Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven... (3 page)

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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven...
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Pero los de ella ahora ya no existían.

Nada habitaba en aquella mesita. Ambos cajones estaban completamente vacíos…

El padre continuaba ofreciéndome más y más dinero vía telefónica. Me gustaba al menos no sentir silencio ante tanto vacío.

—Aceptaré el caso —dije finalmente.

—Gracias, gracias, gracias… —repitió sin cesar.

No sé cuántos «gracias» llegó a decir. Sé que estaba rompiendo el código, pero me daba igual. Lo que era seguro es que no podía pasar una noche más en aquella casa repleta de cajones vacíos medio abiertos.

Me daba pánico. Un pánico atroz.

—¿Dónde vive?

No era una pregunta al azar, simplemente no deseaba que aquella desaparición hubiera pasado en mi ciudad. Necesitaba ir más lejos, a algún lugar donde el olor de la pérdida no me alcanzara.

—Capri —contestó—. Si quiere puedo mandarle a su mail toda la información que tengo sobre mi hijo. Me han dado un mail, no sé si es correcto o si prefiere un fax…

Ya no le escuchaba, aunque le contestaba. Le daba datos sobre lo que tenía que mandarme, dónde y de qué manera. De mis tarifas y del tipo de transporte que necesitaba… Pero no le prestaba ninguna atención a lo que me decía, me había quedado tocado al saber que debía volver a Capri. Había estado una vez, justo cuando tenía trece años. Aquella isla me salvó.

Y ahora tenía que regresar a Capri, justo cuando volvía a estar tan perdido y tan solo… Era increíble cómo esa isla siempre me rescataba de mi península cuando ésta se hundía ante mí.

Y es que en Capri pasé los días finales de mi niñez-adolescencia. Y no porque me hiciera mayor, sino porque de alguna manera crecí…

Está bien, os hablaré de Capri… Y os hablaré de George, la persona que marcó ese final de mi niñez…

Yo tenía trece años la primera y única vez que fui a Capri. Hacía tres que había perdido mis amígdalas y la verdad es que no las echaba nada de menos.

El gran cambio durante esos tres años fue una marca roja que me apareció a un lado de la cara… y que aumentaba con mi vergüenza.

A veces tenía la sensación de ser un payaso medio maquillado, y la verdad es que no era el único que lo pensaba.

En el colegio algunos me llamaban «payasito enano». Decían que era un payasito y no un payaso porque me faltaba el otro colorete. Lo de enano ya os lo explicaré más tarde…

Por esa mierda de mote y porque intentaban pintarme ese otro colorete con un rotulador, me peleaba cada dos por tres con aquellos que me vejaban… Pero nunca he sido ni fuerte ni alto ni buen luchador, así que casi siempre perdía esas batallas.

Muchas veces llegaba a casa con el ojo morado encima del colorete rojo. Mis padres sufrían e intentaban animarme. Pero ellos eran como yo…

Ahora lo veo cómico. En el pasado no lo fue en absoluto, pero ahora sí que me lo parece. El paso del tiempo acostumbra a dar un toque cómico a lo que tan sólo fue dramático.

El día que acabé con los dos ojos morados y unas costillas rotas fue el día que decidí que me marcharía de casa.

Odiaba mi vida en el colegio. Mis padres, aunque me comprendían, no podían ayudarme. Bastante tenían con lidiar con sus problemas. Ya os contaré.

Recuerdo que un día que ellos estaban de viaje llené una pequeña mochila y decidí marcharme a algún lugar donde no te pusieran los ojos morados. Sabía que debía existir alguno, aunque tampoco estaba muy seguro de ello.

Pero no llegué a partir. Justo cuando salía por la puerta me encontré a la policía. Jamás imaginé que pudieran estar al tanto de los planes de un crío e impedir su huida antes de que se produjese… Pero no era a por mí a por quien venían, sino por mis padres, por una mala noticia que debían darme relacionada con ellos…

Mis padres murieron el día que quise marcharme de casa… Creo que nunca lo superaré.

Me quedé a cargo de mi hermano, que ya había cumplido los dieciocho. Nada mejoró en el colegio y todo empeoró en casa. Mi hermano siempre había sido un cabrón y si un cabrón te hace de padre, pues todo se complica más…

Así que diez meses después de la pérdida de mis padres decidí volver a huir. Esta vez no había policías en la puerta.

Sabía dónde quería ir. Deseaba viajar a ese lugar que una vez alguien me dijo que era mágico. Magia con forma de isla… Capri.

Tardé días en llegar a Nápoles; fue una odisea que os ahorraré. Y desde allí cogí el barco rumbo a Capri… Y dentro de ese ferry conocí a George.

George rondaba los sesenta y tres años y tenía mucha fortaleza corporal. Y yo estaba ansioso por cumplir los catorce y conseguir fuerza cuanto antes. Cincuenta años de experiencias, deseos y anhelos nos separaban.

Estábamos los dos en la popa del barco; no nos encontrábamos ni muy lejos ni muy cerca. Yo evitaba acercarme a nadie. Sólo deseaba llegar a esa isla mágica sin problemas de ningún tipo.

Notaba cómo George me observaba. Creo que caló mi huida desde que me vio subir al ferry y me vigilaba.

Desde el Sr. Martín, nadie se había olido tanto mis intenciones sin mediar palabra conmigo.

—¿De huida? —dijo en un tono suficientemente alto para que le oyese y sin apartar los ojos de un libro de color amarillo que leía.

Me asusté.

Nunca pensé que fuera tan fácil conocer mi mundo.

Quería alejarme de aquel hombre que miraba un libro y me leía a mí… Pero algo me lo impedía.

No contesté. Él no volvió a preguntar… Pero al cabo de unos segundos me habló de nuevo:

—Me llamo George, voy a Capri. ¿Y tú?

Han pasado años pero, aún ahora, ese «No hables con desconocidos» lo tengo insertado dentro de mí y me cuesta mucho entablar conversación con extraños.

Pero a la vez yo sabía que necesitaba un aliado en aquel barco lleno de extraños. Un chico de trece años solo llama mucho la atención, estar cerca de un adulto me proporcionaba la coartada perfecta. Me acerqué a él.

—Dani, y también voy a Capri… Obviamente… Como todos…

Emitió una risa seca, su risa era de una sola tonalidad. Me gustó.

Me tendió la mano. La apreté con fuerza. Él no se amedrentó y la apretó todavía con más fuerza, tanta que tuve que dejar de presionarla para que él hiciera lo mismo. En eso se diferenciaba totalmente del Sr. Martín.

Me senté a su lado. Necesitaba que pareciera que viajaba con un adulto, que diera la sensación de que era su hijo o su sobrino. Aunque eso sí, dejé unos centímetros de espacio entre nosotros.

Vi que leía un libro sobre anécdotas de gente famosa. Datos extraños y curiosos que nos descubrían otra visión del mito.

Leí por encima de su hombro.

—¿Te interesa? —preguntó sin quitar el ojo del libro.

—Parece interesante —contesté.

Al instante lo cerró y me lo dio.

—Ten.

—¿Me lo regala? ¿Ya se lo ha acabado?

—No, pero creo que tú le sacarás más partido. Además tengo que ir a hacer mis ejercicios —anunció levantándose.

—¿Ejercicios?

—Sí… Deporte… ¿Practicas alguno?

Yo no practicaba más deporte que evitar que me zurraran más de lo habitual.

De repente advertí que aquel hombre llevaba una pierna ortopédica. Casi no se notaba, pero la ligera diferencia de altura entre una pierna y otra era evidente. Se dio cuenta de que las observaba, me miró esperando que le preguntara sobre esa pierna falsa, pero no lo hice… No deseaba intimar con él.

—¿De qué deporte habla? —dije volviendo al tema.

—Ejercicio en general… Poner a punto el cuerpo… Brazos… Cuello… Piernas… O pierna en mi caso.

No había duda de que se había percatado de mi mirada indiscreta a su pérdida. No me gustó cómo me lo había dado a entender.

—¿Y va a hacer deporte en el barco? —pregunté sin entrar en su juego.

—¿Hay algún lugar mejor que éste? Aire puro, mar y mucho tiempo de sobra. ¿Quieres unirte a mí? Si dominas tu cuerpo, quizá dejarás de huir.

Sabía más de mí que yo mismo.

Volvió a tenderme el libro… Lo cogí. Se puso a caminar hacia la proa del barco; cojeaba muy levemente.

Tardé en levantarme, pero al final le seguí.

—La mejor es la anécdota de Edison, el de las bombillas —dijo sin volverse—. ¿Sabes quién es?

Asentí bruscamente; no me gustó que me tratara de inculto.

—Antes de morir dicen que le pidió a su hijo que cogiera una probeta y capturara su último aliento.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque Edison creía que ahí residía su alma —me dijo mirándome a los ojos.

Había captado totalmente mi atención.

—¿Y el hijo lo hizo?

—Claro que lo hizo. Ese hombre inventó la bombilla. Si decía que ahí estaba el alma, allí debía estar…

»El hijo esperó pacientemente al lado de su cama hasta que llegó ese último aliento de su padre… Y lo capturó.

Se produjo un silencio. Deseaba que continuara.

—¿Y su alma está ahí? —pregunté como si me fuera la vida en ello.

—Quizá sí, quizá no. Deberías ver alguna vez esa probeta; está en un museo de Michigan…

»Yo la vi una vez y debo decirte que el hijo se equivocó utilizando una probeta; debería haber cogido una bombilla rota por un extremo y capturar dentro de allí ese último suspiro.

»Estoy seguro de que la bombilla se habría encendido a la vez que Edison se apagaba.

Se paró cuando llegamos a la proa, justo al lado de la zona de equipajes. Me miró fijamente.

—¿Preparado para conocer y dominar tu cuerpo?

Se ponía el sol lentamente sobre aquel barco rumbo a Capri y yo todavía no me imaginaba todo lo que iba a enseñarme aquel hombre que hablaba de bombillas y almas, que cojeaba pero hacía deporte y que sabía que yo era un niño huido pero que parecía no importarle en absoluto.

Y es que todo eso es posible si te acercas a Capri… Quizá por ello quería coger aquel caso…

Yo me perdí y me encontré en Capri… Y ahora otro chaval que no cumplía ninguno de los requisitos de mi código también estaba perdido en esa isla.

Las casualidades son mi debilidad; son las únicas cosas de la vida que consiguen quebrantar mis reglas.

No había duda, debía poner rumbo a Capri.

—Llegaré a Nápoles en un par de horas. Puede venir a buscarme en coche y cogemos el ferry hacia Capri. ¿Le parece bien? —pregunté al padre.

Volvió a darme mil gracias y yo colgué; en realidad era yo quien le estaba agradecido, deseaba tanto volver a esa isla…

Sé que debería seguir hablándoos de George, y de la respuesta que le di a su propuesta, pero antes debo partir hacia Nápoles.

Metí apenas cuatro cosas en la maleta y decidí coger el primer vuelo rumbo a Nápoles. Sé que huía, que el hecho de que acabasen de dejarme me superaba e intentaba no pensar en ello. Era una reacción infantil, pero era justo lo que necesitaba en esos momentos.

Fui al lavabo para llevarme cuatro cosas más.

Y fue allí donde descubrí su perfume. Se lo había dejado.

Con las prisas había olvidado su olor. Tan sólo cajones y mesitas habían sido saqueados.

Acerqué su olor a mí y fue como tenerla al lado… Fue como sentirla…

Dolía mucho todo aquello. La añoraba y no hacía ni diez minutos que se había marchado de mi vida. Aquella ruptura sería muy dura, no había ninguna duda.

Creo que, llegados a este punto, he de contaros qué problemas teníamos. Es lo justo, porque, si no, no podréis decidir a favor de quién estáis.

No nos engañemos, en una ruptura hay que tomar partido. Siempre, aunque no lo desees. Aunque seas de la familia, aunque seas un amigo o un simple lector, tienes y debes tomar bando para sentirte en paz.

Ella y yo… Mierda, cómo escuece hablar de eso… Además, me di cuenta de que estaba impregnado de su olor. Tan sólo me lo había acercado y ya olía a ella.

Sabía que debía deshacerme de aquel perfume tamaño gigante antes de que acabase accidentalmente traspasándome su olor cada mañana. Debía vaciarlo en la bañera.

Debéis entender que con su olor en mí, en mi baño, el dolor se acercaba a cotas extremas.

Finalmente me decidí por el lavabo, abrí la tapa del váter… Pero me detuve… No podía tirar su olor. Hacerlo era un acto sumamente injusto. Era casi vomitivo. Me detuve justo antes de que se derramara una sola gota.

Y de repente… Se me ocurrió una forma mejor de deshacerme de aquello, una que no me hiciera sentir culpable.

Coloqué su olor en mi bolsa de viaje.

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