5. La
fe en Dios
vive de una confianza radical en último término
fundada
. Con el sí a Dios se decide el hombre por un último fundamento y apoyo, por una última meta de la realidad. En la fe en Dios, el sí a la realidad resulta en último término fundado y consecuente: es una confianza radical anclada en la más honda de las profundidades, en el fundamento de todo fundamento. Así, pues, la fe en Dios, en cuanto actitud de radical confianza, es capaz de precisar la
condición de posibilidad
de la realidad problemática. En esto muestra una racionalidad radical, que no debe confundirse
con
el simple racionalismo.
La recompensa que la fe en Dios obtiene por su sí es también conocida. Puesto que yo opto confiadamente por un fundamento primero, en lugar de optar por la sinrazón, por un apoyo primordial, en vez de optar por la inconsistencia, por una meta primordial, en vez de optar por el absurdo, puedo descubrir fundadamente una unidad dentro de la dispersión, un sentido dentro de la insensatez y un valor dentro de la invalidez de la realidad total del mundo y del hombre. Y, pese a toda la incertidumbre e inseguridad, desvalimiento y desamparo, riesgo y fragilidad de mi propia existencia, ese origen primero, ese sentido originario y ese último valor me
regalan
una radical certidumbre, una última seguridad y una inamovible consistencia. Y esto, ni que decir tiene, no de una manera abstracta, aislada de los demás hombres, sino muy concreta, en estrecha relación con el tú humano. ¿Cómo va a experimentar el hombre que ha sido aceptado por Dios, si no ha sido aceptado por hombre alguno? Yo no puedo darme ni quitarme sencillamente a mí mismo la última certidumbre, seguridad y consistencia. Es la misma realidad última la que me reta de una u otra manera a otorgarle mi sí, la que por así decir tiene la «iniciativa». La misma realidad última es la que hace posible que yo, más allá de la duda, la angustia y la desesperación de todo tipo, tenga fundada paciencia respecto al presente, fundado agradecimiento respecto al pasado y fundada esperanza respecto al futuro.
De esta forma, esas preguntas religioso-sociales de la vida humana, últimas a la vez que primeras, que ninguna prohibición intelectual puede sofocar y que han sido especificadas arriba siguiendo el hilo conductor de las preguntas de Kant, obtienen una respuesta básica, con la cual, cuando menos, el hombre de hoy ya puede vivir en el mundo: una respuesta desde la realidad de Dios.
6. ¿En qué medida está, pues,
justificada racionalmente
la fe en Dios? El hombre no se presenta indiferente ante la opción entre el ateísmo y la fe en Dios. Se encuentra con un lastre previo: de suyo quiere entender el mundo y comprenderse a sí mismo, dar solución a la problematicidad de la realidad, descubrir la condición de posibilidad de esa misma realidad tan problemática, conocer el fundamento, apoyo y fin últimos de la realidad.
No obstante, también en este punto sigue siendo libre el hombre. Puede decir no. Puede ignorar escépticamente e incluso ahogar cualquier brote de confianza en un último fundamento, apoyo y objetivo. Puede, quizá con toda honradez y veracidad, atestiguar su no-poder-saber (ateísmo agnóstico) o afirmar la absoluta nulidad, la falta de fundamento y meta, de sentido y valor de la realidad problemática (ateísmo nihilista). Sin estar dispuesto a un reconocimiento confiado de Dios que tenga consecuencias prácticas, no tiene sentido el conocimiento racional de Dios. Y cuando el hombre haya dicho sí a Dios, sigue siendo el no tentación constante.
Mas cuando el hombre no se cierra, sino que se abre a la realidad que se le muestra, no se sustrae al último fundamento, apoyo y meta de la realidad; se arriesga, más bien, a descansar en él y a entregarse a él: de esa manera descubre,
al
hacerlo, que está haciendo lo correcto, lo «más razonable». Pues eso mismo que
de antemano
no puede probar ni demostrar de forma concluyente, lo experimenta
en el acto mismo
de conocer reconociendo («rationabile obsequium» en la acción misma): la realidad se le manifiesta en su más honda profundidad. El último fundamento, apoyo y meta de la realidad, su origen, sentido y valor primordiales se le abren en cuanto se abre él mismo. Y, a la vez, experimenta la racionalidad última de su propia razón dentro de toda su problematicidad, con lo cual la confianza radical en la razón ya no resulta irracional, sino racionalmente fundada.
Todo esto no implica, pues, una
racionalidad externa
, capaz de proporcionar una
seguridad
garantizada. La existencia de Dios no se prueba o demuestra primero racional e irrefutablemente para ser creída después, cosa que garantizaría la racionalidad externa de la fe en Dios. No es primero el conocimiento racional de Dios y, luego, el reconocimiento confiado. La realidad oculta de Dios no se impone necesariamente a la razón.
Implica más bien una
racionalidad interna
, capaz de proporcionar una
certidumbre
fundamental. En la propia realización, en la «praxis» de la aventura de confiar en la realidad de Dios experimenta el hombre, pese a todas las acometidas de la duda, la racionalidad de su confianza: la ve fundada en la identidad, significación y validez últimas que él experimenta, en el fundamento, sentido y valor primordiales que se le manifiestan. En esto radica la solvencia racional de la audacia de la fe en Dios; por tal audacia llega el hombre por encima de todas las dudas a una certidumbre última, certidumbre que él mismo ha de acrisolar incesantemente frente a las dudas, pero de la que nunca lo sacarán sin su consentimiento las situaciones límite, las angustias, la desesperación, o un ateísmo agnóstico o nihilista.
7. Así queda clara la
relación entre confianza fundamental y fe en Dios
. Si bien materialmente la confianza fundamental se refiere a la realidad como tal (y a la propia existencia) y la fe en Dios al fundamento, sostén y sentido primordiales de la realidad, la confianza fundamental y la fe en Dios («confiar en Dios») muestran formalmente una estructura análoga que se basa en la relación material (pese a todas las diferencias) entre ambas. Como la confianza fundamental, así también la fe en Dios
¿Qué puede entonces, si volvemos la vista a lo hasta aquí expuesto, «ayudar» al ateo? Ni una prueba racional estricta de la existencia de Dios, ni la apelación a un «tú debes» incondicionado, ni una apologética que aspire a una demostración irrefutable intelectual, ni una dogmática que decrete desde arriba. Sino:
Quien quiera dar un nombre a lo que aquí hemos señalado como fundamento, sostén y meta primordiales, como primer origen, sentido y valor, no podrá prescindir de
la palabra «Dios»
. «Dios» es sin duda, como explica Martin Buber en sus conmovedoras reflexiones del «eclipse de Dios», «la palabra más cargada de todas las palabras humanas
[42]
. Ninguna otra está tan profanada, manchada, desgarrada: los hombres la han destrozado con sus disensiones religiosas, por ella han matado y por ella han muerto; ninguna otra palabra es comparable a ella para designar lo más alto, pero ella ha servido también con harta frecuencia de camuflaje a las peores impiedades. No obstante, como para el hombre significa tanto —y de ello no se excluyen los ateos, puesto que no rechazan una cosa cualquiera, sino justamente a Dios—, no se puede renunciar a ella. Quien la evita, merece consideración: tal palabra nunca podrá quedar limpia del todo. Mas también es imposible olvidarla por completo. Lo que sí podrá es ser guardada y —con todas las consecuencias para el hombre— pensada de nuevo y parafraseada con otras palabras. Es decir: lo que hoy importaría, en vez de no hablar más de Dios o de seguir hablando de Dios de la misma manera, es aprender cuidadosamene a hablar de Dios de una manera nueva. Si la teología no fuese un hablar (logos) de Dios, sino que tratara sólo del hombre y de la humanidad solidaria, tendría que llamarse honradamente —como hace Ludwig Feuerbach— antropología.
Mas también para la fe en Dios en el sentido expuesto es la palabra
«Dios»
un
término ambiguo
. En ninguna parte se ofrece Dios a la fe directa o inmediatamente de forma objetiva y expresa. Dios solamente se muestra a la fe contra las apariencias del mundo, en el trasfondo de lo objetivo, en la profundidad de los fenómenos directamente experimentables, y permanece, por tanto, inobjetivo e incomprensible. En todo caso, nunca se presenta con univocidad perceptible y comprobable: no solamente es fácil que pase inadvertido o sea discutido, sino que también es susceptible de diversas interpretaciones. Aun cuando la fe es una intuición global y vivencial, tal intuición admite, al hacerse objeto de reflexión, una extraordinaria diversidad de interpretaciones conceptuales. Siempre ha tenido el hombre que esforzarse por completar, esclarecer y asegurar por medio de la reflexión mental su propia experiencia de fe, plena y vital sin duda, pero quizá también superficial y hasta unilateral no pocas veces. Sólo en la reflexión mental se explícita conceptualmente la experiencia unitaria de la totalidad, resulta lógicamente inteligible y puede comunicarse con claridad conceptual a los demás. La reflexión vive de la experiencia. Pero la experiencia necesita de la reflexión, de una reflexión crítica que la ilumine y afiance.
Toda la
filosofía
, desde los presocráticos hasta Hegel, así como las subsiguientes antiteologías de Feuerbach y Marx, de Nietzsche y de Heidegger, giran en torno al problema de Dios, problema que, como W. Weischedel ha expuesto detalladamente, constituye la cuestión central de la historia de la filosofía
[43]
. Con ello hace patente una vez más que bajo el nombre de «Dios» se entiende algo diferente, pero no completamente diverso, sino afín: «Lo divino inmediatamente presente en el mundo, de los primeros pensadores griegos, no es lo mismo que el Dios creador de la teología y filosofía cristianas. El Dios último fin de todas las tendencias de la realidad, como lo concibe Aristóteles, es diferente del Dios garante de la ley moral y de la felicidad, como lo entiende Kant. El Dios al alcance de la razón, de Tomás de Aquino o de Hegel, es distinto del Dios de Dionisio Areopagita o Nicolás de Cusa, que escapa hacia lo innominable. El mismo Dios puramente moralista que Nietzsche combate no coincide con el ser supremo, sustentador de la realidad, como Heidegger entiende al Dios de la metafísica. Y, no obstante, bajo el nombre de “Dios” se ha pensado en todo tiempo y lugar algo análogo: aquello que determina toda la realidad como principio omnioperante y preeminente»
[44]
.
El concepto general de Dios es ambivalente y ambiguo. Toda la historia de la filosofía clama por su clarificación; pero esa misma historia suscita serias dudas sobre si la filosofía es capaz de lograrlo por sí sola. Más bien parece pertenecer a la esencia del Dios de los filósofos que su concepto quede
en último término indeterminado
.
En este punto, las
religiones
han pretendido siempre ser algo más que filosofía. La religión, ciertamente, no nace de una prueba racional de Dios desarrollada con rigor ni, mucho menos, de la discreta reflexión conceptual. Mas tampoco surge exclusivamente de los estratos irracionales, psicológicos e inconscientes del hombre. Se asienta, más bien, como pone de manifiesto la psicología de la religión, en una unidad vivencial del conocer, el querer y el sentir, entendido todo ello no como adquisición propia, sino como respuesta a un encuentro con Dios de una u otra índole, como experiencia de Dios. Las más de las religiones remiten a una aparición o manifestación del Dios oculto y, por lo mismo, susceptible de interpretaciones varias. Así las cosas, nuestra reflexión ha de llevarnos ahora a examinar cada una de las religiones que intentan dar una respuesta concreta, teórica y práctica, a la cuestión de qué se entiende por Dios y qué se entiende por hombre.