parecía imposible llegar a creer que, dentro de miles de cables, de millares de inductores y potenciómetros de precisión, de un sinfín de transistores y generadores de función, dentro de todos sus componentes, reposara una comunidad entera, siempre a punto para responder a cualquier interrogante que sobre la reacción de la gente ante un hecho determinado se pudiera plantear de un modo estimulativo a sus cerebros mecánicos.
Hasta que no intervine de lleno en uno de los circuitos, y vi con mis propios ojos el resultado de la operación, no me convencí.
Casi completamente exhausto, tras un día muy pródigo en actividad, traté de relajarme, puse los pies sobre la mesa, e hice cuanto me fue posible por alejar mi pensamiento del simulador.
Pero, al olvidar esto, no había más que otra cosa que pudiera venir a mi memoria...
Morton Lynch y Hannon Fuller, un guerrero griego, una tortuga arrastrándose, y una jovencita llamada Jinx, que se había hecho mayor, como de un día para otro, convirtiéndose en una señorita muy atractiva, pero desde luego muy olvidadiza.
Me incliné hacia delante, y accioné un botón del intercomunicador: La pantalla dio en seguida la imagen de un hombre de pelo blanco, de mejillas enjutas, y cuyo rostro evidenciaba la fatiga.
—Avery —dije—, tengo que hablar con usted.
—Por todos los santos... ahora no, hijo. Estoy muy cansado. ¿No puede esperar lo que me tengas que decir?
Avery Collingsworth —delante de su nombre había un doctor en física —se reservaba el privilegio de llamarme siempre «hijo», aun a pesar de que formaba parte de los hombres que había a mis órdenes. Pero a mí no me importaba en absoluto, puesto que anteriormente yo había sido su alumno, en sus clases de fisicoelectrónicas. Como resultado de tal asociación, él formaba parte del cuadro psicológico de Reacciones, Inc.
—No tiene nada que ver con REIN lo que he de decirle —le tranquilicé.
Él sonrió:
—En ese caso, puedes estar seguro de que estoy a tus órdenes. Pero te voy a poner una condición. Nos tendremos que reunir en Limpy's. Después del trabajo de hoy, creo que necesito un... —bajó la voz— un buen cigarro.
—Nos veremos en Limpy's dentro de quince minutos —accedí.
No soy un inveterado quebrantador de la ley. No poseo una persuasión muy firme sobre el artículo treinta y tres. Hay otros grupos de gente, que tienen otros puntos de vista, claro está. Pero para mí, el defender la postura de que la nicotina es un perjuicio enorme para la salud del individuo, y por consiguiente para la moral de la nación, no me entraba de un modo total y definitivo en la cabeza.
Pero no creo que el treinta y tres dure mucho. Ahora ya es tan poco popular como lo fuera el dieciocho hace cien años. Y no veo la razón por la cual un individuo no pueda fumar de vez en cuando, sobre todo si tiene cuidado en no soplar en dirección de las gentes afiliadas al «Salvad Nuestros Pulmones».
Al acordar la cita con Avery en el fumadero, para dentro de quince minutos, no tuve en cuenta a los CRM. No era porque tuviera miedo a tener problema alguno con los manifestantes que había enfrente. Bastante trabajo tenían con gritar desaforadamente cuando salí a la calle. Y hasta incluso se mostraron amenazantes.
Pero Siskin había hecho uso de su influencia, y había hecho que la policía montara todo un destacamento por los alrededores durante las veinticuatro horas del día.
Lo que me hizo retrasar fue todo un grupo de encuestadores de la opinión pública, que invariablemente escogían las últimas horas de la tarde para intensificar su esfuerzo, ya que era el momento en que podían caer libremente sobre las riadas de gente que salían de las oficinas y de los grandes establecimientos.
Limpy's no está más que unas cuantas manzanas de distancia desde Reactions. Así que decidí ir a pie, lo que me hacía ser un blanco inmejorable para los encuestadores.
Y ya lo creo que me asediaron.
El primero, precisamente, quería saber lo que yo pensaba acerca del artículo treinta y tres de prohibición, y si yo tenía alguna objeción que hacer a los cigarrillos sin humo y sin nicotina.
Aún no me había liberado de aquél, cuando vino una mujer vieja, con papel y lápiz en la mano, solicitando mi opinión sobre el aumento de tarifas de viaje, en los «tour» Luna Worther. El hecho de que yo no tuviera la menor intención de hacer una excursión semejante, no importaba lo más mínimo.
Cuando terminó, me había llevado tres manzanas más allá del Limpy's, y por tanto no me quedaba más remedio, que como había cogido poco antes la acera rodante que me transportaba a lo largo de la ciudad como las antiguas escaleras mecánicas de otros tiempos no me quedaba otra solución pues, que continuar dos manzanas más, hasta poder hacer el transbordo y tomar una plataforma de regreso.
Otro de aquellos encuestadores, se interceptó en mi camino de vuelta. Con mucha educación rechazó mi súplica de que me excusara de tales interrogatorios, haciendo valer los derechos que le otorgaba el Código de RM. Con impaciencia le dije que no creía que los stocks de productos que se pudieran hacer en Marte, tendrían una justificación en los incrementos de la demanda de consumo.
Había veces —y ésta era una de ellas— en que miraba con complacencia el momento en que las calles se verían por completo liberadas de aquellos seres entrometidos.
Con quince minutos de retraso sobre la hora acordada, llegué al Limpy's, me reconocieron, y me hicieron pasar a una habitación medio oculta, que se abría al otro lado de un bar.
En el interior, tuve que esperar unos instantes a que mis ojos se fueran acostumbrando al azul intenso que inundaba la habitación. Un olor fuerte, aunque agradable, de tabaco quemado, cubría el ambiente. Toda la habitación estaba sumida en un ruido que recorría todas las escalas y tonos. Y de un lugar oculto entre las paredes, llegaban las notas de una canción: «El humo ciega tus ojos».