Al volverse, el tejano vio tendido en tierra, de bruces, a un hombre en cuya espalda se veía hundido hasta la cruz un viejo puñal.
—¿Qué…? —empezó, a la vez que su mirada se clavaba en el revólver que aún empuñaba el caído.
—Creo que he llegado a tiempo, Bolton —anunció en aquel instante una voz por encima del muerto.
Y el joven vio ante él a un enmascarado a quien reconoció en seguida.
—¡
El Coyote
! —exclamó—. ¿Qué ha ocurrido?
—Que he llegado a tiempo de salvarle la vida. Su visitante se disponía a pegarle un tiro. Es usted muy descuidado con las puertas. Es muy peligroso dejarlas abiertas.
—¿Y por qué quería matarme? —preguntó con voz ligeramente temblorosa Bolton.
—Ya le advertí que le disputarían la posesión de Sierra de Pecadores. Esley quiso comprarle lo que le había vendido, y como no lo consiguió, su amigo vino a obtenerlo por otros medios.
—¿Cómo sabe que Esley vino aquí?
—Yo lo sé todo o casi todo —sonrió
El Coyote
—. Los acontecimientos se precipitan. Si se siente con valor para hacerles frente saldrá muy beneficiado. Si no… Es mejor que lo deje.
—Pero si no sé nada. Esley vino… Pero usted ya lo sabe, ¿no?
—Sí, oí hasta la última palabra de lo que hablaron. Si no le molesta hablar junto a un cadáver, le contaré todo el misterio de Sierra de Pecadores.
—He tomado parte en la guerra y he hecho algo más que hablar junto a un cadáver: he dormido entre más de treinta.
—Siéntese, pues.
—¿Y qué hará con ese hombre? No podemos dejarlo aquí.
—Lo llevaremos a otro sitio. No se apure.
El Coyote
sentóse en un sillón y prosiguió:
—Don Eduardo Ortiz era una excelente persona y un buen ganadero, pero no tenía la menor idea de geología ni de minería. El azar le hizo encontrar un buen yacimiento de oro en su rancho y lo explotó hasta agotarlo. Aunque obtuvo grandes beneficios, nunca comprendió el porqué de ellos. La forma en que halló el oro hubiese abierto los ojos al más torpe de los buscadores. Lo descubrió en un hoyo al pie de un alto acantilado de Sierra de Pecadores. Como si alguien hubiera vaciado allí un saco de pepitas mezcladas con pedruscos de toda clase. Pepitas de oro purísimo y algunas sumamente grandes. Pero agotado el yacimiento no pudo encontrar ni una más.
—¿A qué se debió eso?
—A una razón muy sencilla. Aquel hoyo donde don Eduardo encontró el oro no era más que el agujero producido por la cascada que hace un sinfín de siglos caía allí desde lo alto del acantilado. El oro que encontró era el que arrastraba el agua. Por eso no fue posible hallar más. Pero ese oro llegaba de alguna parte, o sea de una veta importante que se encontraba en algún punto de la montaña. Localizar dicha veta no habría sido nada difícil para un ingeniero de minas o un geólogo, pues forzosamente debía encontrarse en un punto determinado del curso del antiguo río. Como el cauce aún es parcialmente visible, no resultaría nada difícil hallar el yacimiento madre o la veta principal, que forzosamente se ha de encontrar en el curso superior o subterráneo del viejo río. Yo sé, aproximadamente, dónde se halla. La banda de la Calavera lo sabe con más exactitud. Por eso habían decidido pedirle a Esley esa sierra. Con ello hubieran compensado el botín perdido en su último golpe. Marche en seguida a San Alfonso del Río Cristales y vea si le es posible encontrar a alguien que sepa cómo se busca oro. Y no olvide que serán muchos los interesados en eliminarle de esta vida.
—¿Y este cadáver? —insistió Bolton—. No me atrevo a dejarlo aquí.
—Baje a comer o, mejor dicho, baje a cenar y cuando suba no lo encontrará. Hasta la vista, amigo Bolton.
—Adiós, señor
Coyote
.
En cuanto Bolton hubo salido de la habitación,
El Coyote
cerró la puerta y al momento abrióse otra oculta en la pared. Por ella entró Ricardo Yesares, el propietario de la posada.
—¿Fue necesario matarle? —preguntó, señalando el cadáver.
—Sí —replicó
El Coyote
—. No me atreví a limitarme a dejarle sin sentido. Estoy seguro de que no le hubiese impedido disparar.
—¿Quién es?
—Uno de la banda. Regístrale los bolsillos.
De ellos salieron los cincuenta mil dólares y un pequeño mapa en el cual se indicaban varios puntos.
—¿Qué mapa es ése? —preguntó Yesares.
—Sierra de Pecadores y el emplazamiento de la mina —contestó
El Coyote
—. Hemos hecho un buen hallazgo.
—Pero nos sobra el cadáver.
—Ya sé dónde dejarlo. ¿Has oído hablar alguna vez del juez Ezequiel Esley? Un canalla, un hombre sin piedad, un ser implacable, cruel, etc. Entre otras cosas malas que ha hecho figura la de haber aceptado la protección de la banda de la Calavera. Un error muy grande que le va a costar muy caro. Escucha…
Ezequiel Esley había bajado a cenar más por olvidar un poco los amargos tragos que estaba padeciendo que por sentir especial apetito ni interés por la cena. Si después de haberla comido le hubiesen preguntado de qué platos se componía, el pobre hombre no habría sabido describir ni uno solo de los excelentes platos ingeridos. A las diez y media subió a su habitación. ¿A quién encontraría en ella? Sin duda, al odioso emisario de la banda, que le comunicaría la muerte de Bolton. ¿Qué debería hacer en tal circunstancia?
Las dudas de Esley duraron el tiempo que tardó en entraren su cuarto. Apenas lo hizo vio que el representante de la banda estaba allí; pero no vivo, sino tendido de bruces en el suelo y con un puñal clavado en la espalda.
Esley estuvo a punto de dejarse caer en un sillón para resolver aquel inesperado problema que no se parecía a ninguno de los que él había previsto. ¿Quién había matado a aquel hombre? ¿Bolton? En tal caso, ¿lo habría llevado allí con el propósito de…?
En este punto fueron interrumpidas sus reflexiones por la entrada de una de las mujeres encargadas de la limpieza de las habitaciones, la cual al ver a Esley empezó a excusarse y a pedir perdón por haber entrado sin llamar. Pero apenas había comenzado a hablar vio el cadáver con el puñal clavado en la espalda y al instante comenzó a lanzar alaridos de espanto, a la vez que escapaba hacia la escalera anunciando a todo pulmón que había visto un muerto.
Ezequiel Esley le hubiera disparado de buen grado un tiro para hacerla callar; pero ya era demasiado tarde, y como si la mitad de la posada del Rey Don Carlos aguardase aquel clamor, por todas partes asomaban rostros curiosos y antes de dos minutos la habitación del juez estaba llena de gente que parecía no haber visto jamás a un hombre apuñalado por la espalda.
A los cinco minutos, y cuando aún Esley no se había podido hacer comprender por los que le preguntaban a coro qué había ocurrido, don Teodomiro Mateos, el jefe de policía de Los Ángeles, entraba en el cuarto y, dominando con su vozarrón todas las demás voces, impuso silencio y, encarándose con Esley, preguntó:
—¿Qué ha ocurrido, señor juez? ¿Ha matado a este hombre?
Sin esperar la respuesta de Esley, Mateos inclinóse para ver el rostro del cadáver y al verlo cubierto por la conocida máscara, volvióse hacia el juez y le estrechó calurosamente la mano, felicitándole:
—¡Magnífico, señor juez! Ha terminado usted con uno de esos bandidos que, por lo visto, se resisten a morir. ¡Muy bien! No se preocupe. Puede estar tranquilo. Su acto merecerá el parabién de la ciudad. Es usted un héroe de quien todos nos sentimos orgullosos.
Y sin esperar más, Teodomiro Mateos bajó a celebrar la afortunada muerte del bandido. Y como todos quisieron hallarse presentes, Esley quedó solo y abatido en su habitación, frente al cadáver cuya muerte se le acababa de achacar.
Al día siguiente, cuando Ezequiel Esley abandonó Los Ángeles, fue despedido por una comisión de los principales ciudadanos, entre los que figuraba el indiferente don César de Echagüe, que, demostrando una sombra de interés, le preguntó:
—¿Cómo lo hizo para despenar a aquel infiel? Nunca me lo hubiera imaginado tan bravo.
Esley encogióse de hombros, y como le urgía alejarse de aquella gentuza que le había colocado en semejante apuro, subió a su coche y, tomando las riendas, alejóse de la ciudad de Los Ángeles, prometiendo no volver jamás a ella.
Durante tres horas caminó todo lo deprisa que le permitió su caballo, y cerca de mediodía llegó ante una posada en la que pidió comida y cuadra para su caballo.
Dos hombres de no muy recomendable catadura se hicieron cargo del caballo y del coche y aseguraron que iban a llevarlo a la cuadra. Esley entró en la posada, y apenas había cruzado el umbral, la puerta cerróse tras él y el atribulado juez se encontró frente a unos veinte hombres cubiertos por las ominosas máscaras de la banda de la Calavera. En un momento fue desarmado y conducido hasta delante de una mesa tras la cual se sentaban cuatro enmascarados que por sus trajes parecían ser los jefes. Ante ellos tenían unas botellas de vino y vasos medio llenos. También tenían cada uno un revólver al alcance de la mano. Era indudable que aquellos hombres estaban allí para juzgarle y el motivo no podía ser otro que su supuesto asesinato del emisario de la banda.
—Buenos días, juez Esley —saludó el que ocupaba el extremo derecho de la mesa—. ¿Esperabas vernos?
Esley, abatido, movió negativamente la cabeza. No esperaba nada, porque en pocos días todo había ido tan mal que sobraba la esperanza.
—¿Quién mató a nuestro emisario? —preguntó el enmascarado que antes hablara.
—No lo sé —replicó Esley.
—¿Fuiste tú?
—No.
—¿Seguro?
—¿Qué beneficio iba a obtener de su muerte? —preguntó con opaca voz el juez.
Los cuatro enmascarados cambiaron una rápida mirada. Los demás miembros de la banda estaban reunidos en torno a la mesa y al hombre a quien se estaba juzgando. Todos iban armados con fusiles, pero no todos llevaban máscaras.
—No, no ibas a obtener otro beneficio que el de cincuenta mil dólares y un mapa —dijo lentamente el bandido.
—¡Yo le devolví el dinero! —casi chilló Esley.
—Entonces, ¿sabías que llevaba cincuenta mil dólares encima?
—Me los entregó para que recuperase la sierra.
—¿Y qué?
—Bolton no quiso volver a vender. Entonces él fue a verle…
Esley explicó detalladamente lo ocurrido y al terminar se dio cuenta de que sus palabras eran creídas, aunque esto no le produjo ningún alivio, pues en seguida se dio cuenta, también, de que ya no podría jamás desligarse de su asociación con aquellos bandidos.
—Eso ha sido obra del
Coyote
—declaró uno de los jefes—. Ha adivinado el juego y ha intervenido a tiempo. Ahora tiene el plano del yacimiento de oro y no podremos nada contra él; pero aún existe un medio. Esley, otros le hubieran matado sin detenerse a reflexionar si era usted un traidor o no. Nosotros hemos preferido oírle y le creemos, pero también creemos que debe ayudarnos con más interés del que ha demostrado hasta ahora.
—¿Qué puedo hacer?
—A nosotros nos interesan dos cosas: el oro de Sierra de Pecadores y acabar con
El Coyote
. Bolton es amigo del
Coyote
. Por él podremos llegar a su jefe. Siga nuestras instrucciones al pie de la letra. En primer lugar, procuraremos atraer a ese enemigo nuestro a un sitio donde nos sea fácil exterminarlo. El plan es el siguiente…
Cuando Esley hubo escuchado el plan de sus forzados amigos sintió un terrible vacío en el estómago.
—Pero si
El Coyote
sabe que yo estoy aliado a ustedes, me hará pagar las culpas…
—No sea imbécil, Esley —interrumpió uno de los cuatro jefes—.
El Coyote
sabe quiénes son sus más peligrosos enemigos y caerá en la trampa. Caerá por su propia voluntad.
—¡Ojalá sea cierto!
—Lo será. Continúe su viaje a San Alfonso de Río Cristales. No olvide que una de las ventajas de los bandidos sobre los que se quieren presentar como justicieros es la de que los justicieros sólo pueden obrar de una forma. Y sabiendo cómo han de hacerlo, es muy fácil tenderles una buena emboscada. Adiós, Esley.
Cuando reanudó su viaje, el juez Esley era el hombre más abatido y atribulado del universo. Sentíase cogido en un remolino de peligros, sin que le fuese posible hacer nada por escapar. Iría donde le llevase la corriente y ya no podría volver atrás.
Meditando sobre el proyecto de los bandidos, Esley no pudo evitar un escalofrío. No era un hombre aficionado a los peligros y en todo aquello veía uno muy grande.
Ralph Bolton había registrado concienzudamente Sierra de Pecadores y no supo encontrar el cauce del río ni, mucho menos, la mina de oro. Indudablemente, su fuerte no era el buscar oro.
Montando de nuevo en su caballo, comenzó a descender hacia rancho Ortiz. A lo lejos vio llegar a un jinete que avanzaba sin ninguna prisa y al cual no reconoció hasta tenerlo casi delante.
—¡Señorita Dolores! Creí que era un hombre.
Dolores Ortiz vestía como un vaquero y sólo la cabellera denunciaba su verdadero sexo.
—Salí a pasear —explicó la joven—. Le vi descender de Sierra de Pecadores y quise ver quién era. ¿Busca caballos salvajes?
—No, señorita. Busco oro.
—¿En mis tierras? —preguntó Dolores, olvidando sus palabras de la primera entrevista.
—¿Sus tierras? —preguntó a su vez Bolton.
Dolores se echó a reír.
—La otra vez que nos vimos le engañé. Soy Dolores Ortiz, y este rancho es mío. ¿Puede decirme ahora por qué busca oro en mis tierras?
—Lo busco en las mías, señorita. Compré toda la sierra al juez Esley.
—¿Sierra de Pecadores?
—Creo que ése es su nombre. Sí, la compré toda en diez mil dólares, aunque creo que él le dirá que sólo pagué dos mil quinientos. Tiene usted un formidable tutor, señorita.
—No entiendo… ¿Es que el señor Esley me estafa?
—Sí. No sólo la estafa, sino que la está robando. Y tengo la desagradable sospecha de que involuntariamente yo le ayudé en sus robos. Por lo menos, en uno de ellos. Me refiero a aquella venta de ganado.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—El día en que nos conocimos…
Un súbito galopar de caballos interrumpió la conversación. Por dos puntos avanzaban hacia ellos unos quince jinetes, en cuyas manos brillaban ya las armas.