Sería innecesario decir que la buena opinión que los caballeros tenían uno del otro mejoró junto con aumentar su mutuo conocimiento, pues no podía ser de otra manera. La semejanza en sus principios y buen juicio, en disposición y manera de pensar, probablemente habría bastado para unirlos como amigos sin necesidad de ninguna otra cosa que los acercara; pero el hecho de estar enamorados de dos hermanas, y dos hermanas que se querían, hizo inevitable e inmediata una estimación que en otras condiciones quizá debió haber esperado los efectos del tiempo y el discernimiento.
Las cartas provenientes de la ciudad, que unos días antes habrían estremecido cada nervio del cuerpo de Elinor, ahora llegaban para ser leídas con menos emoción que gusto. La señora Jennings escribió para contarles toda la fantástica historia, para desahogar su honesta indignación contra la veleidosa muchacha que había dejado plantado a su novio y derramar compasión por el pobre Edward que, estaba segura, había adorado a aquella despreciable pícara y, según todos los informes, se encontraba ahora en Oxford con el corazón casi completamente destrozado. «A mi parecer», continuaba, «nunca se ha hecho nada de manera tan solapada, pues no hacía ni dos días que Lucy había venido a visitarme y se había quedado un par de horas conmigo. Nadie tuvo ninguna sospecha de lo que ocurría, ni siquiera Nancy que, ¡pobre criatura!, llegó acá llorando al día siguiente, terriblemente alarmada por miedo a la señora Ferrars y por no saber cómo llegar a Plymouth; pues Lucy, según parece, le pidió prestado todo su dinero antes de casarse, suponemos que para lucirse, y la pobre Nancy no tenía ni siquiera siete chelines en total; así que me alegró mucho darle cinco guineas que le permitieran llegar a Exeter, donde piensa quedarse tres o cuatro semanas en casa de la señora Burguess con la esperanza, así le digo yo, de toparse otra vez con el reverendo. Y debo confesar que lo peor de todo es la mala voluntad de Lucy de no llevársela en su calesa. ¡Pobre señor Edward! No puedo sacármelo de la cabeza, pero deben hacer que vaya a Barton y la señorita Marianne debe intentar consolarlo».
El tono del señor Dashwood era más solemne. La señora Ferrars era la más desdichada de las mujeres, la sensibilidad de la pobre Fanny había soportado agonías y él estaba maravillado y lleno de gratitud al ver que no habían sucumbido bajo tal golpe. La ofensa de Robert era imperdonable, pero la de Lucy era infinitamente peor. Nunca más iba a mencionarse el nombre de ninguno de los dos ante la señora Ferrars, e incluso si en el futuro se la pudiera convencer de perdonar a su hijo, jamás iba a reconocer a su esposa como hija ni admitirla en su presencia. Trataba racionalmente el secreto con que habían manejado todo el asunto entre ellos como una enorme agravante del crimen, pues si los demás hubieran sospechado algo podrían haber tomado las medidas necesarias para evitar el matrimonio; y apelaba a Elinor para que antes se uniera a sus lamentos por el no cumplimiento del compromiso entre Lucy y Edward, que servirse de ello para seguir sembrando la desgracia en la familia. Y continuaba de la siguiente forma:
«La señora Ferrars todavía no ha mencionado el nombre de Edward, lo que no nos sorprende; pero lo que nos asombra enormemente es no haber recibido ni una línea de él sobre lo ocurrido. Quizá, sin embargo, ha guardado silencio por temor a ofender y, por tanto, le escribiré unas líneas a Oxford insinuándole que su hermana y yo pensamos que una carta en que muestre la sumisión adecuada, dirigida quizá a Fanny y enseñada por ésta a su madre, no sería tomada a mal; pues todos conocemos la ternura del corazón de la señora Ferrars y que nada desea más que estar en buenos términos con sus hijos».
Este párrafo tenía una cierta importancia para los planes y el proceder de Edward. Lo decidió a intentar una reconciliación, aunque no exactamente de la manera en que sugerían su cuñado y su hermana.
—¡La sumisión adecuada! —repitió—; ¿pretenden que le pida perdón a mi madre por la ingratitud de Robert con
ella y
la forma en que ofendió
mi
honor? No puedo mostrar ninguna sumisión. Lo ocurrido no me ha hecho más humilde ni más arrepentido. Me ha hecho muy feliz, pero eso no les interesa. No sé de ningún gesto de sumisión que
yo
deba realizar.
—Bien puedes pedir que te perdonen —dijo Elinor—, porque has ofendido;
y
pensaría que
ahora
hasta podrías llegar a manifestar algún malestar por haber contraído el compromiso que despertó el enojo de tu madre.
Edward estuvo de acuerdo en que podría hacerlo.
—Y cuando te haya perdonado, quizá sea conveniente alguna pequeña muestra de humildad cuando informes a tu madre de un segundo compromiso casi
tan
imprudente a sus ojos como el primero.
Nada tuvo que objetar a esto Edward, pero aún se resistía a la idea de una carta en que se mostrara adecuadamente sumiso; y así, para hacerle más fácil la empresa, dado que manifestaba mucho mayor disposición a hacer concesiones de palabra que por escrito, se resolvió que en vez de escribirle a Fanny, debía ir a Londres y suplicarle personalmente que interpusiera sus buenos oficios en su favor.
—Y si ellos sí se comprometen —dijo Marianne, en su nueva personalidad benevolente en esforzarse por una reconciliación, tendré que pensar que ni siquiera John y Fanny están por completo desprovistos de méritos.
Después de los sólo tres o cuatro días que duró la visita del coronel Brandon, los dos caballeros abandonaron Barton juntos. Se dirigirían de inmediato a Delaford, de manera que Edward pudiera conocer personalmente su futuro hogar y ayudar a su protector y amigo a decidir qué mejoras eran necesarias; y desde ahí, tras quedarse un par de noches, iba a continuar su viaje a la ciudad.
Después de la apropiada resistencia por parte de la señora Ferrars, una resistencia bastante enérgica y firme para salvarla del reproche en el que siempre parecía temerosa de incurrir, el de ser demasiado amable, Edward fue admitido en su presencia y elevado otra vez a la categoría de hijo.
En el último tiempo su familia había sido extremadamente fluctuante. Durante muchos años de su vida había tenido dos hijos; pero el crimen y aniquilamiento de Edward unas semanas atrás la habían privado de uno; el similar aniquilamiento de Robert la había dejado durante quince días sin ninguno; y ahora, con la resurrección de Edward, otra vez tenía uno.
Edward, sin embargo, a pesar de que nuevamente se le permitía vivir, no sintió segura la continuación de su existencia hasta haber revelado su actual compromiso; pues temía que el hacer pública tal circunstancia daría un nuevo giro a su estado y lo llevaría a la tumba con la misma velocidad que antes. Lo reveló entonces con recelosa cautela y fue escuchado con inesperada placidez. Al comienzo la señora Ferrars intentó razonar con él para disuadirlo de casarse con la señorita Dashwood, recurriendo a todos los argumentos a su alcance; le dijo que en la señorita Morton encontraría una mujer de más alto rango y mayor fortuna, y reforzó tal afirmación observando que la señorita Morton era hija de un noble y dueña de treinta mil libras, mientras la señorita Dashwood sólo era la hija de un caballero particular, y no tenía más de
tres
mil; pero cuando descubrió que aunque Edward estaba perfectamente de acuerdo con lo certero de su exposición, no tenía ninguna intención de dejarse guiar por ella, juzgó más sabio, dada la experiencia del pasado, someterse… Y así, tras la displicente demora que le debía a su propia dignidad y que se le hacía necesaria para prevenir cualquier sospecha de benevolencia, —promulgó su decreto de consentimiento al matrimonio de Edward y Elinor.
A continuación fue necesario considerar qué debía hacer para mejorar sus rentas: y aquí se vio claramente que aunque Edward era ahora su único hijo, de ninguna manera era el primogénito; pues aunque Robert recibía infaliblemente mil libras al año, no se hizo la menor objeción a que Edward se ordenara por doscientas cincuenta como máximo; tampoco se prometió nada para el presente ni para el futuro más allá de las mismas diez mil libras que habían constituido la dote de Fanny..
Eso, sin embargo, era lo que Edward y Elinor deseaban, y mucho más de lo que esperaban; y la señora Ferrars, con sus evasivas excusas, parecía la única persona sorprendida de no dar más.
Así, habiéndoseles asegurado un ingreso suficiente para cubrir sus necesidades, después de que Edward tomó posesión del beneficio no les quedaba nada por esperar sino que estuviera lista la casa, a la cual el coronel Brandon le estaba haciendo importantes mejoras en su ansiedad por acomodar a Elinor; y tras esperar algún tiempo que las completaran —tras experimentar, como es lo habitual, las mil desilusiones y retrasos de la inexplicable lentitud de los trabajadores—, Elinor, como siempre, quebrantó la firme decisión inicial de no casarse hasta que todo estuviera listo, y la ceremonia tuvo lugar en la iglesia de Barton a comienzos de otoño.
Pasaron el primer mes después de su matrimonio en la casa solariega, desde donde podían supervisar los progresos en la rectoría y dirigir las cosas tal como las querían en el lugar mismo; podían elegir el empapelado, planificar dónde plantar grupos de arbustos y diseñar un recorrido hasta la casa. Las profecías de la señora Jennings, aunque algo embarulladas, se cumplieron en su mayor parte: pudo visitar a Edward y a su esposa en la parroquia para el día de san Miguel, y encontró en Elinor y su esposo, tal como lo pensaba, una de las parejas más felices del mundo. De hecho, ni a Edward ni a Elinor les quedaban deseos por cumplir, salvo el matrimonio del coronel Brandon y Marianne y pastos algo mejores para sus vacas.
Recibieron la visita de casi todos sus parientes y amigos en cuanto se instalaron. La señora Ferrars acudió a inspeccionar la felicidad que casi le avergonzaba haber autorizado, y hasta los Dashwood incurrieron en el gasto de un viaje desde Sussex para hacerles los honores.
—No diré que estoy desilusionado, mi querida hermana —dijo John, mientras paseaban juntos una mañana ante las rejas de la casa de Delaford—; eso sería exagerar, puesto que tal como son las cosas, en verdad has resultado una de las mujeres más afortunadas del mundo. Pero confieso que me daría gran placer poder llamar hermano al coronel Brandon. Sus bienes en este lugar, su propiedad, su casa, ¡todo tan admirable, tan en magníficas condiciones! ¡Y sus bosques! ¡En ninguna parte de Dorsetshire he visto madera de tal calidad como la guardada ahora en los cobertizos de Delaford! Y aunque quizá Marianne no sea exactamente la persona capaz de atraerlo, pienso que sería en general aconsejable que la invitaras muy seguido a quedarse contigo, pues como el coronel Brandon parece pasar mucho tiempo en casa… imposible decir lo que podría ocurrir… cuando dos personas están mucho juntas y no ven mucho a nadie más… y siempre estará en tus manos hacer resaltar su mejor lado, y todo eso; en fin, bien puedes ofrecerle una oportunidad… tú me entiendes.
Pero aunque la señora Ferrars sí vino a verlos y siempre los trató con un fingido afecto decoroso, nunca recibieron el insulto de su verdadero favor y preferencias.
Eso
se lo habían ganado la insensatez de Robert
y
la astucia de su esposa,
y
lo habían conseguido antes de que hubieran transcurrido muchos meses. La egoísta sagacidad de Lucy, que al comienzo había arrastrado a Robert a tal embrollo, fue el principal instrumento para librarlo de él; pues apenas encontró la más pequeña oportunidad de ejercitarlas, su respetuosa humildad, sus asiduas atenciones e interminables zalemas reconciliaron a la señora Ferrars con la elección de su hijo y la reinstalaron completamente en su favor.
Todo el proceder de Lucy en este asunto y la prosperidad con que se vio coronado, pueden así exhibirse como un muy estimulante ejemplo de lo que una intensa, incesante atención a los propios intereses, por más obstáculos que parezca tener el camino hacia ellos, podrá hacer para lograr todas las ventajas de la fortuna, sin sacrificar otra cosa que tiempo y conciencia. La primera vez que Robert buscó verla y la visitó en Bartlett's Buildings, su única intención era la que su hermano le atribuyó. Sólo quería convencerla de desistir del compromiso; y como el único obstáculo que imaginaba posible era el afecto de ambos, lógicamente esperaba que una o dos entrevistas bastarían para resolver el asunto. En ese punto, sin embargo, y sólo en ése, se equivocó; pues aunque Lucy muy luego lo hizo confiar en que,
a la larga
, su elocuencia la convencería, siempre se necesitaba otra visita, otra conversación para lograr tal convencimiento. Al separarse, siempre subsistían en la mente de ella algunas dudas, que sólo podían aclararse con otra conversación de media hora con él. De esta manera se aseguraba una nueva visita, y el resto siguió su curso natural. En vez de hablar de Edward, paulatinamente llegaron a hablar sólo de Robert… un tema sobre el cual él siempre tenía más que decir que sobre el otro y en el cual ella pronto mostró un interés que casi se equiparaba al de él; y, en pocas palabras, rápidamente fue evidente para ambos que él había suplantado por completo a su hermano. Estaba orgulloso de su conquista, orgulloso de jugarle una mala pasada a Edward, y muy orgulloso de casarse en privado sin el consentimiento de su madre. Ya se sabe lo que siguió de inmediato. Pasaron algunos meses muy felices en Dawlish, pues ella tenía muchos parientes y viejos conocidos con quienes deseaba cortar, y él dibujó muchos planos para magníficas casas de campo. Y cuando desde allí volvieron a la ciudad, obtuvieron el perdón de la señora Ferrars con el sencillo expediente de pedírselo, camino adoptado a instancias de Lucy. En un principio, como es lógico, el perdón alcanzó únicamente a Robert; y Lucy, que no tenía ninguna obligación con su suegra y, por tanto, no había transgredido nada, permaneció unas pocas semanas más sin ser perdonada. Pero la perseverancia en un comportamiento humilde, más mensajes donde asumía la culpa por la ofensa de Robert y gratitud por la dureza con que era tratada, le procuraron con el tiempo un altanero reconocimiento de su existencia que la abrumó por su condescendencia y que luego la condujo a pasos muy rápidos al más alto estado de afecto e influencia. Lucy se hizo tan necesaria a la señora Ferrars como Robert o Fanny; y mientras Edward nunca fue perdonado de todo corazón por haber pretendido alguna vez casarse con ella, y se referían a Elinor, aunque superior a Lucy en fortuna y nacimiento, como una intrusa,
ella
siempre fue considerada y abiertamente reconocida como una hija favorita. Se instalaron en la ciudad, recibieron un muy generoso apoyo de la señora Ferrars, estaban en los mejores términos imaginables con los Dashwood y, dejando de lado los celos y mala voluntad que siguieron subsistiendo entre Fanny y Lucy, en los que por supuesto sus esposos tomaban parte, junto con los frecuentes desacuerdos domésticos entre los mismos Robert y Lucy, nada podría superar la armonía en que vivieron todos juntos.