Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven... (6 page)

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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven...
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Como pasa siempre en la vida, en aquel instante no le di tanto valor. Ahora es cuando comprendo su sentido. No sé cómo pude estar tantos años viviendo de espaldas a sus palabras…

—Somos energía —me dijo mientras sostenía el saco, inmóvil, esperando mi golpe—. Energía es lo que yo veo en todo este mundo.

»Energías que te inundan cuando las ves, cuando las escuchas, cuando las quieres, cuando te diste cuenta de que las amabas…

»Energías que te permiten encontrar tus sendas.

»Las energías no se pueden fingir, son las que son. Te pueden ayudar a ver tu futuro o devolverte a tu niñez o a tu adolescencia.

»Yo busco energías. No me importa la edad, el sexo o el aspecto físico.

»Tras los cuerpos, tras las palabras, tras el amor, tras el deseo están esas energías poderosas.

»Somos cazadores de energías, Dani. Y haciendo deporte, estando en forma, consigues ser mejor cazador.

»Afina tu cuerpo y tus propias energías, así estarás encauzado para poder lograr las otras que necesitas.

»¿Sabes cuántas energías has de encontrar para completar tu vida?

No entendía casi nada, pero negué con la cabeza. No deseaba que parase.

—Tan sólo cuatro que te impacten. Es suficiente.

Me miró a los ojos.

—Golpea, golpea con rabia. Transforma tu problema en un golpe y sacude el saco. Él se portará bien contigo, te lo prometo…

Pensé en mi hermano cabrón, en lo mal que me lo estaba haciendo pasar. Espero tener fuerza y hablaros de él en algún momento…

También pensé en la muerte de mis padres. En cuánto los necesitaba en mi vida… Y en la ilusión que les haría que yo creciera y en la sensación de que no lo estaba logrando mezclada con la impotencia de ir hacia lo desconocido y el miedo que esto me producía.

Lancé el puño con toda mi fuerza y con la velocidad de todos mis problemas y la amplitud de todas mis preocupaciones.

Añadí en el último instante la soledad, el dolor y la falta de cariño.

Todo eso hizo que el impacto contra el saco fuera brutal. Estoy seguro de que jamás había recibido un golpe con tanta cantidad de matices de problemas diferentes.

Pensaba que me rompería unos cuantos dedos, pero en lugar de eso descubrí que el saco aceptaba mi golpe y noté cómo mi pequeña y huesuda mano se insertaba mullidamente en aquella tela.

Sentí un extraño placer.

El dolor se había convertido en placer. Sonreí.

—¿Tienes donde pasar la noche? —dijo George mientras me indicaba con la mirada que entrábamos en el puerto de Capri.

Negué con la cabeza.

—¿Vienes a casa? —me preguntó.

Me gustó que dijese «casa» y no «mi casa». Fue como si fuera nuestra.

Asentí con la cabeza. No le tenía miedo.

Pegué cuatro golpes y luego cuatro más. Así hasta llegar a la veintena. Y luego veinte más y seguidamente otros cuarenta…

Creo que solté unos doscientos ganchos y poco a poco me fui sintiendo mejor, y aunque cada vez sacudía con más fuerza… notaba cómo aquel saco extraño absorbía toda mi rabia y me devolvía placer y bienestar.

Rabia absorbida.

Ojalá ahora tuviera el saco, necesitaba extraer tanta rabia, tantos problemas…

Ojalá lo tuviera… El de seguridad me llamó.

Yo sonreí aliviado. Creo que debía de ser la primera persona que se alegraba de que le llamaran la atención en un aeropuerto.

—¿Es suya esta maleta?

—Sí —dije esperanzado.

—Lleva algo que no está permitido —afirmó.

—¿De veras? —respondí haciéndome el sorprendido.

No sé por qué, pero me gustó hacer un poco de teatro en ese instante.

Comenzó a abrir mi maleta. Yo seguía feliz, deseaba tanto librarme de ese olor…

—¿De qué se ríe? —me preguntó el hombre uniformado un tanto escamado.

—De nada —repliqué—. Cosas mías.

Metió sus manos sin ninguna consideración dentro de mi maleta y comenzó a revolver toda la ropa sin compasión.

Yo respiré tranquilo. Si lo confiscaba, podría centrarme. Necesitaba equilibrarme…

Aunque igualmente aquello era duro… Perder aquel olor, era como perderla por segunda vez.

Instintivamente, mientras él rebuscaba en mi maleta, yo busqué en mi móvil… Deseaba encontrar algún mensaje suyo, algo que me diera alas para creer que nuestra relación todavía podía salvarse…

Pero no había rastro de ella en mi móvil.

Sentí una punzada dentro de mí. Lo peor de las rupturas es que si no hay ningún signo de remordimiento en la hora posterior, todo se ha acabado. Si lo hay, quizá se pueda solucionar.

—No puede llevar esto.

Sus dedos extrajeron de la maleta mi faro plateado que acababa en monóculo. Aquélla era mi posesión más preciada.

Esperé que sacara algo más de la maleta. Pero seguidamente la cerró. Era imposible que no hubiera visto ese frasco repleto de su perfume.

Es increíble cómo los pañuelos rojos pueden ocultar los morados.

Aquel hombre seguía con mi faro metálico en las manos y me miraba con tal rabia que parecía que hubiera encontrado un revólver con empuñadura de nácar.

—Es un faro junto a un monóculo, es inofensivo —le expliqué—. Ninguna de las dos cosas sirve ni para matar ni para herir.

—Si le quita el monóculo puede ser punzante —dijo tocando un extremo.

—Y si le pone muchas balas dentro podría llegar a convertirse en una metralleta… —respondí agobiado.

Él me miró con cara de pocos amigos, creo que no había entendido la ironía; lo peor que puedes hacer con ese tipo de gente es burlarte de ellos. Porque entonces sale su yo más cabrón.

—Voy a tener que confiscárselo —dijo con un tono que mezclaba autoridad y muy mala leche.

Al escuchar eso, al pensar que podía perderlo, salió mi yo más fiero. El bipolar que casi todos llevamos dentro. Y es que cuando me enfado pierdo el control; es como si algo en mí se activara y no se pudiera desactivar si no digo todo lo que pienso.

Me activan las injusticias, el dolor ajeno, el dolor propio, las humillaciones y la incomprensión.

Y cuando me activo, mis ojos adquieren una intensidad que parece que sea capaz de cometer una auténtica locura. Mis palabras suben uno o dos tonos y siento que no me tranquilizo hasta sacarlo todo.

No consigo casi nunca mi objetivo cuando estoy en ese estado, pero al menos me desfogo.

Sé que lo podría corregir, pero creo que forma parte de mi carácter y me equilibra.

Así que comencé a perder el control. Empecé a vociferar a aquel tipo, a intentar darle a entender que aquel faro acabado en monóculo era un regalo que no podía perder en la vida. Le relaté que era algo que siempre llevaba encima, que me daba seguridad y que no podía desprenderme de él por nada en el mundo… Todo esto dicho con los peores modos posibles y añadiendo insultos y tacos.

Os he de confesar que esas palabras ya no las decía yo, sino el chaval de diez años, el que estuvo pendiente de aquel hombre durante su operación y que obtuvo muchas recompensas emocionales y una material en forma de faro metálico. Fue su último regalo. Y yo le prometí que jamás lo perdería y que siempre lo cuidaría.

Y es que aquellas últimas horas junto al Sr. Martín forman parte ya de mi ADN… Del enano que fui y al que por una vez alguien decidió tratar como un adulto.

Siempre he creído que en la vida hay personas que te alimentan, que te quieren y que necesitas de tal manera que cuando los pierdes nadie puede llenar ese vacío.

Perder a mis padres tan joven me privó de esas llamadas sin sentido que sólo querrían saber sobre mí, sobre mi mundo y mis pequeñas cosas.

Cuando la madre de ella la llamaba y le preguntaba cómo estaba o si tenía el abrigo preparado porque llegaba el invierno… Yo sentía tanta envidia…

Desearía que existiese una persona así en mi mundo… Una madre o un padre que me llamase para preguntarme si iré a comer ese domingo, si estoy bien, si soy feliz, si tengo suficientes calcetines, si ahorro, si estoy convencido de estar con esa chica, si voy a tener niños con ella, y cuándo y cómo los educaré.

Mis padres se marcharon y esas preguntas ya nadie me las hizo. Mi hermano pudo haber cogido el relevo, pero no me habla desde hace casi una década…

Mis centímetros de más nos separaron. Aunque tampoco fueron sólo los centímetros, fue el estar o no estar orgulloso de quienes eran mis padres.

No entendió jamás que desear crecer no tuvo nada que ver con el orgullo, sino con una promesa que debía cumplir aunque aquellos con los que me comprometí ya no estaban a mi lado.

Y perder al Sr. Martín también me arrebató cosas… Porque con él se fue parte de mi infancia, de la creencia de que la muerte era aquello que le pasaba a otro y que ni remotamente tenía que ver conmigo. Qué equivocado estaba…

Seguía gritando al de seguridad y a la vez mi móvil sonaba… El padre de Capri estaba nervioso, su hijo me necesitaba y yo tan sólo podía pensar en el Sr. Martín y en recuperar mi faro…

Un niño perdido y un faro a punto de perderse…

Entré en la UVI lentamente y noté cómo todos se giraban ante mi pequeña presencia.

Tenía miedo, sabía que era su acompañante y debía estar con él, pero todo aquello me daba pánico. Tan sólo había entrado en aquel hospital para que me extrajeran las amígdalas, mi viaje teóricamente debía ser muy corto. La UVI no entraba en la ruta.

El resto de los enfermos ingresados allí no paraban de mirarme. Aunque en aquel momento la diferencia y el matiz entre enano y niño eran ínfimos, creo que presentían algo diferente en mí.

La enfermera que había venido a buscarme a la habitación iba delante de mí y yo la seguía como aquel a quien llevan ante la presencia de alguien que le busca con urgencia.

A partir de cierto instante, decidí bajar la mirada; ya no deseaba observar a ninguno de los habitantes de aquel lugar donde se mezclaban gritos, ronquidos y dolores silenciados.

La galería y la diversidad de estos tres tipos de sonidos me ponían los pelos de punta. Aún no había descubierto mi don, así que creo recordar que realmente me los ponían.

Llegamos al final de la sala y lo vi.

Parecía que hubiera envejecido cinco años, aunque tan sólo habían pasado cinco horas.

Tenía el torso al descubierto y estaba repleto de gasas que le daban un aire de marajá.

Además salían de él una decena de cables que partían de diversos sitios de su cuerpo y le extraían parte de sí mismo…

—Ahora volveré, siéntate a su lado —dijo la enfermera tendiéndome un pequeño taburete de madera.

Cogí el taburete con una mano y lo acerqué lentamente a su cama. En la otra llevaba sus objetos, todo lo que había encontrado en sus cajones… Las fotos de los faros… La lista de números… El extraño artilugio mitad faro-mitad monóculo…

Su respiración era muy fuerte, parecía que inspiraba por cuatro.

Sus ojos estaban levemente cerrados, supuse que debido a la anestesia.

Era el mismo Sr. Martín que había conocido, pero como aletargado… Parecía un animal herido al que le han disparado sin compasión en numerosas ocasiones.

Tardé en sentarme a su lado. Notaba el tacto de la madera del taburete en una de mis manos y el extraño roce que me producían todos aquellos objetos que le había robado en la otra.

Me sentía un intruso en aquella UVI; por eso tenía miedo de sentarme a su lado.

Sentía que estaba usurpando el lugar de otra persona que lo conociese mejor, entendiera su mundo y fuese digno de estar cerca de él en aquellos duros momentos.

Pero allí no había nadie más; además, él había dicho que ese tipo de personas ya no existían en su mundo…

Dudé nuevamente, pero al final decidí sentarme a su lado.

Situé con lentitud el taburete a la altura del suero que lo alimentaba. Pensé que el sitio idóneo era estar bajo el parasol que lo nutría.

Deposité las cartas, las fotos y aquel extraño objeto sobre la pequeña mesita que había a su lado. Era curioso saber que todo aquello había viajado de una mesita a otra…

El Sr. Martín seguía con los ojos cerrados. Su mano izquierda se hallaba muy cerca de mí, sus dedos estaban ligeramente separados unos de otros.

Acerqué mi mano a la suya, pero no llegué a tocarlo, me quedé justo a medio centímetro.

No sentí que lo conociera tanto como para cogerle la mano, aunque estuviera al borde de su muerte.

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