Sentido y Sensibilidad (24 page)

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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

BOOK: Sentido y Sensibilidad
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En consideración a Willoughby, Elinor no habría estado dispuesta a creer que tales cartas, tan llenas de afecto y confianza, pudieran haber merecido la respuesta que tuvieron. Pero su condena de la actuación de él no le impedía ver lo inapropiado, en último término, de que hubieran sido escritas; y lamentaba en su interior la imprudencia que había arriesgado pruebas de ternura tan poco solicitadas, que ningún precedente justificaba y que los hechos tan severamente condenaban, cuando Marianne, advirtiendo que ya había terminado con las cartas, le observó que ellas no contenían nada sino lo que cualquiera en la misma situación habría escrito.

—Yo me sentía —agregó— tan solemnemente comprometida con él como si estuviéramos unidos por el más estricto pacto legal. — Puedo creerlo —dijo Elinor—; pero, por desgracia, él no sentía lo mismo. —El sí sentía lo mismo, Elinor… semana tras semana lo sintió. Sé que fue así. No importa lo que lo haya hecho cambiar ahora (y nada sino las artes más negras usadas contra mí pueden haberlo logrado), alguna vez le fui tan querida como mis deseos más profundos pudieron desearlo. Este mechón de pelo, del cual ahora se deshace con tanta facilidad, lo obtuvo tras suplicármelo de la manera más vehemente. ¡Si hubieras visto su aspecto, sus maneras, si hubieras escuchado su voz en ese momento! ¿Has olvidado acaso la última tarde que pasamos juntos en Barton? ¡También la mañana en que nos separamos! Cuando me dijo que podrían pasar muchas semanas antes de que nos volviéramos a encontrar… su congoja, ¡cómo voy a olvidar su congoja!

Durante uno o dos momentos no pudo decir nada más; pero cuando su emoción se había aplacado, agregó con voz más firme: —Elinor, me han utilizado de la forma más cruel, pero no ha sido Willoughby quien lo ha hecho. —Mi querida Marianne, ¿quién, sino él? ¿Quién lo puede haber inducido a ello? —Todo el mundo, más que su propio corazón. Antes creería que todos los seres que conozco se concertarían para degradarme ante sus ojos que creerlo a él por naturaleza capaz de tal crueldad. Esta mujer sobre la que escribe, quienquiera que sea; o cualquiera, en suma, a excepción de ti, mi querida hermana, y mamá y Edward, puede haber sido tan desalmado como para denigrarme. Fuera de ustedes tres, ¿hay alguna criatura en el mundo de quien sospecharía menos que de Willoughby, cuyo corazón conozco tan bien?

Elinor no quiso discutir, y se limitó a responderle:

—Quienquiera pueda haber sido ese enemigo tuyo tan detestable, arrebatémosle su malvado triunfo, mi querida hermana, haciéndole ver con cuánta nobleza la conciencia de tu propia inocencia y buenas intenciones sustenta tu espíritu. Es razonable y digno de alabanza un orgullo que se levanta contra tal malevolencia.

—No, no —exclamó Marianne—, una desdicha como la mía no conoce el orgullo. No me importa que sepan cuán miserable me siento. Todos pueden saborear el triunfo de verme así. Elinor, Elinor, los que poco sufren pueden ser tan orgullosos e independientes como quieran; Pueden resistir los insultos o humillar a su vez… Pero yo no puedo. Tengo que sentirme, tengo que ser desdichada… y bienvenidos sean a disfrutar de saberme así.

—Pero por mi madre, y por mí…

—Haría más que por mí misma. Pero mostrarme contenta cuando me siento tan miserable… ¡Ah! ¿Quién podría pedirme tanto?

Nuevamente callaron ambas. Elinor estaba entregada a caminar pensativamente de la chimenea a la ventana, de la ventana a la chimenea, sin advertir el calor que le llegaba de una o distinguir los objetos a través de la otra; y Marianne, sentada a los pies de la cama, con la cabeza apoyada contra uno de sus pilares, tomó de nuevo la carta de Willoughby, y tras estremecerse ante cada una de sus frases, exclamó:

—¡Es demasiado! ¡Oh, Willoughby, Willoughby, cómo puede venir esto de ti! Cruel, cruel, nada puede absolverte. Nada, Elinor. Sea lo que fuere que pueda haber escuchado contra Mí… ¿no debiera haber suspendido el juicio? ¿No debió habérmelo dicho, darme la oportunidad de justificarme? «El mechón de sus cabellos —repitiendo lo que la carta decía— que tan graciosamente me concedió»… eso es imperdonable. Willoughby, ¿dónde tenías el corazón cuando escribiste esas palabras? ¡Oh, qué desalmada insolencia! Elinor, ¿es qUe acaso se la puede justificar?

—No, Marianne, de ninguna manera.

—Y, sin embargo, esta mujer… ¡quién sabe cuáles puedan haber sido sus malas artes, cuán largamente lo habrá premeditado, cómo se las habrá ingeniado! ¿Quién es ella? ¿Quién puede_ ser? ¿A quién de sus conocidas mencionó alguna vez Willoughby como joven y atractiva? ¡Oh! A nadie, a nadie… sólo me hablaba de mí.

Siguió otra pausa; Marianne, presa de gran agitación, terminó así:

—Elinor, debo irme a casa. Debo ir y consolar a mamá. ¿Podemos irnos mañana?

—¡Mañana, Marianne!

—Sí; ¿por qué había de quedarme aquí? Vine únicamente por Willoughby… y ahora, ¿a quién le importo? ¿Quién se interesa por mí?

—Sería imposible partir mañana. Le debemos a la señora Jennings mucho más que cortesía; y la cortesía más básica no permitiría una partida tan repentina como ésa.

—Está bien, entonces, en uno o dos días más quizá; pero no puedo quedarme mucho aquí, no puedo quedarme y aguantar las preguntas y observaciones de toda esa gente. Los Middleton, los Palmer… ¿cómo voy a soportar su compasión? ¡La compasión de una mujer como la señora Jennings! ¡Ah, qué diría
él
de eso!

Elinor le aconsejó que se tendiera nuevamente, y durante unos momentos así lo hizo; pero ninguna posición la tranquilizaba, y en un doloroso desasosiego de alma y cuerpo, cambiaba de una a otra postura, alterándose cada vez más; a duras penas pudo su hermana mantenerla en la cama y durante algunos momentos temió verse obligada a pedir ayuda. Unas gotas de lavanda, sin embargo, que pudo convencerla de tomar, le sirvieron de ayuda; y desde ese instante hasta la vuelta de la señora Jennings permaneció en la cama, callada y quieta.

CAPITULO XXX

A su regreso, la señora Jennings se dirigió directamente a la habitación de Elinor y Marianne y, sin esperar que respondieran a su llamado, abrió la puerta y entró con aire de verdadera preocupación.

—¿Cómo está, querida? —le preguntó en tono compasivo a Marianne, que desvió el rostro sin hacer ningún intento por responder.

—¿Cómo está, señorita Dashwood? ¡Pobrecita! Tiene muy mal aspecto. No es de extrañar. Sí, desgraciadamente es verdad. Se va a casar pronto… ¡es un badulaque! No lo soporto. La señora Taylor me lo contó hace media hora, y a ella se lo contó una amiga íntima de ' la señorita Grey misma, de otra forma no lo habría podido creer; quedé abismada al saberlo. Bien, dije, todo lo que puedo decir es que, si es verdad, se ha portado de manera abominable con una joven a quien conozco, y deseo con todo el corazón que su esposa le atormente la vida. Y seguiré diciéndolo para siempre, querida, puede estar segura. No se me ocurre adónde irán a parar los hombres por este camino; y si alguna vez me lo vuelvo a encontrar, le daré tal reprimenda como no habrá tenido muchas en su vida. Pero queda un consuelo, mi querida señorita Marianne: no es el único joven del mundo que valga la pena; y con su linda cara a usted nunca le faltarán admiradores. ¡Ya, pobrecita! Ya no la molestaré más, porque lo mejor sería que llorara sus penas de una vez por todas y acabara con eso. Por suerte, sabe usted, esta noche van a venir los Parry y los Sanderson, y eso la divertirá.

Salió entonces de la habitación caminando de puntillas, como si creyera que la aflicción de su joven amiga pudiera aumentar con el ruido.

Para sorpresa de su hermana, Marianne decidió cenar con ellas. Elinor incluso se lo desaconsejó. Pero, «no, iba a bajar; lo soportaría perfectamente, y el barullo en tomo a ella sería menor». Elinor, contenta de que por el momento fuera ése el motivo que la guiaba y aunque no la creía capaz de sentarse a cenar, no dijo nada más; así, acomodándole el vestido lo mejor que pudo mientras Marianne seguía echada sobre la cama, estuvo lista para acompañarla al comedor apenas las llamaron.

Una vez allí, aunque con aire muy desdichado, comió más y con mayor tranquilidad de la que su hermana había esperado. Si hubiera intentado hablar o se hubiera dado cuenta de la mitad de las bien intencionadas pero desatinadas atenciones que le dirigía la señora Jennings, no habría podido mantener esa calma; pero sus labios no dejaron escapar ni una sílaba y su ensimismamiento la mantuvo en la mayor ignorancia de cuanto ocurría frente a ella.

Elinor, que valoraba la bondad de la señora Jennings aunque la efusión con que la expresaba a menudo era irritante y en ocasiones casi ridícula, le manifestó la gratitud y le correspondió las muestras de cortesía que su hermana era incapaz de expresar o realizar por sí misma. Su buena amiga veía que Marianne era desdichada, y sentía que se le debía todo aquello que pudiera disminuir su pena. La trató, entonces, con toda la cariñosa indulgencia de una madre hacia su hijo favorito en su último día de vacaciones. A Marianne debía darse el mejor lugar junto a la chimenea, había que tentarla con todos los mejores manjares de la casa y entretenerla con el relato de todas las noticias del día. Si Elinor no hubiera visto en el triste semblante de su hermana un freno a todo regocijo, habría disfrutado de los esfuerzos de la señora Jennings por curar un desengaño de amor mediante toda una variedad de confituras y aceitunas y un buen fuego de chimenea. Sin embargo, apenas la conciencia de todo esto se abrió paso en Marianne por repetirse una y otra vez, no pudo seguir ahí. Con una viva exclamación de dolor y una señal a su hermana para que no la siguiera, se levantó y salió a toda prisa de la habitación.

¡Pobre criatura! —exclamó la señora Jennings tan pronto hubo salido—. ¡Cómo me apena verla! ¡Y miren ustedes, si no se ha ido sin terminar su vino! ¡Y también ha dejado las cerezas confitadas! ¡Dios mío! Nada parece servirle. Créanme que si supiera de algo que le apeteciera, mandaría recorrer toda la ciudad hasta encontrarlo. ¡Vaya, es la cosa más increíble que un hombre haya tratado tan mal a una chica tan linda! Pero cuando la plata abunda por un lado y escasea totalmente por el otro, ¡que Dios me ampare!, ya no les importan tales cosas.

—Entonces, la dama en cuestión, la señorita Grey creo que la llamó usted, ¿es muy rica?

—Cincuenta mil libras, querida mía. ¿La ha visto alguna vez? Una chica elegante, muy a la moda, según dicen, pero nada de guapa. Recuerdo muy bien a su tía, Biddy Henshawe; se casó con un hombre muy rico. Pero todos en la familia son ricos. ¡Cincuenta mil libras! Y desde todo punto de vista van a llegar muy a tiempo, porque dicen que él está en la ruina. ¡Era que no, siempre luciéndose por ahí con su calesín y sus caballos y perros de caza! Vaya, sin ánimo de enjuiciar, pero cuando un joven, sea quien sea, viene y enamora a una linda chica y le promete matrimonio, no tiene derecho a desdecirse de su palabra sólo por haberse empobrecido y que una muchacha rica esté dispuesta a aceptarlo. ¿Por qué, en ese caso, no vende sus caballos, alquila su casa, despide a sus criados, y no da un real vuelco a su vida? Les aseguro que la señorita Marianne habría estado dispuesta a esperar hasta que las cosas se hubieran arreglado. Pero no es así como se hacen las cosas hoy en día; los jóvenes de hoy jamás van a renunciar a ningún placer.

—¿Sabe usted qué clase de muchacha es la señorita Grey? ¿Tiene reputación de ser amable?

—Nunca he escuchado nada malo de ella; de hecho, casi nunca la he oído mencionar; excepto que la señora Taylor sí dijo esta mañana que un día la señorita Walker le insinuó que creía que el señor y la señora Ellison no lamentarían ver casada a la señorita Grey, porque ella y la señora Ellison nunca se habían avenido.

—¿Y quiénes son los Ellison?

—Sus tutores, querida. Pero ya es mayor de edad y puede escoger por sí misma; ¡y una linda elección ha hecho! Y ahora —tras una breve pausa—, su pobre hermana se ha ido a su habitación, supongo, a lamentarse a solas. ¿No hay nada que se pueda hacer para consolarla? Pobrecita, parece tan cruel dejarla sola. Pero bueno, poco a poco traeremos nuevos amigos, y eso la divertirá un poco. ¿A qué podemos jugar? Sé que ella detesta el
whist
; pero, ¿no hay ningún juego que se haga en ronda que sea de su agrado?

—Mi querida señora, tanta gentileza es completamente innecesaria. Estoy segura de que Marianne no saldrá de su habitación esta noche. Intentaré convencerla, si es que puedo, de que se vaya a la cama temprano, porque estoy segura de que necesita descansar.

—Claro, eso será lo mejor para ella. Que diga lo que quiere comer, y se acueste. ¡Dios!

No es de extrañar que haya andado con tan mala cara y tan abatida la semana pasada y la anterior, porque imagino que esta cosa ha estado encima de ella todo ese tiempo. ¡Y la carta que le llegó hoy fue la última gota! ¡Pobre criatura! Si lo hubiera sabido, por supuesto que no le habría hecho bromas al respecto ni por todo el oro del mundo. Pero entonces, usted sabe, ¿cómo podría haberlo adivinado? Estaba segura de que no era sino una carta de amor común y corriente, y usted sabe que a los jóvenes les gusta que uno se ría un poco de ellos con esas cosas. ¡Dios! ¡Cómo estarán de preocupados sir John y mis hijas cuando lo sepan! Si hubiera estado en mis cabales, podría haber pasado por Conduit Street en mi camino a casa y habérselo contado. Pero los veré mañana.

—Estoy segura de que no será necesario prevenir a la señora Palmer y a sir John para que no nombren al señor Willoughby ni hagan la menor alusión a lo que ha ocurrido frente a mi hermana. Su propia bondad natural les indicará cuán cruel es mostrar en su presencia que se sabe algo al respecto; y mientras menos se me hable a mí sobre el tema, más sufrimientos me ahorrarán, como bien podrá saberlo usted, mi querida señora.

—¡Ay, Dios! Sí, por supuesto. Debe ser terrible para usted escuchar los comentarios; y respecto de su hermana, le aseguro que por nada del mundo le mencionaré ni una palabra sobre el tema. Ya vio usted que no lo hice durante la cena. Y tampoco lo harán ni sir John ni mis hijas, porque son muy conscientes y considerados, en especial si se lo sugiero, como por cierto lo haré. Por mi parte, pienso que mientras menos se diga acerca de estas cosas mejor es
y
más rápido desaparecen
y
se olvidan. Y cuándo se ha sacado algo de bueno con hablar, ¿no?

—En el caso actual, sólo puede hacer daño… más quizá que en muchos otros similares, porque éste ha ido acompañado de algunas circunstancias que, por el bien de todos los interesados, hacen inconveniente que se transforme en materia de comentario público. Tengo que reconocerle
esto
al señor Willoughby: no ha roto ningún compromiso efectivo con mi hermana.

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