Seis problemas para don Isidro Parodi (16 page)

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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor, Policíaco

BOOK: Seis problemas para don Isidro Parodi
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—En el zapato del preceptor los alumnos ponen los pies —dijo el doctor Shu T’ung—. Después de la victoria del ruiseñor, las orejas reciben y perdonan la tosca melodía del pato. El doctor Montenegro ha erigido la casa; mi lengua indocumentada y obtusa propondrá las personas. Reservo el primer trono para Madame Hsin.

—A mi juego me llamaron —Montenegro dijo oportunamente—. No incurra en un error que le pesará, mi estimable Parodi. No sueñe en confundir a Madame Hsin con esas
poules de luxe
, que usted habrá tolerado, y adorado, en los grandes hoteles de la Riviera y que decoran su pomposa frivolidad con un pekinés contrahecho y con un impecable
quarante chevaux
. El caso de Madame Hsin es muy otro. Se trata de una subyugante combinación de la gran dama de salón y de la tigresa oriental. Desde la oblicuidad de sus ojos nos guiña, tentadora, la eterna Venus; la boca es una sola flor encarnada; las manos son la seda y son el marfil; el cuerpo, subrayado por la victoriosa
cambrure
, es una coqueta
avant-garde
del peligro amarillo, y ha conquistado ya las telas de Paquin y las líneas ambiguas de Schiaparelli. Mil perdones, mi querido
confrère
: el poeta ha primado sobre el historiador. Para lapicear el retrato de Madame Hsin, he recurrido al pastel; para la efigie de Tai An, acudo a la masculina aguafuerte. Ningún prejuicio, por inveterado que sea, deformará mi visión. Me ceñiré a la documentación fotográfica de los periódicos de toda hora. Por lo demás, la raza devora al individuo: murmuramos «un chino» y proseguimos nuestra ruta febril, a la conquista de un dorado espejismo, sin sospechar acaso las tragedias banales o grotescas, pero invenciblemente humanas, del exótico personaje. Quede el mismo retrato para Fang She, cuyo aspecto recuerdo perfectamente, cuyos oídos han hospedado mi consejo paterno, cuyas manos han estrechado mi guante de cabritilla. Contraste: al cuarto medallón de mi galería se asoma un personaje oriental. No lo he llamado ni le ruego que se demore: es el extranjero, el judío que acecha en el oscuro fondo de mi relato como acecha y acechará, si una legislación prudente no lo fulmina, en todos los
carrefours
de la Historia. En este caso, nuestro convidado de piedra se llama Samuel Nemirovsky. Le ahorro hasta el menor detalle de ese ebanista vulgarísimo: frente serena y despejada, ojos de triste dignidad, negra barba profética, estatura canjeable por la mía.

—El comercio continuo con elefantes hace que el ojo perspicaz no distinga la mosca más ridícula —opinó bruscamente el doctor Shu T’ung—. Observo con chillidos de placer que mi retrato perjudicial no entorpece la galería del señor Montenegro. Sin embargo, si la voz de un crustáceo algo significa, yo también he desmejorado con mi presencia el edificio de la calle Deán Funes, aunque mi imperceptible morada se oculta de los dioses y de los hombres en el ángulo de Rivadavia y Jujuy. Uno de mis agobiadores pasatiempos es la venta domiciliaria de consolas, biombos, camas y aparadores, que incesantemente elabora el prolífico Nemirovsky; la piedad de ese artífice me permite que yo guarde y use los muebles, hasta venderlos. Ahora, precisamente, duermo en el interior de un jarrón apócrifo de la dinastía Sung, porque la plétora de lechos nupciales me desvía del dormitorio y un solo trono plegadizo me niega el comedor.

»He osado incluirme en el honorable círculo de la calle Deán Funes, pues Madame Hsin me estimulaba indirectamente a desoír las justas imprecaciones de los demás y a rebasar alguna vez la puerta cancel. Esta incomprensible indulgencia no logró el apoyo incondicional de Tai An, que de día y de noche era el preceptor, el maestro mágico, de Madame. Por lo demás, mi efímero paraíso no logró los años de la tortuga o del sapo. Madame Hsin, fiel a los intereses del mago, se consagró a halagar a Nemirovsky, para que la dicha de éste fuera redonda y el número de muebles procreados excediera las permutaciones de una persona sentada alrededor de unas cuantas mesas. En lucha con las náuseas y el tedio, se resignaba con abnegación a la inmediata cercanía de esa cara occidental y barbuda, aunque, para mitigar el martirio, prefería encararla en las tinieblas o en el cinematógrafo Loria.

»Este noble régimen ligó para siempre a la fábrica el ciempiés de la prosperidad comercial. Nemirovsky, infiel a su admirable avaricia, expendía en anillos y en zorros el papel moneda que ahora le redondeaba la cartera como un lechón. A riesgo de que algún censor viperino lo motejara de monótono, acumulaba esas frecuentes dádivas en dedos y pescuezo de Madame Hsin.

»Señor Parodi, antes de seguir adelante permítame una aclaración estúpida. Sólo un decapitado se atrevería a suponer que estos ejercicios penosos y por lo general vespertinos alejaron de Tai An a la proporcionada discípula. Concedo a mis ilustres contradictores que la dama no permanecía inmóvil como un axioma, en la casa del mago. Cuando su propia cara no podía vigilarlo y atenderlo, por intercalación de varias manzanas edificadas, encargaba esas tareas a otra cara muy inferior (la que humildemente enarbolo y que ahora saluda y sonríe
[7]
). Yo ejecutaba esa refinada misión con legítimo servilismo: para no importunar al mago, trataba de moderar mi presencia; para no aburrirlo, cambiaba de disfraces. A veces, colgado de la percha, fingía con escasa fortuna ser el sobretodo de lana que me ocultaba; otras, rápidamente caracterizado de mueble, aparecía en el corredor, en cuatro patas y con un florero en la espalda. Desgraciadamente, macaco viejo no sube a palo podrido; Tai An, ebanista al fin, me reconocía segundos antes del primer puntapié y me obligaba a impresionar a otros seres inanimados.

»Pero la Bóveda Celeste es más envidiosa que el hombre a quien acaban de revelarle que uno de sus vecinos ha adquirido una muleta de sándalo, y otro, un ojo de mármol. Ni siquiera es eterno el momento en que damos cuenta de un grano de alpiste: tanta felicidad tuvo término. El séptimo día de octubre nos deparó el incendio combustible que amenazó la anatomía personal de Fang She, dispersó para siempre nuestra suspirada tertulia, quemó imperfectamente la casa y devoró una cifra exagerada de lamparillas de madera. No cave en busca de agua, señor Parodi, no deshidrate su honorable organismo: el incendio ha sido apagado. Ay, también se apagó el instructivo calor de nuestra tertulia. Madame Hsin y Tai An se trasladaron bajo capotas y sobre ruedas a la calle Cerrito; Nemirovsky dedicó los dineros del seguro a fundar una Empresa de Fuegos Artificiales; Fang She, quieto como una sucesión infinita de teteras idénticas, perduró en la casilla de madera, junto al único sauce.

»No he violado las treinta y nueve leyes adicionales de la verdad, cuando admití que había sido apagado el incendio, pero sólo un costoso recipiente de agua llovida podría jactarse de apagar su recuerdo. Desde el amanecer, Nemirovsky y el mago estaban ocupados en fabricar tenues lámparas de bambú, en número indefinido y quizá infinito. Yo, considerando imparcialmente la exigüidad de mi casa y la ininterrumpida afluencia de muebles, llegué a pensar que el desvelo de los artífices era inútil y que alguna de esas lámparas nunca se encendería. Ay de mí, antes que se acabara la noche confesé mi error: a las once y cuarto p.m., todas las lámparas ardían y con ellas el depósito de virutas y un enrejado de madera pintado superficialmente de verde. El hombre valeroso no es el que pisa la cola del tigre, sino el que se embosca en la selva y aguarda el momento prefijado desde el principio del universo para dar el salto mortal. Así obré yo: perseveré trepado al sauce del fondo, reservándome como una salamandra para invadir el fuego, al primer grito refinado de Madame Hsin. Bien dicen que ve mejor el pez en el tejado que un casal de águilas en el fondo del mar. Yo, sin pretender engalanarme con el título de pez, vi muchos espectáculos aflictivos, pero los toleré sin caerme, sostenido por el ameno propósito de referírselos a usted, científicamente. Vi la sed y el hambre del fuego; vi la consternación deforme de Nemirovsky, que apenas atinaba a saciarlo con donaciones de aserrín y papel impreso; vi a la ceremoniosa Madame Hsin, que seguía cada movimiento del mago, como la felicidad sigue a los petardos; vi, finalmente, al mago, que después de ayudar a Nemirovsky, corrió a la casilla del fondo y salvó a Fang She, cuya felicidad, esa noche, no era redonda por obra y gracia de la fiebre de heno. Este salvataje es tanto más admirable si minuciosamente enumeramos las veintiocho circunstancias que lo distinguen, de las que sólo expondré cuatro, en gracia de la mezquina brevedad:

»a) La desacreditada fiebre que aceleraba todos los pulsos de Fang She no era bastante prestigiosa para inmovilizarlo en el lecho y vedar su elegante fuga.

»b) La insípida persona que ahora gruñe esta narración estaba encaramada en el sauce, lista para fugarse con Fang She, si una atendible masa de fuego lo aconsejara.

»c) La combustión plenaria de Fang She no hubiera perjudicado a Tai An, que lo nutría y hospedaba.

»d) Así como en el cuerpo del hombre el diente no ve, el ojo no araña y la pezuña no mastica, en el cuerpo que por una convención llamamos país no es decente que un individuo usurpe la función de los otros. El emperador no abusa de su poder y barre las calles; el presidiario no compite con el andarín y se desplaza en todas direcciones. Tai An, al rescatar a Fang She, usurpó las funciones de los bomberos, con grave riesgo de ofenderlos y de que éstos lo mojaran con sus caudalosas mangueras.

»Bien dicen que después del pleito perdido hay que pagar la cuenta del verdugo; después del incendio, empezaron las disputas. El mago y el ebanista se enemistaron. El general Su Wu ha celebrado en monosílabos inmortales el deleite de contemplar la cacería del oso, pero nadie ignora que primero recibió en plena espalda las flechas de los infalibles arqueros y luego fue alcanzado y devorado por la irritada presa. Esta imperfecta analogía se aplica a Madame Hsin, no menos vulnerada y equidistante que el general. En vano procuró reconciliar a los dos amigos: corría de la carbonizada alcoba de Tai An al ahora ilimitado escritorio de Nemirovsky, como una divinidad que protege las ruinas de su templo. El Libro de las Transformaciones advierte que para regocijar al hombre colérico es inútil disparar muchos petardos y lucir innumerables caretas; los tentadores alegatos de Madame Hsin no apaciguaban esa incomprensible discordia (me atreveré a decir que la encendían). Esta situación dibujó en el plano de Buenos Aires una interesante figura con propensión al triángulo. Tai An y Madame Hsin enaltecieron un departamento en la calle Cerrito; Nemirovsky, con su Empresa de Fuegos Artificiales, abrió nuevos y lúcidos horizontes en la calle Catamarca 95; el uniforme Fang She quedó en la casilla.

»Si el artífice y el mago se hubieran atenido a esa figura, yo no gozaría en este momento del inmerecido placer de conversar con ustedes; infortunadamente, Nemirovsky no quiso dejar pasar el Día de la Raza sin visitar a su antiguo colega. Cuando llegaron los gendarmes fue necesario recurrir a la Asistencia Pública. Tan confuso era el equilibrio mental de los beligerantes, que Nemirovsky (desatendiendo una monótona hemorragia nasal) entonaba versículos instructivos del
Tao Te King
, mientras el mago (indiferente a la supresión de un colmillo) desplegaba una serie interminable de cuentos judíos.

»Madame Hsin quedó tan dolida por este desacuerdo, que me vedó con toda franqueza las puertas de su casa. Dice el adagio que el mendigo a quien expulsan de la casilla del perro se hospeda en los palacios de la memoria; yo, para engañar mi soledad, hice una peregrinación a la ruina de la calle Deán Funes. Detrás del sauce declinaba el sol de la tarde, como en mi aplicada niñez; Fang She me recibió con resignación y me ofreció una taza de té solo, con piñones, nuez y vinagre. La ubicua y densa imagen de la señora no me impidió advertir un desmesurado baúl ropero que por su aspecto general parecía un bisabuelo venerable, en estado de putrefacción. Delatado por el baúl, Fang She me confesó que los catorce años pasados en esta república paradisiaca apenas equivalían a un minuto de la más intolerable tortura y que ya había obtenido de nuestro cónsul un acartonado y cuadrangular pasaje de vuelta en el
Yellow Fish
, que zarpaba para Shanghai la semana próxima. El vistoso dragón de su alegría ostentaba un solo defecto: la certidumbre de contrariar a Tai An. En verdad, si, para computar el valor de un incalculable gabán de piel de nutria con ribetes de morsa, el juez más reputado se atiene al número de polillas que lo recorren, así también la solidez de un hombre se estima por el exacto número de pordioseros que lo devoran. La emigración de Fang She minaría sin duda el inamovible crédito de Tai An; éste, para conjurar el peligro, no era incapaz de recurrir a cerrojos o a centinelas, a nudos o a narcóticos. Fang She agolpó esos argumentos con agradable lentitud y me rogó por todos los antepasados de mi línea materna que no apesadumbrara a Tai An con la insignificante noticia de su partida. Como lo exige el Libro de los Ritos, yo agregué la dudosa garantía de la línea viril; los dos nos abrazamos bajo el sauce, no sin alguna lágrima.

»Minutos después, un automóvil taxímetro me depositó en la calle Cerrito. Sin dejarme abolir por las diatribas del mucamo (mero instrumento de Madame Hsin y de Tai An), me embosqué en la farmacia. En esa institución venal me atendieron el ojo y me prestaron un teléfono numerado. Lo puse en marcha; como no atendió Madame Hsin, confié directamente a Tai An la proyectada fuga de su protegido. Mi recompensa fue un silencio elocuente, que perduró hasta que me expulsaron de la farmacia.

»Bien dicen que el cartero de pies veloces que corre a distribuir la correspondencia es más digno de encomios y ditirambos que su compañero que duerme junto a un fuego alimentado con la misma correspondencia. Tai An obró con eficaz prontitud: para exterminar de raíz toda evasión de su protegido, acudió, como si los astros lo hubieran dotado de más de un pie y más de un remo, a la calle Deán Funes. En la casa, dos sorpresas lo saludaron: la primera, no encontrar a Fang She; la segunda, encontrar a Nemirovsky. Éste le dijo que unos mercaderes del barrio habían visto a Fang She cargar un coche de caballos con el baúl y con su persona y huir en dirección al norte con mediocre velocidad. Inútilmente lo buscaron los dos. Luego se despidieron: Tai An para dirigirse a un remate de muebles en la calle Maipú; Nemirovsky, para encontrarse conmigo en el Western Bar.

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