Sherlock Holmes y los zombis de Camford (24 page)

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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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Sherlock Holmes cogió ahora a la chica —ya ven ustedes que iba de mano en mano como una moneda falsa— y la apartó de la camilla.

Ahora que podíamos contemplar a Lewis Crandle —yo solo lo había visto antes a cierta distancia, desde el bosquecillo cercano a
Camp Briton—
, comprobé que la descripción que había dado mi jefe encajaba a la perfección: Tenía el pelo negro, medía unos cinco pies y medio y, en efecto, el peso de la mano metálica le hacía oscilar ligeramente hacia su derecha.

—¿Qué le ha hecho usted al profesor? —le pregunté.

—Lo he matado, señor.

—Ya nos hemos dado cuenta. Digo que cómo lo ha hecho.

—Con electricidad, Mercer —dijo Sherlock Holmes, que caminó hacia la puerta por donde habíamos entrado, con Alice Morphy cogida fuertemente por el codo—. Eso es lo que hace invisible al señor Crandle. Y por lo que hemos presenciado, este caballero se ha convertido en una batería humana, capaz de acumular y soltar la carga que absorbe a través de su mano protésica… porque eso no era electricidad estática, ¿me equivoco, joven?

—No, señor Holmes.

—Y tengo entendido —prosiguió el detective— que su condición es el resultado de un accidente… Nada que ver con las investigaciones del tristemente célebre Griffin, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe?

—Hasta donde conozco el caso Griffin, me consta que sus ropas no se hacían invisibles… y usted está ahora totalmente vestido.

Eso era cierto. Crandle llevaba puesto un traje barato de color azul marino, y encima una bata blanca.

—Pero su mano metálica no desaparece con usted —me atreví a decir.

Crandle se encogió de hombros.

—Quizá tenga que ver con la densidad del metal, o…

—¿Y ese accidente, señor? —dijo Sherlock Holmes.

—Qué pena que no te electrocutaras de verdad, maldito tullido y castrado animal de… —Esa era la señorita Morphy, que continuó dirigiéndole a Crandle una serie de lindezas propias del vocabulario de un pirata malayo.

Crandle empezó a decir que había trabajado para no sé qué profesor —a esas alturas, cansado como me encontraba y sin haber pegado ojo en Dios sabe cuántas horas, no me sentía con fuerzas para retener el nombre de otro de esos científicos locos—, y que un aparato experimental —si sabía cuál era la finalidad del trasto o la naturaleza de los experimentos, Crandle no lo mencionó— lo había electrocutado. Su jefe había pensado que el cuerpo se había convertido en cenizas, y que de su ayudante sólo había quedado la mano protésica. No era así, claro.

—Confieso que hice un par de trastadas, pues me sentía borracho de poder —nos contó—. Un robo en un banco y poco más. Pero la gente del mayor Brant me cazó pronto, y me ofrecieron la oportunidad de trabajar en los proyectos de
Camp Briton
.

—Eso no es del todo cierto —dijo MacDare, que acababa de volver en sí—. El mayor le pidió a usted que se uniera al Escuadrón de las Sombras y terminó en esta base a sugerencia mía… Quería que Morphy lo examinara a usted, y terminó trabajando con él… Pero ahora tendrá que realizar otras misiones, amigo.

—Eso será si usted sigue siendo el responsable de
Camp Briton
después de reunirse con sir Hilbert West —le dijo Sherlock Holmes.

—Ya veremos… —dijo el coronel—. Por cierto, Crandle, esa piedra que lleva usted bien agarrada…

MacDare había extendido su mano, pero antes de que pudiera agarrarla, o de que alguien pudiera hacer algo, Seth Pride, que como de costumbre se había mantenido al margen y en silencio, se la arrebató a Crandle y se la colgó del cuello.

—Espero que realmente tenga usted algún plan, Holmes —dijo Pride—. Yo voy a buscar a mis hombres. Estaré afuera.

—Señor Pride —dijo el señor Holmes—, ¿por qué no se queda con Jekyll y con la señorita Morphy aquí abajo? Está usted herido y sangra bastante.

Era cierto. El cañón del lanzallamas seguía clavado en su hombro, pero Pride no daba muestras de sentirse dolorido. La sangre le chorreaba por el brazo e iba dejando tras de sí un reguero rojo.

Sin decir una palabra más, Pride abrió la puerta que conducía al supuesto «sanatorio» y que también llevaba al pasaje por donde habían escapado los zombis, y desapareció.

—¿Ese individuo es siempre así? —preguntó Crandle.

—No creo que Seth Pride se ponga nunca un sombrero para salir a la calle —respondí.

Sherlock Holmes empujó a la joven Morphy hasta la puerta por donde habíamos llegado, la abrió y regresamos al primer laboratorio. Jekyll seguía tumbado, ahora boca abajo, pues las correas que lo sujetaban colgaban a ambos lados de la camilla.

Y el doctor Watson no estaba allí.

—¿Entonces es verdad que tiene un plan, señor Holmes? —dijo MacDare.

—Sí. He puesto toda mi confianza en mi buen amigo, el doctor.

—¿En serio? —se rió el coronel—. ¿Y qué piensa hacer ese viejo?

Mi jefe se encogió de hombros y me indicó que le ayudara a tumbar a Alice Morphy en otra camilla para atarla.

—No lo subestime, MacDare —dijo Sherlock Holmes—. Watson ha sobrevivido a la batalla de Maiwand, a varias esposas, y a mi molesta compañía durante más de veinte años. ¿Puede usted decir lo mismo, mi osado coronel?

XVII

E
L PODEROSO

De lo que había sucedido en la otra sala se desprendían muchas cosas: Que los zombis podían estar de camino a las aldeas cercanas para propagar la maldición del suero de Lowenstein, lo cual era terrible; que la invisibilidad de Crandle lo había salvado de ser devorado, pues los monstruos no lo habían visto ni reconocido; que Alice Morphy iba a terminar sus días en un manicomio, porque había dejado bien claro que estaba como una cabra; que Seth Pride sí que se preocupaba por los suyos aunque pareciese un chalado temerario y ególatra; y también, que Sherlock Holmes se había guardado un as en la manga.

Y no se trataba de nada que yo hubiera podido deducir en el Aula 14, ni en ningún otro lugar del universo.

Como Pride había optado (ja, como si hubiera tenido que pedirnos permiso) por salir afuera en busca de Yorick y a Maple, y también para desmembrar unos cuantos zombis, Sherlock Holmes le sugirió al coronel MacDare que se quedara en nuestra improvisada enfermería con Jekyll y como carcelero de la señorita Morphy, que había empezado a aullar desde el momento en que la habíamos atado a una camilla, y ya empezaba a parecer una auténtica morphie. Pero MacDare encontró por ahí un puñado de vendas y se hizo un pequeño apaño en la cabeza. Parecía mareado y tenía que esforzarse para hablar, y aún así, mandó a mi jefe a hacer gárgaras: Él no se iba a perder el gran final. Por su parte, Crandle dijo que no pensaba quedarse en compañía de esa arpía, pues más que cuidarla, estaba considerando seriamente estrangularla o algo peor.

—Mercer —me dijo Sherlock Holmes—, ¿usted cree que es buena idea dejar sola a esta peligrosa damita?

—No, señor Holmes —mentí. O quizá no. Confieso que no sé si lo dije en serio.

—Entonces, le confío a nuestra prisionera y al señor Jekyll. Sé que le gustaría acompañarnos, pero no nos queda otra opción.

Me jugaría hasta el último penique de mi ahorros (esos que Myrtelle dejó escondidos en algún lugar tras su muerte) a que el señor Holmes no estaba siendo del todo sincero conmigo.

—Volveremos a por usted —dijo—. Y si escucha algo que le hace pensar que el mundo se le viene encima, no se asuste, ¿de acuerdo, amigo mío?

—Como usted diga, señor —respondí, aunque no entendí a qué venía ese comentario.

Salieron al pasillo por el que habíamos llegado, y lo último que oí fue la voz de MacDare que decía: «Sí, puedo llevarle hasta allí, pero ¿para qué demonios quiere usted hablar con…?».

Y en ese punto, los perdí.

—¿Usted se llama Mercer? —dijo a mis espaldas la señorita Morphy.

—Sí, jovencita. —Cerré la puerta.

—¿Se han ido ya?

—Así es.

—No podrán acabar con mis chicos —dijo. Pensé que la muchacha tenía un modo bastante curioso de referirse a esos monstruos sedientos de sangre.

—Usted no conoce al señor Holmes.

—A él no le gustan mucho las chicas, ¿verdad?

—Eso no es cosa tuya, señorita.

—Pero a usted sí que le gustan. Y yo le gusto. Le gusto tanto como a mi papá. ¿Sí?

No respondí a esa impertinencia, que por otra parte, no dejaba de ser cierta.

—Si usted quisiera, podría aflojarme las correas, y yo me quitaría la sábana, y entonces…

—Basta ya. Por el amor de Dios, niña, ¿es que no ves que podría ser tu…? —empecé a decir, pero tuve que morderme la lengua, maldita sea.

—Vamos, señor Mercer. Acérquese…

Y yo, tonto de mí, me acerqué.

—¿No le gustaría que le…? —y me propuso una de mis actividades preferidas en compañía femenina—. ¿No? Pero seguro que a usted le encantaría hacerme algunas cositas… ¿A que sí?

—Cállate ya, pequeña…

—¿Zorra? ¿Iba usted a llamarme zorra, como hacía papá?

—No, yo…

—Puede llamarme zorra siempre que quiera, señor Mercer. Vamos, hágalo…

—Señorita Morphy, por favor, deje de…

—Zorra.

Pero esto no lo había dicho yo, ni tampoco Alice Morphy. La voz era masculina y muy bronca, con un deje extraño que me hizo sentir un escalofrío en la espalda.

—¿Jekyll? ¿Se ha despertado usted? Soy el señor Mercer, nos conocimos en el tren…

—No, señor Mercer, nadie nos han presentado —dijo la misma voz, y la camilla de Timothy Jekyll crujió—. Usted conoció al palurdo, ¿verdad que sí? A ese mariquita no le gustaría llamar zorra a ninguna mujer, por muy zorra que sea en verdad. No es como nosotros, ¿eh?

Jekyll se dio la vuelta y se incorporó. Pero el rostro no era el de ese joven guapo y amable, sino el de alguien mucho más siniestro, algo más bajito y quizá más corpulento. Y el cabello… que me maten, pero ya no era el rubio dorado del muchacho que había regresado hacía muy poco de Sudamérica, rico y sediento de aventuras, sino una larga mata de flamante color castaño. Ahora estaba ante una de esas caras que a veces me encontraba en
Whitechapel
, acechando en las esquinas, en busca de presas fáciles… Un rostro que no podía disimular su maldad…

Y sus ojos, sus malditos ojos, irradiaban una especie de incandescencia color turquesa que casi parecían iluminar allá donde miraran.

—Pero a Jackson Hyde le encanta llamarlas zorras a todas —dijo, y avanzó hacia la camilla de Alice, cuyo rostro se tiñó de ese extraño color azul—. Así que te gusta que te llamen zorra, ¿eh, pequeña zorrita?

—Señor —dije yo—. Deje a la chica tranquila.

—¿O qué? —dijo… bueno, estaba claro que ahora era el señor Hyde, y no Tim Jekyll.

—¿Es usted, señor Jekyll? —dijo Alice Morphy—. ¿Podría soltarme las correas?

—Ahora lo veremos, querida. Pero antes… antes me gustaría tener un poquito de intimidad. Señor Mercer —me dijo—, ¿tendría usted la bondad de esfumarse?

—Vuelva usted a la camilla, señor —le dije.

Hyde dio media vuelta tranquilamente y se dirigió a la mesa donde estaba el instrumental quirúrgico. Yo estaba poco menos que paralizado. Palpé en el bolsillo de mi chaqueta y encontré el arma infernal que me había entregado Seth Pride, esa especie de pistola que disparaba bombas.

Y apunté al señor Jackson Hyde con ella.

—¿Tiene un cigarrillo, señor Mercer? ¿Un puro, quizá?

El señor Hyde había cogido un larguísimo escalpelo, igualito al que había utilizado Watson para practicar las incisiones durante las autopsias de los zombis de la casa Presbury.

—No… O quizás sí… —Empecé a buscar en el bolsillo del pantalón con la mano que me quedaba libre—. ¿Para qué quiere ese cuchillo?

—Oh, para un par de cositas muy, muy pequeñas… Para rajarle a usted la barriga y merendarme sus tripas si no se larga de aquí ahora mismo. Y también, para jugar con la zorrita.

—¿Señor Hyde? —dijo Alice en un susurro. Creo que aquel juego no le terminaba de gustar.

—Calla, zorra. ¿Piensa utilizar ese trasto, señor Mercer? Si ha de ser así, hágalo ya y no me haga perder más tiempo.

—Suelte el cuchillo, Hyde… Señor Jekyll, ¿está usted ahí adentro, en alguna parte?

—Mi amigo Tim está descansando, señor —dijo—. Regresará en otro momento, cuando yo termine aquí…

—¿Señor Mercer? —dijo la joven Morphy—. Por favor, no deje que me haga daño…

—Lárguese —dijo Hyde.

—Yo…

—Es una zorra, ¿no? Déjela, señor Mercer. Yo le daré su merecido.

Esgrimió el escalpelo ante mi rostro y la hoja de metal emitió destellos azules. Jackson Hyde podría haberme cortado los ojos por la mitad como si fueran dos huevos cocidos; habría podido matarme… y no disparé.

No pensaba apretar el gatillo.

—¡Señor Mercer! —gritó Alice Morphy.

Guardé la pistola en el bolsillo y me dirigí a la puerta.

—Antes de que se marche, señor —dijo Hyde—, ¿podría indicarme quién es el pobre desgraciado que tiene mi piedra?

Volví la cabeza y dije:

—Se llama Seth Pride. Tiene las orejas puntiagudas. Y él no tendrá inconveniente en matarlo a usted, señor.

—Muy bien, muy bien… Seth Pride: R.I.P. Y ahora corra, señor Mercer —dijo Hyde, y la luz turquesa de sus ojos me iluminó—. ¡Vamos, vamos!

Cerré tras de mí dando un portazo. Por el pasillo me persiguieron los gritos de Alice Morphy. Pero pronto los dejé atrás.

La primera idea… bien, no voy a excusarme. La primera idea que tuve fue salir de allí a toda velocidad y olvidarme de la existencia de Jackson Hyde. Y solo después, cuando me había alejado del Aula 14, supe que debía buscar ayuda. Necesitaba a Sherlock Holmes, o a MacDare, o a quien fuese.

Había dejado sola a esa chica loca y perversa en manos de… bueno, en manos de alguien que era, como mínimo, tan loco y perverso como ella. Había contemplado el nivel de depravación que Alice Morphy alcanzaba, pero creo que abandonarla con un tarado que llevaba encima un cuchillo diseñado para abrir en canal cadáveres humanos, no era justo ni siquiera para una persona como ella.

Pero lo hice igualmente.

Esta era una de esas cosas que el señor Holmes no podría tolerar, y yo tenía que hacerme a la idea.

Aunque claro, siempre podía mentir…

Aparqué esas consideraciones cuando la locura de ese día (¿o eran ya dos días?; ni siquiera sabía qué hora era) aumentó un poquito más con la aparición de los enanos.

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