Sepulcro (40 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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En el vestíbulo se abrió una puerta por efecto del viento y hubo que ir rápidamente a afianzarla para que no batiera. Léonie oyó que los criados se movían por toda la casa, comprobando que todas las ventanas estuvieran bien cerradas. Como existía el peligro de que el fino cristal de los ventanales más antiguos pudiera hacerse añicos, se habían corrido todas las cortinas. En los pasillos de las plantas superiores oyeron pasos y el tintineo de los cubos y pozales que habían colocado a cada trecho los criados para recoger el agua que se pudiera filtrar por las goteras, que aparecían tal y como Isolde ya les avisó, debido a algunas tejas sueltas.

Confinados al salón, los tres se hallaban sentados, o bien paseaban un poco o charlaban. Bebieron algo de vino. Trataron de pasar el tiempo con los entretenimientos habituales en una velada hogareña. Anatole atizaba la chimenea y añadía algún tronco, cuando no volvía a servirles vino en sus copas. Isolde se retorcía los dedos largos y pálidos con las manos en el regazo. En una ocasión, Léonie retiró un poco la cortina y miró la negrura del exterior. Poca cosa pudo ver entre las rendijas de las persianas, que no encajaban del todo bien, más allá de las siluetas de los árboles en los jardines, iluminadas un instante por el resplandor de un relámpago, removidas, meneadas, agitadas como caballos sin domar sujetos por una cuerda. Le pareció como si el propio bosque clamara pidiendo ayuda, con el crujir de los árboles centenarios, sus restallidos, su aguante.

A las diez en punto Léonie propuso que jugasen una partida de
bézique.
Isolde y ella se sentaron ante la mesa de cartas. Anatole permaneció en pie, con el brazo apoyado en la repisa, fumando un cigarrillo y sujetando una copa de coñac en la otra mano.

Apenas dijeron nada. Cada uno de ellos, al tiempo que fingía ser ajeno a la tormenta, en realidad aguzaba el oído afanándose por percibir los sutiles cambios del viento y la lluvia, todo lo que pudiera indicar que lo peor ya había pasado. Léonie se fijó en que Isolde estaba muy pálida, como si aún rondase una amenaza más y la tormenta acarrease una advertencia adicional. A medida que fue pasando el tiempo, tan despacio, a Léonie le dio la impresión de que Isolde se esforzaba a duras penas por mantener la compostura. Se le iba la mano a menudo hacia el estómago, como si tuviera molestias o un dolor producido por alguna enfermedad. Si no, con los dedos daba tirones la tela de su falda, los cantos de las cartas con las que estaban jugando, y alisaba insistentemente el tapete verde.

Un trueno repentino retumbó justo encima de sus cabezas. Los ojos grises de Isolde se abrieron con un gesto despavorido. En un visto y no visto, Anatole se plantó a su lado. Léonie sintió un aguijonazo de celos. Se sintió excluida, como si se hubieran olvidado los dos de que estaba allí.

—No te preocupes, estamos seguros —murmuró.

—Según explica monsieur Baillard —interrumpió Léonie—, cuenta la leyenda local que las tormentas las desata el diablo cuando el mundo se ha descoyuntado. Cuando se altera el orden natural de las cosas. El hortelano dijo eso mismo esta mañana. Dijo que ayer noche se oyó música en el lago, lo cual…

—Léonie, ¡ya basta! —dijo Anatole en tono imperioso—. Todos esos cuentos chinos, todos esos demonios y sucesos diabólicos, todas esas maldiciones y amenazas no son más que patrañas que se inventan para asustar a los niños chicos.

Isolde lanzó otra mirada hacia la ventana.

—¿Cuánto va a durar esto? No creo que pueda soportarlo mucho más.

Anatole, fugazmente, le apoyó la mano en su hombro y la retiró enseguida, pero no sin que Léonie se fijara en el gesto.

Su deseo es cuidarla, protegerla…

Apartó de sí ese pensamiento celoso.

—La tormenta no tardará en amainar —dijo Anatole—. No es más que el viento.

—No es el viento. Tengo la sensación de que algo… algo terrible va a suceder —susurró Isolde—. Siento que ya llega, que se acerca a nosotros.

—Isolde, querida —dijo Anatole bajando la voz.

Léonie entornó los ojos.

—¿Que ya viene? —repitió—. ¿Quién? ¿Quién viene?

Ninguno de los dos le prestó atención.

Otra racha de viento sacudió las persianas. Se rasgó el cielo.

—Tengo la seguridad de que esta mansión tan digna, tan antañona, tan sólida, las ha tenido que ver mucho peores que ésta —dijo Anatole tratando de inyectar una nota de ligereza y despreocupación en su tono de voz—. Desde luego, me jugaría cualquier cosa a que seguirá en pie muchos años después de que nosotros estemos muertos y enterrados. No hay nada que temer.

En los ojos de Isolde destelló una luz febril. Léonie comprendió que las palabras de Anatole habían tenido el efecto opuesto al deseado. No la habían apaciguado: habían aumentado su intranquilidad.

Muertos y enterrados.

En una fracción de segundo, Léonie creyó ver la mueca del demonio Asmodeus asomada y mirándola desde las llamas que ardían en la chimenea. Se sobresaltó a su pesar.

A punto estuvo de confesarle entonces a Anatole la verdad de lo que había ocurrido a lo largo de la tarde. Lo que había visto y lo que había oído. Pero cuando se volvió hacia él, descubrió que miraba a Isolde con tanta solicitud, con tanta ternura, que se sintió casi avergonzada de haber presenciado ese gesto.

Cerró la boca y no dijo nada.

El viento no aflojó. Tampoco le dejó descanso su imaginación soliviantada e inquieta.

C
APÍTULO
42

Sábado, 26 de Septiembre

C
uando Léonie despertó a la mañana siguiente, le sorprendió hallarse en la
chaise longue
del salón del Domaine de la Cade y no en su dormitorio.

Los rayos de luz dorada, matinal, entraban sesgados por las rendijas de las persianas. Se había apagado el fuego en la chimenea. Las cartas de la baraja y las copas vacías seguían en la mesa, abandonadas, allí donde quedaron la noche anterior.

Léonie permaneció un rato sentada, escuchando el silencio. Tras el batir y el martillear del viento y la lluvia, en esos momentos todo estaba en calma. La vieja mansión ya no emitía ningún crujido, ningún gemido. La tormenta había amainado definitivamente.

Sonrió. Los terrores de la noche anterior, todos los pensamientos que la llevaron a concentrarse en los espectros, en los diablos, parecían realmente absurdos con la luz benigna de la mañana. Pronto, el hambre la empujó a abandonar el refugio del sofá. Se acercó de puntillas a la puerta y salió al vestíbulo. Allí, el aire estaba mucho más frío y el olor de la humedad lo impregnaba todo, si bien se palpaba en el aire una frescura que no se percibía el día anterior. Atravesó la puerta que comunicaba la casa con la zona de los criados, y le llegó el frío de las baldosas a través de las finas suelas de sus chinelas, hasta encontrarse en un largo pasillo de losas de piedra. Al fondo, pasada una segunda puerta, oyó voces, el entrechocar de los utensilios de cocina, y también silbar a alguien.

Léonie entró en la cocina. Era más pequeña de lo que había supuesto, una agradable sala cuadrada con paredes enceradas y vigas negras en el techo, de las cuales colgaba una gran variedad de cacerolas y pucheros de cobre y otros utensilios. Sobre la encimera negra del fogón, encastrado en una chimenea de tal tamaño que daba acogida a un banco de piedra a cada lado, hervía una cacerola al fuego.

La cocinera sujetaba el mango de madera en la mano. Se volvió hacia la inesperada visita. Se oyó el roce de las patas de las sillas en las losas de piedra cuando el resto de los criados, que desayunaban en una mesa rústica en el centro de la sala, se pusieron en pie al unísono.

—Por favor, no se levanten —dijo Léonie rápidamente, cohibida por haberse inmiscuido donde no debiera—. Sólo quería saber si puedo tomar un poco de café. Y un poco de pan.

La cocinera asintió.

—Le prepararé una bandeja ahora mismo,
madomaiséla.
¿Se la llevo a la sala del desayuno?

—Sí, gracias. ¿No ha bajado nadie más? —preguntó.

—No,
madomaiséla.
Es usted la primera.

Lo dijo en un tono cortés, aunque claramente deseosa de que se marchase cuanto antes.

Pero Léonie todavía se quedó unos momentos.

—¿Ha provocado algún daño la tormenta?

—Nada que no tenga remedio —contestó la cocinera.

—¿Ninguna inundación? —preguntó, preocupada de que tal vez la cena de gala prevista para el sábado, aunque aún faltasen unos días, tuviera que aplazarse en caso de que el camino del pueblo se hubiera tenido que cortar.

—No, no se ha sabido de nada grave en Rennes-les-Bains. Una de las muchachas ha oído que hubo un corrimiento de tierras en Aletles-Bains. El coche del correo tuvo un accidente y ha tenido que detenerse en Limoux. —La cocinera se secó las manos en el delantal—. Si no desea nada más,
madomaiséla,
quizá pueda disculparme. Tengo mucho que preparar para esta noche.

A Léonie no le quedó más remedio que retirarse.

—Claro, claro.

Al marcharse de la cocina, el reloj dio las siete. Miró por las ventanas y vio un cielo rosado tras las nubes blancas. En la finca habían comenzado los trabajos para recoger las hojas caídas y las ramas que se hubieran desprendido de los árboles.

Los días siguientes pasaron en paz.

Léonie anduvo a su antojo por la casa y por la finca. Desayunó en su habitación y gozó de entera libertad para pasar la mañana como le viniera en gana. A menudo no veía a su hermano y a Isolde hasta la hora del almuerzo. Por la tarde, paseaba con Isolde por los jardines si el tiempo no lo impedía, o bien exploraba la mansión. Su tía siguió mostrándose siempre atenta, amable, hospitalaria; tenía el ingenio vivo, y a veces resultaba divertida. Tocaron algunos duetos de Rubinstein al piano, con torpeza, con más disfrute que destreza, y se entretuvieron con diversos juegos de mesa por las noches.

Léonie leyó y pintó un paisaje con el edificio al fondo, acomodada en el pequeño promontorio desde el que se dominaba el lago.

Tuvo muy presentes el libro de su tío y la partitura que había tomado del sepulcro, pero no volvió a tocarlos. Y en sus paseos por la finca Léonie se abstuvo intencionadamente de permitir que sus pasos la llevaran hacia el sendero ahogado por la vegetación, en el corazón del bosque, que conducía a la capilla abandonada.

El día previsto para la cena de gala amaneció despejado y luminoso.

Para cuando Léonie terminó de desayunar, la primera de las carretas de reparto de Rennes-les-Bains ya traqueteaba por la avenida de entrada al Domaine de la Cade. El chico del reparto bajó de un salto y descargó dos grandes bloques de hielo. Al poco llegó otra carreta con las viandas, los quesos, la leche fresca y la crema.

En todas las habitaciones de la casa, o al menos así se lo pareció a Léonie, los criados quitaban el polvo a los muebles, sacaban brillo y doblaban primorosamente la ropa de casa, además de pasar revista a los ceniceros limpios y la cristalería ante los ojos de la minuciosa ama de llaves.

A las nueve en punto apareció Isolde, recién salida de su habitación, y se llevó a Léonie a los jardines. Armadas con un par de tijeras de podar y unas gruesas botas de goma para guarecerse de la humedad de los senderos, cortaron flores para los centros de mesa cuando el rocío aún las empapaba.

Cuando regresaron a la casa, a las diez, habían llenado cuatro cestos de flores de todo tipo. Les esperaba el café humeante en la sala del desayuno, y Anatole, de un humor excelente, les sonrió desde detrás de un periódico.

A las once, Léonie terminó de redactar la última de las tarjetas con los nombres de los invitados, siguiendo las instrucciones que le había dado Isolde. Logró arrancar una promesa a su tía: que cuando estuviera lista la mesa, podría colocar ella las tarjetas como mejor le pareciera.

A mediodía ya estaba todo hecho. Después de un almuerzo ligero, Isolde anunció su intención de subir a su habitación a descansar durante unas horas. Anatole se ausentó para atender su correspondencia. A Léonie no le quedó más remedio que retirarse también.

En su habitación miró el costurero, donde dormía el libro de
Les tarots
bajo los carretes de algodón rojo e hilo azul, pero aunque hubieran pasado ya cinco días desde su expedición al sepulcro, seguía siendo reacia a alterar su estado de ánimo dejándose atrapar otra vez por los misterios que contenía la obra. Además, Léonie era muy consciente de que esa tarde no encontraría la concentración necesaria para dedicarse a leer. Estaba demasiado inquieta, era exagerado su estado de anticipación.

Se le fueron en cambio los ojos a su estuche de colores, a los pinceles y al bloc de papel, que estaban en el suelo. Se incorporó y tuvo un repentino sentimiento de amor por su madre. Le pareció que la tarde sería la ocasión ideal para aprovechar el tiempo y pintarle algo que le sirviera de recuerdo. Un regalo que le haría cuando regresara a la ciudad a finales de octubre.

Algo que tal vez eclipse sus desdichados recuerdos de la infancia que pasó en el Domaine de la Cade.

Léonie tocó la campanilla para llamar a la criada y le indicó que le trajera un cuenco de agua para los pinceles y un lienzo de algodón grueso para cubrir la mesa. Sacó entonces la paleta y los tubos de pintura y comenzó a aplicar gotas de color carmesí, ocre, azul turmalina, amarillo y verde musgo, con un poco de carboncillo de ébano para trazar los contornos. Del bloc sacó una sola hoja de color crema y de alto gramaje.

Estuvo un rato sentada, a la espera de que le llegase la inspiración. Sin tener una idea muy clara de lo que iba a ponerse a pintar, comenzó a trazar el contorno de una silueta, con trazos muy finos, negros. Mientras rozaba el papel, su mente se hallaba absolutamente concentrada en las emociones que sin duda estaba por vivir cuando comenzase la velada. El cuadro fue tomando forma sin que ella aportase conscientemente nada de su parte. Se preguntó qué impresión podría causarle la sociedad de Rennes-les-Bains. Todos los invitados habían aceptado la invitación de Isolde. Léonie se imaginó siendo objeto de la admiración y los comentarios de los recién llegados, se imaginó primero con el vestido azul, luego con el rojo y finalmente con el verde que había comprado en La Samaritaine. Vio sus brazos esbeltos cubiertos con diversos guantes de noche, mostrándose en su interior partidaria del corte de unos, de la largura de otros. Se imaginó su cabello cobrizo bien sujeto con las peinetas de madreperla o las horquillas de plata que más favoreciesen al tono de su tez. Jugueteó mentalmente con una amplia gama de gargantillas, pendientes y pulseras como complemento.

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