Si es que en efecto existen.
Léonie volvió a mirar hacia las ventanas. La luz empezaba a menguar. Los rayos de sol filtrados entre los árboles ya no alcanzaban las vidrieras, con lo cual éstas se habían oscurecido. Al igual que antes, creyó que los ojos atentos de las estatuas de yeso se habían vuelto hacia ella y que la vigilaban. A medida que fue en aumento la conciencia que tenía de su presencia, el ambiente en el interior de la tumba pareció ir cambiando, desplazándose.
Le llegó una súbita avalancha de aire. Distinguió una música inequívoca que resonaba en el interior de su cabeza, que parecía llegar de su propio ser. En realidad, la oyó, pero sin llegar a oírla. Entonces percibió una presencia, algo que se encontraba tras ella, que la rodeaba, que pasaba de largo rozándola apenas, sin llegar a tocarla, si bien se le había arrimado mucho: era un movimiento incesante, que se repetía de continuo, acompañado por una silenciosa cacofonía de susurros, suspiros y llantos.
Se le aceleró el pulso.
No son más que imaginaciones mías.
Entonces reparó en un sonido distinto. El corazón le latía con fuerza. Quiso descartarlo, tal como había aislado todos los demás sonidos procedentes de su interior y del exterior, pero se repitió. Algo rascaba en alguna parte. Tal vez eran unos pies arrastrándose. No. Unas uñas o unas garras que arañaban las losas del suelo y que llegaban desde detrás del altar.
Léonie tuvo en ese momento la certeza de que había invadido un espacio en el que no estaba permitida la entrada. Había perturbado el silencio del sepulcro y de los vigilantes que habitaban en aquellos polvorientos corredores de piedra y los custodiaban. Su presencia no era bienvenida. Había observado a fondo las imágenes pintadas en las paredes, había escrutado los ojos de los santos de yeso que se mantenían en vigilia constante en aquel recinto.
Se volvió de improviso en redondo, miró con atención los ojos azules y maliciosos de Asmodeus. Las descripciones de los demonios en el libro volvieron a su memoria con toda su fuerza.
Recordó el terror con que su tío había descrito el modo en que las alas negras, las presencias, cargaron sobre él con todo su peso y prácticamente lo aplastaron.
«Las marcas que tengo en las palmas de las manos, los estigmas, no han desaparecido».
Léonie bajó la vista y vio o creyó ver unas marcas rojas que se extendían sobre las palmas de sus manos frías. Cicatrices en forma de ocho, un ocho tumbado sobre su piel blanca.
Finalmente perdió todo asomo de valentía.
Se recogió las faldas y salió disparada hacia la puerta. La mirada maligna del diablo Asmodeus pareció burlarse de ella cuando pasó de largo, como si con los ojos la siguiera por la nave. Aterrada, cargó con todo el peso de su cuerpo contra la puerta, con lo cual tan sólo consiguió cerrarla con mayor firmeza. Frenética, recordó que se abría hacia dentro. Agarró el picaporte y tiró.
Léonie tuvo en ese momento la certeza de haber oído pasos tras ella. Garras, uñas que arañaban las losas, cada vez más cerca. A la caza de ella. Los diablos del lugar se habían liberado para proteger su santuario, el sepulcro. Escapó de su garganta un sollozo horrorizado en el momento en que por fin salió dando tumbos al bosque ya oscurecido.
La puerta se cerró con violencia tras ella, retumbando y rechinando las bisagras antiguas. Ya no le dio ningún miedo lo que pudiera estar esperándola en la media luz, bajo los árboles centenarios. No iba a ser nada en comparación con los terrores sobrenaturales que había pasado en el interior de la tumba.
Léonie se recogió las faldas y echó a correr, a sabiendas de que aquellos ojos malignos no la habían perdido aún de vista. Dándose cuenta justo a tiempo de que la ancestral mirada de los espíritus y los demonios vigilaba y guardaba su dominio ante cualquier intruso. Se lanzó a la carrera en el frío del crepúsculo, perdiendo el sombrero, tropezando, cayendo a medias, regresando sobre sus pasos por todo el camino, salvando el cauce seco del barranco de un salto, empeñada en dejar atrás cuanto antes el bosque que el anochecer ya atenazaba para llegar a la seguridad de los parterres de césped, de los jardines.
Fujhi, poudes; Escapa, non.
En un instante fugaz creyó haber entendido el significado de aquellas palabras.
L
éonie llegó helada hasta los huesos a la mansión, y se encontró con que Anatole paseaba de un lado a otro del vestíbulo. No sólo había llamado la atención su ausencia, sino que además había producido una gran consternación.
Isolde la abrazó y la estrechó con fuerza, para retirarse acto seguido sin esperar a más, como si le hubiera avergonzado semejante demostración de afecto. Anatole la abrazó primero y luego la zarandeó. Estaba desgarrado por dentro, sin saber si darle un escarmiento o si mostrar su alivio al ver que no le había ocurrido nada grave. No se dijo nada acerca de la riña que anteriormente la había incitado a abandonar la casa.
—¿Dónde te habías metido? —la interpeló—. ¿Cómo has podido ser tan insensata?
—He ido a pasear por los jardines.
—¡A pasear! ¡Pero si casi es de noche!
—Perdí la noción del tiempo.
Anatole siguió disparando a quemarropa una pregunta tras otra. ¿Había visto a alguien? ¿Había llegado a salir de los límites del Domaine? ¿Había visto u oído algo que se saliera de lo habitual? Ante semejante interrogatorio, tan insistente, aflojó de inmediato el miedo que se había apoderado de ella en el sepulcro y mermó la fuerza con que la había atenazado. Léonie se armó de valor y comenzó a defenderse, pues la determinación que parecía poner su hermano en dar tanta importancia al incidente la animó a quitarle peso al asunto.
—No soy una niña —le espetó, completamente irritada por la forma en que él la estaba tratando—. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.
—¡No, no lo eres! —gritó él—. No tienes más que diecisiete años.
Léonie sacudió los rizos de su melena cobriza.
—¡Hablas como si te diera miedo que pudieran secuestrarme!
—No seas ridícula —replicó él, aunque Léonie interceptó una curiosa mirada que en ese instante cruzaron él e Isolde.
Entornó los ojos.
—¿Qué? —preguntó muy despacio—. ¿Qué es lo que te ha pasado, si se puede saber, para que tu reacción sea tan desmedida? ¿Qué es lo que no me estás diciendo a las claras?
Anatole fue a contestar, pero cerró la boca y dejó que fuera Isolde quien interviniese.
—Lamento que nuestra preocupación te parezca excesiva. Como es natural, tienes entera libertad para caminar por donde te plazca. Lo que sucede es que hemos tenido noticia de que algunos animales salvajes bajan hasta el valle con el atardecer. Se han visto gatos monteses, posiblemente lobos también, a no mucha distancia de Rennes-les-Bains.
Léonie estaba a punto de desafiarla y poner en duda esa explicación cuando el recuerdo del ruido de unas garras en las losas del sepulcro acudió bruscamente a ella. Se estremeció. No podría haber dicho a ciencia cierta qué fue lo que convirtió la aventura en otra cosa completamente distinta ni cómo sucedió tan súbitamente. Sólo tenía claro que en el instante en que echó a correr tuvo la certeza de que su vida corría peligro. Pero no podría haber precisado qué era ese peligro.
—Ya lo ves, ahora te has sentido indispuesta —resopló Anatole.
—Anatole, ya basta —dijo Isolde con sosiego, tocándole levemente en el brazo.
Con gran asombro por parte de Léonie, él guardó silencio.
Con una exhalación de disgusto, se volvió en redondo y le dio la espalda, colocándose con los brazos en jarras.
—Además, hemos tenido noticia de que viene un temporal de los montes —dijo Isolde—. Teníamos miedo de que pudiera sorprenderte la tormenta.
Su comentario lo interrumpió el estruendoso retumbar de un trueno al propagarse. Los tres miraron a los ventanales. Nubes cargadas, dañinas, asomaban en masa por la cima de los montes. Una blanca bruma, como el humo de una hoguera, permanecía en suspenso entre los cerros, a media distancia.
Otro trueno, más cercano, hizo vibrar los cristales.
—Vamos —dijo Isolde, y tomó a Léonie por el brazo—. Indicaré a la criada que te prepare un baño bien caliente, y luego podemos cenar y encender la chimenea del salón. Y tal vez jugar a las cartas, ¿sí?
Bézique
o veintiuno, lo que tú prefieras.
Léonie sintió la punzada de un recuerdo. Se miró las palmas de las manos, que tenía blancas de frío. En ellas no había nada. No quedaba ninguna marca roja grabada en la piel.
Se dejó conducir a su habitación. Tuvo que pasar algún tiempo hasta que la campana llamándola a la cena repicó y Léonie se vio reflejada en el espejo.
Se deslizó en el taburete, delante del tocador, y se miró con ojos serios. Aunque brillantes, descubrió que tenía una luminosidad febril en los ojos. Vio con toda claridad el recuerdo del miedo grabado en su piel, y se preguntó si a Isolde o a Anatole no les resultaría igualmente evidente.
Léonie vaciló, pues no estaba deseosa de empeorar su estado de inquietud, pero finalmente se levantó y recogió
Les tarots
de su costurero. Con dedos cautelosos, fue pasando las páginas hasta hallar por fin el pasaje que deseaba releer.
Corría el aire de repente y tuve la impresión de no estar solo. Tuve entonces la certeza de que el sepulcro estaba repleto de seres. Espíritus. No podría asegurar que fueran humanos. Todas las reglas de la naturaleza quedaron de pronto abolidas. Los entes me rodeaban por entero. Mi propio yo y mis otros yoes, tanto pasados como todavía por venir… Me parecía que volasen, que se deslizasen por el aire, así que en todo momento tuve conciencia de sus presencias fugaces… De manera especial por encima de mi cabeza parecía incesante el movimiento, acompañado por una cacofonía de susurros, suspiros, siseos y llantos.
Léonie cerró el libro.
Se ajustaba con tremenda exactitud a su experiencia. La duda que le entró en ese momento era la siguiente: ¿se habían alojado aquellas palabras en lo más profundo de su inconsciente, y de ese modo habían dirigido sus emociones y sus reacciones? ¿O tal vez había experimentado con total independencia algo distinto de lo que en su día vio y vivió su tío? Aún se le ocurrió otra cosa.
¿Y es de veras posible que Isolde no sepa nada de todo esto?
Tanto su madre como Isolde habían percibido la presencia de algún elemento perturbador en el aire que se respiraba en el lugar, de esto a Léonie no le cabía la menor duda. Cada una de ellas a su manera, en efecto muy diferente, aludió a determinado ambiente, insinuó una sensación de inquietud, aunque era muy cierto que ninguna había sido explícita en sus referencias. Léonie apretó una mano contra la otra y formó un triángulo con los dedos mientras se esforzaba en pensar. También ella lo había sentido aquella primera tarde, cuando llegó con Anatole al Domaine de la Cade.
Sin dejar de dar vueltas mentalmente a la cuestión, devolvió el libro al lugar en que lo tenía escondido, deslizó la partitura de música para piano entre las guardas y se dio prisa en bajar la escalera para reunirse con los demás. Ahora que sus temores se habían diluido, se sentía sobre todo intrigada y resuelta a descubrir algo más. Eran muchas las cuestiones que deseaba formularle a Isolde, y no sólo sobre lo que pudiera saber de las actividades de su marido antes de que contrajeran matrimonio. Tal vez podría incluso escribir a mamá para preguntarle si hubo en su niñez algún incidente en concreto que le hubiera producido alarma. Y es que sin saber qué era lo que le inspiraba tanta certeza, Léonie estaba absolutamente segura de que el lugar en sí encerraba algo terrorífico, ya fuera en el bosque, en el lago o en los árboles centenarios.
Al cerrar, nada más salir, la puerta de su dormitorio, Léonie se dio cuenta de que no podría contar nada de su expedición por miedo a que se le prohibiera entonces regresar al sepulcro. Al menos por el momento, su aventura tenía que permanecer en secreto.
La noche cayó lentamente sobre el Domaine de la Cade y trajo consigo la sensación de la espera, de la vigilia, de la anticipación.
La cena transcurrió de manera agradable, con el rumor de los truenos desconsolados a lo lejos. No se dijo nada de la escapada de Léonie por los terrenos de la finca. Al contrario, hablaron de Rennes-les-Bains y de las poblaciones de los alrededores, de los preparativos para la cena del sábado, de los invitados cuya asistencia estaba prevista, de lo mucho que quedaba por hacer y del disfrute que sin duda les proporcionaría.
Una conversación plácida, ordinaria, doméstica.
Después de la cena se retiraron al salón, y una vez allí pareció cambiar el estado de ánimo de todos ellos. Las tinieblas, al otro lado de los muros, parecían respirar con vida propia. Fue al fin un alivio que se desatara la tormenta. El cielo mismo comenzó a estremecerse, a emitir gruñidos. Los relámpagos, de intensa luminosidad, quebrados, alargados, desgarraron con su fina hoja de plata las negras nubes. Rodaron los truenos, se propagaron retumbando, rebotaron en rocas y ramas, extendiendo su eco por el valle.
El viento, momentáneamente aquietado, como si se aprestara a soplar con fuerza redoblada, sin previo aviso golpeó la casa con todo su ímpetu, trayendo consigo las primeras rachas de la lluvia que durante toda la noche había amenazado con descargar. Las ráfagas traían pedrisco que azotó las ventanas, hasta parecerles a los que se habían guarecido en la mansión que una avalancha de agua caía formando una catarata sobre la fachada del edificio, como las olas que rompen en la orilla del mar.
De vez en cuando Léonie creyó que llegaba a sus oídos una música. Las notas escritas en la partitura, oculta en su dormitorio, se hallaban en manos del viento, que era el que las ejecutaba. Así recordó, con un estremecimiento, que el viejo hortelano había avisado que sucedería.
Casi en ningún momento parecieron Anatole, Isolde y Léonie prestar mayor atención a la tempestad que arreciaba al otro lado de los muros. Un buen fuego crepitaba y rugía a ratos en la chimenea.
Todas las lámparas estaban encendidas y los criados habían traído velas adicionales. Se encontraban tan cómodos como realmente podían estar, si bien Léonie no dejó de temer que los muros se hundieran, que cediesen bajo las arremetidas de la tormenta.