—Es una realidad, y si adopto este disfraz no es por un afán de melodramatismo, sino como simple precaución. Siéntese, pues quiero hablar con usted.
—¿Por dónde ha entrado? —preguntó Bolton—. Cerré la puerta con llave y aún la veo en la cerradura.
—Podría decirle que
El Coyote
se sabe filtrar a través de las paredes; pero no me creería. Bástele saber que he entrado. Necesito su ayuda en beneficio de otra persona. Usted ha ganado más de cien mil dólares en un negocio de reses. Piensa establecerse en California en vez de hacerlo, como tenía proyectado, en Tejas. El motivo se llama Dolores. ¿Me equivoco?
Bolton no pudo disimular su asombro ante estas palabras.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó.
—Lo sé todo o, por lo menos, casi todo. El motivo habita en el rancho Ortiz. Por lo tanto, le voy a ayudar, porque deseo ayudar a la señorita Dolores. Hay alguien que trata de hacer todo lo contrario. Al norte del rancho Ortiz se levantan unas montañas llamadas la Sierra de los Pecadores, porque hace algunos años un par de franciscanos retiráronse allí a vivir como eremitas. Levantaron un par de casitas de piedra y una minúscula capilla. La gente los conocía por el mismo nombre que se daban, o sea por el de pecadores. La pequeña sierra quedó así bautizada. Se trata de un terreno estéril y sin ningún valor conocido. Hace muchos siglos, tal vez antes del Diluvio Universal, corría por allí un río que nacía de una caudalosa fuente cuyas aguas se hundían en la tierra y reaparecían al pie de la sierra. Aún se puede ver el cauce y se advierte el punto donde el río se convertía en cascada. La sierra constituye el límite del rancho Ortiz, y al otro lado existen tierras bastante buenas, no para pastos, sino para cultivos de naranjas o limones. No, no exprese repugnancia. California está destinada a ser un paraíso de los frutales. Dentro de pocos años las naranjas y los limones valdrán más que el ganado. El Valle de los Pecadores podrá usted adquirirlo por diez mil dólares. Dentro de treinta años valdrá un millón o más. Su propietario está dispuesto a venderlo. Es don Julián de Arnedo, un viejo español sin hijos y sin familia que no desea otra cosa que vender sus tierras y regresar a España. Hable con el juez Esley y pídale que realice la gestión. De paso, dígale que, a fin de ver si puede encontrar alguna mina de agua para riego, desea adquirir toda la Sierra de Pecadores. Estoy seguro de que se la venderá, pues aunque pertenece al rancho Ortiz, es un terreno poco menos que inutilizable. Puede que le pida otros diez mil dólares por ella. Páguelos. Puede decir que estaba dispuesto a pagar veinticinco mil dólares por todas aquellas tierras. Cuando sea dueño de la sierra y del valle extienda un testamento a favor de cualquier amigo. Así todos sabrán que en el caso de que usted muriese las sierras pasarían a otras manos.
—¿Y con qué fin me propone eso? —preguntó Bolton.
—Para ayudar a Dolores.
—¿No será para hacerme tirar estúpidamente veinte mil dólares?
La respuesta del
Coyote
fue llevarse la mano derecha al bolsillo de su chaquetilla y sacar de ella un fajo de verdosos billetes de banco que tiró sobre las rodillas de Bolton.
—Aquí tiene veinticinco mil dólares —dijo—. Empléelos y cuando se haya convencido de que ha hecho un buen negocio vendré a que me los devuelva. Y no le hablo con más claridad porque si supiese toda la verdad tal vez dejaría entrever algo de ella y no es conveniente. A su debido tiempo lo sabrá todo. Siga mis instrucciones. No se arrepentirá. Y si necesita verme, regrese a Los Ángeles, pida esta habitación y aguarde. No tardaré en llegar.
—No me gusta ser manejado a ciegas, sin saber lo que hago ni por qué lo hago.
—De momento no puedo hablarle más claro, Bolton. Si tiene miedo, prescindiré de usted; pero no olvide que en la jugada va Dolores.
—Por lo menos, dígame quién es esa mujer. No puedo creer que sea una criada…
—Esa pregunta debe hacérsela a ella. Compre las tierras y defiéndalas sin miedo, porque antes de que hayan transcurrido tres días de su adquisición recibirá ofertas muy tentadoras. Por mucho dinero que le ofrezcan, usted no las venda.
—No comprendo nada, señor
Coyote
—sonrió Bolton—. Admito que está usted enterado de ciertas cosas y que este dinero basta para convencerme de que no intenta causarme ningún daño; pero ¿qué necesidad hay de esto? ¿Por qué no trabaja usted solo?
—Por la sencilla razón de que en este juego yo tengo ya un papel determinado bajo mi verdadera personalidad, y si desempeñara dos papeles se descubriría quién es
El Coyote
. Vaya a ver al juez Esley y pídale las tierras de que le he hablado. Tan pronto como estén en su poder yo volveré a verle y le explicaré la verdad. Ahora tenga la bondad de meterse otra vez en la alcoba y, entretanto, yo escaparé por aquí. No conviene que se entere usted por dónde me filtro.
Ralph Bolton entró en la alcoba y un momento después, al salir, vio que, a pesar de que la puerta seguía como antes,
El Coyote
había desaparecido. Buscó por toda la habitación, tanteó las paredes y por fin, después de una hora de inútil búsqueda de la salida secreta, se dio por vencido y descendió a cenar.
****
Ezequiel Esley había escuchado con gran atención la demanda de Bolton relativa a las tierras de la Sierra de Pecadores.
—¿Dices que ya has comprado el valle? —preguntó.
—Sí. Don Julián de Arnedo acaba de vendérmelo. Es un terreno inmenso.
—Pero nada útil para pastos. Tierra arenosa y seca.
—Pero si hace siglos hubo en Sierra de Pecadores un río, estoy seguro de que quedará alguna fuente o alguna mina de agua.
—¿Estás seguro de poderla encontrar?
—Si estuviese seguro esas tierras valdrían una fortuna. Creo que debe de existir agua, aunque yo no he visto la menor señal de ella.
—Ni tú ni nadie —sonrió Esley—. Creo que podré conseguirte esa tierra donde no crecen más que plantas espinosas. ¿Cuánto estás dispuesto a pagar por ella?
—Hasta diez mil dólares. Es casi lo que me costaría instalar un pozo artesiano y realizar los sondeos.
—Eso tendremos que arreglarlo en Los Ángeles. Vayamos mañana allí y yo hablaré con el administrador del rancho Ortiz. Estoy casi seguro de que querrá vender, pero tal vez exija cierta prudencia por tu parte. Si en el contrato de venta se fijara a la sierra un valor de dos o tres mil dólares, tú no deberías protestar aunque pagases diez mil dólares… ¿Comprendes? Estos californianos lo son todo menos decentes, y si no es a base de realizar un beneficio particular, el hombre no tendrá interés en vender. Al fin y al cabo, se trata de unas tierras que no sirven para nada y al administrador tanto le dará venderlas como no. Si puede realizar un beneficio venderá.
—¿Y quién es ese administrador? —preguntó Bolton.
—La propietaria es una muchacha y su tutor es un tal Echagüe. Hombre muy rico; pero que desea serlo todavía más.
—No me importa. Lo que yo quiero son las tierras.
****
Proclamando a bostezos su aburrimiento, César de Echagüe se dispuso a escuchar a Ezequiel Esley.
—He venido a molestarle, don César, porque se nos presenta una oportunidad de vender una parte de las tierras de Ortiz que no tienen ningún valor. Me refiero a la Sierra de Pecadores. Ayer habló conmigo un tejano que alimenta un estrafalario proyecto de cultivos intensos y cree que en la Sierra de Pecadores puede encontrar agua para regar sus tierras. Está dispuesto a pagar dos mil quinientos dólares por toda la sierra.
—Aquello no vale ni un dólar.
—En efecto —asintió Esley—. Pero ya sabe cómo son ciertas personas; creen haber tenido una idea genial y no se resignan a admitir que es una idea estúpida. ¿Cree que puedo vender esa sierra que nunca se ha utilizado para nada?
—Desde luego, señor Esley. Y no tenía usted que haberse molestado en pedir mi consentimiento.
—Prefiero hacerlo, don César. Así Dolores estará convencida de que obro en su interés y de que no me guía ningún otro móvil.
—¿Quién iba a pensar tal cosa? —bostezó César—. Todos sabemos lo mucho que se interesa usted por Dolores. Venda todo cuanto quiera y compre lo que le parezca. Y, sobre todo, procure molestarme lo menos posible; bastantes quebraderos de cabeza me dan mis haciendas.
Esley abandonó el rancho de San Antonio convencido de que don César era un imbécil magnífico y sumamente útil para sus planes.
Aquella tarde Ralph Bolton recibía, debidamente extendido y legalizado, el título de propiedad de la llamada Sierra de Pecadores.
Por su parte, Esley recibió aquella noche una segunda visita del enmascarado que le visitara por primera vez en su casa en San Alfonso. Lo encontró al entrar en su habitación de la posada del Rey Don Carlos y, como la vez anterior, su sorpresa no tuvo nada de agradable.
—¿Qué ha hecho, Esley? —preguntó el enmascarado.
—No creo haber hecho nada —replicó el juez.
—¿Qué tierras ha vendido a ese Bolton?
—Las de Sierra de Pecadores. Un terreno que no vale absolutamente nada.
—¡Imbécil! —rugió el de la máscara de calavera—. ¿Sabe cuál era el premio que pensábamos pedirle a cambio de nuestra ayuda? Pues la entrega de esas tierras. ¡Y usted las ha vendido a Bolton! ¿Para qué las quiere?
—Para buscar agua… —murmuró Esley, explicando a continuación todo lo relativo a la demanda de Bolton y a sus proyectos de cultivo.
—¿No hay nada más? —insistió el enmascarado.
Esley explicó lo de la diferencia de precio.
El de la banda de la Calavera tiró sobre la mesa un fajo de billetes de banco y dijo:
—Aquí tiene cincuenta mil dólares. Ofrézcalos a Bolton por las tierras. Y no vuelva sin ellas. Vaya a verle en seguida.
Esley tomó el dinero, guardándolo en un bolsillo. AI llegar al pasillo se detuvo y su mano se cerró en torno de la culata de un revólver de grueso calibre y corto cañón. ¿No podría entrar de nuevo en su cuarto y matar de un tiro a aquel hombre? Si lo hiciese nadie le acusaría de nada. La máscara que cubría el rostro de su visitante era una indicación demasiado clara de la identidad de aquel hombre para que se pudiera pensar en otra cosa que en un asalto a mano armada que el juez había rechazado valientemente.
Pero en seguida recordó Esley que aquel hombre sólo era un miembro de una poderosa banda que no retrocedería ante nada para vengar la traición del hombre a quien había ofrecido su ayuda en su lucha contra
El Coyote
. No, no conseguiría nada matando a un miembro de aquella terrible banda.
Recorriendo el pasillo hasta la habitación de Bolton, Esley llamó a la puerta y al recibir permiso desde el interior entró en la estancia.
—Buenas noches, señor Esley —saludó Bolton—. ¿A qué debo el honor de su visita?
—Ha ocurrido algo inesperado, Bolton —dijo Esley—. Se trata de las tierras de Sierra de Pecadores. Cometí un error en los documentos y tendremos que reformarlos.
—Los documentos están en orden, Esley —replicó Bolton, recordando los consejos que le diera
El Coyote
—. Los hice comprobar por un abogado y me aseguró que no había error alguno. Soy propietario de Sierra de Pecadores.
Esley comprendió que la lucha iba a ser más difícil de lo que había imaginado. También sospechó que por algún motivo desconocido para él Sierra de Pecadores tenía más valor del que le había atribuido. Sin duda, un valor que sólo Bolton y la banda de la Calavera conocían. Una rabia sorda le invadió. ¿Por qué se había dejado engañar por aquellos bandidos?
—Le devolveré lo que ha pagado por esa sierra, Bolton —dijo Esley—. Y le hablaré con entera franqueza. Yo soy el tutor de Dolores Ortiz. Quise cometer una estafa y ahora me veo en un verdadero apuro. Si usted no me devuelve los títulos de propiedad estoy perdido.
—No pienso devolvérselos, juez Esley —dijo, fríamente, Bolton.
—Le daré veinticinco mil dólares por la sierra. Son quince mil más de lo que usted ha pagado.
—No.
—Treinta mil.
—No.
—¡Cuarenta mil, Bolton! ¡Y no puedo darle más!
—Es inútil, Esley, no quiero vender estas tierras.
—¿Qué interés tienen para usted?
—Ya se lo dije.
—No, no me dijo la verdad. Usted las quiere para perderme.
—Tal vez.
—Le daré cincuenta mil dólares. Téngalos…
Esley tendió a Bolton el dinero que le había entregado el representante de la banda de la Calavera.
Bolton movió negativamente la cabeza.
—No, no quiero nada —dijo—. Ignoro si es verdad que con mi negativa lo hundo, juez Esley; pero ¡ojalá fuera así! ¿Recuerda aquel día en que usted lamentó no poderme enviar a la horca? Yo no lo he olvidado jamás. Como tampoco podré olvidar los años pasados en el correccional al que usted me envió. Juré vengarme y creo que ha llegado el momento. Puede marcharse, Esley, y crea que no deseo otra cosa que sea verdad eso de que le perjudico. Lo único que lamento es que seguramente el daño que le causo no bastará para enviarle al presidio.
Esley dirigió una mirada llena de odio a Bolton.
—Está bien —dijo con voz temblorosa—. Usted se ha buscado el daño. No olvide que vine en son de paz. Cuando vuelva será en son de guerra.
Esley salió violentamente de la habitación y regresó a la suya. De momento creyó que el enmascarado se había marchado ya; pero apenas hubo cerrado la puerta le vio surgir de detrás de las cortinas de la alcoba.
—No ha conseguido nada, ¿verdad? —preguntó el otro.
—Nada —replicó Esley, tirando sobre la mesita el fajo de billetes—. No quiere vender. Y lo peor es que legalmente no se le puede privar de esas tierras.
—Existen otros medios —dijo el bandido, acariciando la negra culata de su revólver—. Veremos si yo tengo más suerte.
El hombre guardó el fajo de billetes y sin decir nada más abrió la puerta de la habitación, se aseguró de que el pasillo estaba desierto y, pegándose a la pared como una sombra, deslizóse hacia la habitación de Bolton. Al llegar a la puerta pegó el oído a la cerradura y aguardó inmóvil durante varios segundos. El tintinear de las espuelas de Bolton le indicaba cada uno de sus pasos, y cuando por dicho ruido comprendió que el joven había entrado en la alcoba hizo girar suavemente el tirador y deslizóse dentro de la estancia. Como había supuesto, Bolton se encontraba en la alcoba.
El bandido empuñó su revólver y apoyó el pulgar en el percusor; luego, lentamente, avanzó hasta la alcoba y por entre las cortinas vio a Bolton que se estaba poniendo una camisa limpia. Levantando el revólver el enmascarado fue a armar el percusor. Los puntitos de mira de su arma estaban centrados en la espalda de Bolton. Éste se sentía invadido por un desasosiego que le advertía de una presencia extraña en la estancia. Oyóse un leve silbido y un golpe blando, al que siguió un ahogado grito de dolor y la caída de un cuerpo al suelo.