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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (26 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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Suki se picó y colgó. Al otro lado de la calle, Emma dedicó un momento a observar a Dexter, que decía palabrotas con el teléfono en la mano. Seguía estando guapísimo con traje. Lástima de sombrero, pero al menos no llevaba sus absurdos cascos. Viendo que se alegraba de reconocerla, le dio un ataque de cariño, y de esperanzas sobre la velada.

–Te iría mejor no tenerlo –dijo, señalando el teléfono con la cabeza.

Él se lo metió en el bolsillo, y le dio un beso en la mejilla.

–Imagínate que tienes que elegir entre telefonearme a mí, a mí personalmente, o telefonear a un edificio donde en ese momento puedo estar o no…

–Telefonear al edificio.

–¿Y si no oigo la llamada?

–¿Tú, no oír una llamada? ¡No, por Dios!

–Ya no estamos en 1988, Em…

–Sí, ya lo sé…

–Seis meses. Calculo que en seis meses cederás…

–Jamás…

–¿Nos apostamos algo?

–Vale, venga: si me compro un teléfono móvil alguna vez en la vida, te invitaré a cenar.

–Ah, pues no estaría mal, para variar.

–Además, perjudican al cerebro…

–¡Qué van a perjudicar al cerebro…!

–¿Cómo lo sabes?

Se quedaron un rato sin decirse nada, ambos con la vaga sensación de que la noche no había empezado bien.

–Me parece mentira que ya me estés regañando –dijo él, malhumorado.

–Bueno, es que es mi trabajo. –Ella sonrió y le dio un abrazo, juntando sus mejillas–. Yo no te regaño. Perdona, perdona.

Tenía la mano de Dexter en la nuca.

–Hacía siglos.

–Demasiado.

Dexter se apartó.

–Por cierto, estás preciosa.

–Gracias, tú también.

–Bueno, precioso no…

–Pues entonces guapo.

–Gracias. –Le cogió las manos y se las apartó hacia los lados–. Deberías ponerte más vestidos. Casi se te ve femenina.

–Muy bonito, el sombrero, pero ya te lo puedes quitar.

–¡Y los zapatos!

Emma dobló el tobillo hacia él.

–Son los primeros zapatos de tacón ortopédicos del mundo.

Se abrieron paso hacia la calle Wardour. Emma cogió el brazo de Dexter, y después pellizcó la tela de su traje entre el pulgar y el índice, para frotar su extraña pelusilla.

–Por cierto, ¿qué es? ¿Terciopelo? ¿Velur?

–Piel de topo.

–Yo de esa tela tuve un chándal.

–Vaya par que somos, ¿eh? Dex y Em…

–Em y Dex. Como Rogers y Astaire…

–Burton y Taylor…

–María y José…

Dexter se rio y le cogió la mano. Pronto estuvieron en el restaurante.

Poseidon era un búnker gigantesco excavado en los restos de un aparcamiento subterráneo. Se entraba por una escalinata enorme y teatral que parecía flotar como por arte de magia sobre la sala principal, sometiendo a permanente distracción a la clientela de abajo, que se pasaba gran parte de la noche evaluando la belleza o fama de los que llegaban. Emma, que no se sentía ni bella ni famosa, bajó encorvada, con una mano en la baranda y la otra en la barriga, hasta que Dexter le cogió la segunda y se paró a observar la sala con el mismo orgullo que si fuera el arquitecto.

–¿Qué, qué te parece?

–El Club Tropicana –dijo ella.

El interiorismo se inspiraba en los transatlánticos de lujo de los años veinte: bancos de terciopelo, camareros de uniforme con cócteles, y ojos de buey decorativos sin vistas a nada, y esa falta de luz natural le daba un aspecto submarino, como si ya hubiera chocado con el iceberg, y se estuviera yendo a pique. Las pretensiones de elegancia zozobraban aún más por culpa del bullicio y ostentación de la sala: un ambiente de juventud, sexo, dinero y fritura que lo impregnaba todo. Ni todo el terciopelo burdeos y los manteles color melocotón sin una arruga del mundo podían acallar el ruido tumultuoso de la cocina a la vista, una confusión de acero inoxidable y manchas blancas. Conque aquí están finalmente, pensó Emma: los ochenta.

–¿Te lo has pensado bien? Esto parece un poco caro.

–Ya te lo dije: invito yo.

Dexter le metió la etiqueta por detrás del vestido, no sin echarle un vistazo. Después le cogió la mano y la acompañó por el resto de la escalera, a un trotecillo como de Fred Astaire, hacia el meollo de todo aquel dinero, sexo y juventud.

Un hombre guapo y elegante, con absurdas charreteras de marino, les dijo que tendrían la mesa preparada en diez minutos. Así pues, se abrieron paso hacia el bar de cócteles, donde otro falso marinero se afanaba en hacer malabarismos con botellas.

–¿Tú qué quieres, Em?

–¿Un gin-tonic?

Dexter la reprendió con un chasquido de la lengua.

–Que no estás en el bar Mandela. Tienes que tomarte algo serio. Dos martinis de Bombay Sapphire, muy secos, con una rodaja de limón. –Emma estaba a punto de hablar, pero Dexter levantó un dedo autocrático–. Hazme caso. Los mejores martinis de Londres.

Emma obedeció, y mientras ella profería aaahs y ooohs de admiración por el desempeño del barman, Dexter le fue haciendo comentarios.

–El truco es tenerlo todo muy, muy frío antes de empezar. Agua helada en el vaso, y la ginebra en el congelador.

–¿Y tú cómo lo sabes?

–Me lo enseñó mi madre cuando tenía… ¿Cuántos años? ¿Nueve?

Entrechocaron las copas, en un brindis silencioso por Alison. Los dos volvían a tener esperanzas, de cara a la velada y de cara a su amistad. Emma se llevó el martini a los labios.

–Nunca lo había probado.

El primer sorbo era delicioso, helado, embriagador desde el primer momento. Se estremeció, intentando no derramarlo. Justo cuando iba a dar las gracias a Dexter, él le puso su copa en la mano, después de haberse bebido como mínimo la mitad.

–Voy al baño. Los de aquí son increíbles. Los mejores de Londres.

–¡Ya tengo ganas de verlos! –dijo ella, pero Dexter se había ido.

Se quedó sola con dos copas en la mano, intentando exudar un aura de confianza y de
glamour
, para no parecer una camarera.

De pronto vio a su lado a una mujer alta, con corsé de piel de leopardo, medias y liguero; fue una aparición tan brusca y sorprendente, que se le escapó un pequeño grito, a la vez que se tiraba el martini en la muñeca.

–¿Cigarrillos?

Era una mujer de una belleza excepcional, voluptuosa, casi desnuda, como la imagen del fuselaje de un B-52, con unos pechos que parecían apoyados en una bandeja colgante de puros y cigarrillos.

–¿Desea usted algo? –repitió, sonriendo a través de la base de maquillaje, mientras se ajustaba con un dedo su gargantilla de terciopelo negro.

–No, no, no fumo –dijo Emma, como si fuera un defecto personal que tenía pensado remediar.

La chica, sin embargo, ya había redirigido su sonrisa por encima del hombro de Emma, agitando el encaje negro y pegajoso de sus pestañas.

–¿Cigarrillos, caballero?

Dexter sonrió y sacó la cartera del interior de su chaqueta, echando un vistazo a los artículos expuestos bajo los pechos de la vendedora. Con un gesto teatral de hombre avezado, se decidió por un paquete de Marlboro Lights. La cigarrera asintió con la cabeza, como si el caballero hubiera hecho una magnífica elección.

Dexter le dio un billete de cinco libras doblado a lo largo.

–Quédate el cambio –dijo, sonriendo.

¿Existía alguna frase que diera tanto poder como «quédate el cambio»? Antes a Dexter le cohibía decirlo, pero ya no. La cigarrera le obsequió con una sonrisa increíblemente afrodisiaca, y en un momento de crueldad, Dexter deseó que quien le acompañase a cenar fuese ella, en vez de Emma.

Mírale, qué mono él, pensó Emma al fijarse en su atisbo de complacencia. En otros tiempos, no muy lejanos, todos los chicos querían ser el Che Guevara. Ahora todos querían ser Hugh Hefner. Con una consola de videojuegos. Mientras la cigarrera se contoneaba multitud adentro, llegó a parecer que Dexter quisiera darle una palmada en el culo.

–Tienes baba en la piel de topo.

–¿Cómo?

–¿Qué ha sido eso?

–La cigarrera. –Dexter se encogió de hombros, metiéndose en el bolsillo el paquete sin abrir–. Este sitio es famoso por esto. Es
glamour
, un poco de teatro.

–¿Y por qué va vestida de prostituta?

–No lo sé, Em; puede que tenga los leotardos de lana negros en la lavadora. –Cogió su martini y se lo acabó–. Postfeminismo, ¿no?

Emma puso cara de escepticismo.

–Ah, ¿ahora lo llaman así?

Dexter señaló con la cabeza el culo de la cigarrera.

–Si quisieras, podrías parecerte.

–No hay nadie como tú para no enterarse de las cosas, Dex.

–Lo que quiero decir es que es una elección. Da poder.

–Qué cerebro privilegiado…

–¡Mientras decida ella, que se vista como quiera!

–Pero si se negara, la despedirían.

–¡Sí, y a los camareros! Además, igual le gusta ir así; igual es divertido, y la hace sentirse
sexy
. Eso es feminismo, ¿no?

–Bueno, no es la definición de diccionario…

–¡No me tomes por una especie de machista, que yo también soy feminista! –Emma chasqueó la lengua y puso los ojos en blanco, recordándole a Dexter lo pesada y moralista que podía ser–. ¡Que sí, que soy feminista!

–… y yo lucharía a muerte, pero a muerte, ¿eh?, por el derecho de las mujeres a enseñar las tetas para que les den propina.

Esta vez fue él quien puso los ojos en blanco y se rio condescendientemente.

–Que no estamos en 1988, Em.

–¿Y eso qué quiere decir? Lo repites todo el rato, pero aún no sé qué quiere decir.

–Quiere decir que no sigas luchando por causas perdidas. ¡El movimiento feminista debería centrarse en la igualdad de salarios y la igualdad de oportunidades y derechos civiles, no sobre decidir lo que se puede poner una mujer los sábados por la noche por decisión propia, y lo que no!

La boca de Emma se abrió de indignación.

–No es lo que he…

–¡Además, invito yo! ¡No me agobies!

Era en momentos así cuando Emma tenía que recordarse que estaba enamorada de él, o lo había estado hacía mucho tiempo. Estaban a punto de embarcarse en una discusión tan larga como estéril, que Emma tenía la sensación de poder ganar, pero que les estropearía toda la velada. En vez de eso, escondió la cara detrás de la copa, mordió el cristal y contó lentamente, hasta que dijo:

–Cambiemos de tema.

Él, sin embargo, no escuchaba; estaba mirando sobre el hombro de Emma, al
maître
, que les hacía señas.

–Vamos, que he conseguido que nos den un banco.

Tomaron asiento en el banco de terciopelo morado, y examinaron las cartas en silencio. Emma se esperaba algo refinado y francés, pero era más que nada comida de cafetería cara: croquetas de pescado, pastel de carne, hamburguesas… Vio que Poseidon era el tipo de restaurante donde te traen el kétchup en bandeja de plata.

–Es cocina británica moderna –explicó pacientemente Dexter, como si pagar tanto dinero por unas salchichas con puré fuera muy moderno y muy británico.

–Yo me tomaré unas ostras –dijo Dexter–. Las del país, creo.

–¿Son más simpáticas? –dijo Emma con poca convicción.

–¿Qué?

–Que si las ostras del país son más simpáticas que las otras –perseveró ella, pensando: Dios mío, me estoy volviendo como Ian.

Dexter frunció el ceño, sin entenderlo, y siguió mirando la carta.

–No, sólo son más dulces; nacaradas, dulces, y más finas. Pediré una docena.

–De repente sabes mucho.

–Me encanta la comida. Siempre me han encantado la comida y el vino.

–Me acuerdo del salteado de atún que me hiciste aquella vez. Todavía tengo el regusto en la garganta. Amoniaco…

–No, cocinar no, los restaurantes. Ahora casi siempre como fuera. De hecho, me han propuesto hacer críticas para la prensa dominical.

–¿De restaurantes?

–De coctelerías. Una columna semanal con el título «De bares», en plan hombre de mundo.

–¿Y la escribirías tú mismo?

–¡Pues claro que la escribiría yo mismo! –dijo Dexter, pese a haber recibido garantías de que le escribirían los textos.

–¿Qué se puede decir de los cócteles?

–Te sorprendería. Ahora están muy de moda. Una especie de
glamour
retro. De hecho… –Acercó la boca al vaso vacío de martini–. Yo también soy un poco mixólogo.

–¿Misógino?

–Mixólogo.

–Perdona, creía que habías dicho «misógino».

–Pregúntame cómo se hace algún cóctel, el que quieras.

Emma se apretó la barbilla con un dedo.

–Vale. Mmm… ¡Cerveza con limón!

–Lo digo en serio, Em. Es todo un arte.

–¿El qué?

–La mixología. Se hacen cursos especiales.

–Pues podrías haberlo elegido como especialidad.

–Está claro que me habría servido de algo más el puto título.

Fue un comentario tan beligerante y tan amargo, que Emma se estremeció visiblemente, y hasta Dexter pareció algo sorprendido. Escondió la cara en la carta de vinos.

–¿Qué quieres, tinto o blanco? Yo me voy a pedir otro martini, y luego empezaremos con un Muscadet bien cremoso para las ostras, seguido por algo del tipo Margaux. ¿Qué te parece?

Después de pedir, se fue otra vez al baño, llevándose el segundo martini, cosa que a Emma le pareció poco habitual, y vagamente inquietante. Se alargaron los minutos. Leyó la etiqueta del vino. La releyó, miró al vacío y se preguntó en qué momento se había vuelto Dexter tan… tan… mixólogo. ¿Y ella? ¿Por qué tenía un tono tan punzante, despechado y triste? No le importaba lo que llevase la cigarrera; en el fondo no mucho. ¿Por qué, entonces, ese tono tan gazmoño y crítico? Decidió relajarse, y disfrutar. Al fin y al cabo era Dexter, su mejor amigo, a quien quería mucho. ¿O no?

En los baños más increíbles de todo Londres, Dexter pensaba poco menos que lo mismo al inclinarse sobre la cisterna. Quería mucho a Emma Morley, suponía que sí, pero cada vez le daban más rabia sus aires de superioridad moral, de centro cívico, de cooperativa teatral, de 1988. Era tan… subvencionada… No era lo adecuado, y menos en un ambiente así, expresamente diseñado para sentirse como un agente secreto. Por fin, después del sórdido gulag ideológico de una educación de mediados de los ochenta, con su sentimiento de culpa y su izquierdismo, le dejaban divertirse un poco. ¿Y tan malo era que te gustara un cóctel, un cigarrillo y tontear con una chica guapa?

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