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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor, Policíaco

Seis problemas para don Isidro Parodi (11 page)

BOOK: Seis problemas para don Isidro Parodi
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»En horas de negra melancolía no hay farmacopea que valga la simple y reiterada Naturaleza, que, atenta a los reclamos de abril, se desborda profusa y veraneante por las llanadas y congostos. Ricardo, amaestrado por los reveses, buscó la soledad campesina, marchó sin detenciones a Avellaneda. La vieja casona de los Montenegro abrió sus cortinadas puertas vidrieras para recibirle. El anfitrión, que en achaques de hospitalidad es mucho hombre, aceptó un Corona extralargo, y, entre pitada y pitada, chanza va y chanza viene, parló como un oráculo, y dijo tantas y tales cosas que nuestro Ricardo, apesadumbrado y mohíno, hubo de contramarchar a Villa Castellammare, que no corriera más ligero si veinte mil feísimos demonios le persiguiesen.

»Sombrías antecámaras de la locura, salas de espera del suicidio: Ricardo, esa noche, no departe con quien pudiera alzaprimarle, con un camarada, un filólogo: se empoza en el primero de una luenga serie de conciliábulos con ese desmantelado Croce, más árido y reseco que el álgebra de su contabilidad.

»Tres días malgastó nuestro Ricardo en esas peroratas malsanas. El viernes tuvo un destello de lucidez: apareció de
motu proprio
en mi dormitorio-bufete. Yo, para desapestarle el ánima, le invité a corregir las pruebas de galeras de mi reedición de
Ariel
, de Rodó, maestro que, al decir de González Blanco, “supera a Valera en flexibilidad, a Pérez Galdós en elegancia, a la Pardo Bazán en exquisitez, a Pereda en modernidad, a Valle-Inclán en doctrina, a Azorín en espíritu crítico”; barrunto que otro que yo hubiera recetado a Ricardo una papilla al uso, que no ese tuétano de león. Sin embargo, pocos minutos de magnetizante labor fueron bastantes para que el extinto se despidiera, campechano y gustoso. No había concluido yo de calzarme las antiparras para proseguir la fajina, cuando, del otro lado de la rotonda, retumbó el balazo fatídico.

»Afuera me crucé con Requena. La puerta del dormitorio de Ricardo estaba entornada. En el suelo, infamando de sangre reprobada el mullido quillango, yacía decúbito dorsal el cadáver. El revólver, caliente aún, custodiaba su eterno sueño.

»Lo proclamo bien alto. La decisión fue premeditada. Así lo corrobora y confirma la deplorable nota que nos dejó: indigente, como de quien ignora los recursos riquísimos del romance; pobre, como de chapucero que no dispone de un
stock
de adjetivos; insulsa, como de quien no juega del vocablo. Viene a patentizar lo que no pocas veces he insinuado desde la cátedra: los egresados de nuestros sedicentes colegios desconocen los misterios del diccionario. La leeré: usted será el más inflamado guerrero en esta cruzada por el buen decir.

Ésta es la carta que Bonfanti leyó, momentos antes de que don Isidro lo expulsara:

«Lo peor es que siempre he sido feliz. Ahora las cosas han cambiado y seguirán cambiando. Me mato porque ya no comprendo nada. Todo lo que he vivido es mentira. De la Pumita no me puedo despedir, porque ya se murió. Lo que mi padre ha hecho por mí no lo ha hecho ningún padre en el mundo; quiero que todos lo sepan. Adiós y olvídenme». Fdo.: Ricardo Sangiácomo, Pilar, 11 de julio de 1941.

V

Poco después, Parodi recibió la visita del doctor Bernardo Castillo, médico de familia de los Sangiácomo. El diálogo fue largo y confidencial. Cabe aplicar los mismos epítetos a la conversación que don Isidro mantuvo, en esos días, con el contador Giovanni Croce.

VI

El día viernes 17 de julio de 1942, Mario Bonfanti —perramus desvaído, chambergo fatigado, pálida corbata escocesa y flamante
sweater
de Racing— entró confusamente en la celda 273. Lo entorpecía una fuente espaciosa, envuelta en una servilleta sin mácula.

—Municiones de boca —gritó—. En menos que cuento un dedo usted se chupará los suyos, Parodi amenísimo. ¡Miel sobre hojuelas! Las empanadas las estofaron manos atezadas; la fuente que las porta se ufana con las armas y el lema (
Hic jacet
) de la princesa.

Un bastón de malaca lo moderó. Lo esgrimía ese triple mosquetero, Gervasio Montenegro —
clac
Houdin, monóculo Chamberlain, negro bigote sentimental, sobretodo con bocamangas y cuello de piel de nutria, plastrón con una sola perla Mendax, pie calzado por Nimbo, mano por Bulpington.

—Celebro encontrarlo, mi querido Parodi —exclamó con elegancia—. Usted disculpará la
fadaise
de mi secretario. No nos dejemos ofuscar por los sofismos de Ciudadela y de San Fernando: todo espíritu ponderado reconoce que Avellaneda, por derecho propio, está en la plana de honor. No me canso de repetir a Bonfanti que su juego de refranes y de arcaísmos resulta, decididamente,
vieux jeu
, fuera de ambiente; en vano dirijo sus lecturas: un riguroso régimen de Anatole France, de Oscar Wilde, de Toulet, de don Juan Valera, de Fradique Mendes y de Roberto Gache, no ha penetrado en su entendimiento rebelde. Bonfanti, no sea terco y
révolté
, prescinda bruscamente de la empanada que acaba de sustraer y diríjase
motu proprio
a La Rosa Formada, Costa Rica 5791, empresa de obras sanitarias, donde su presencia puede ser útil.

Bonfanti murmuró las palabras atentamente, zalemas, albricias, besamanos y huyó con dignidad.

—Usted, don Montenegro, que está en caballo manso —dijo Parodi—, tenga la fineza de abrir ese respiradero, no vaya a ser que se nos ataje el resuello con estas empanaditas que por el olor parecen de grasa de chancho.

Montenegro, ágil como un duelista, se trepó a un banco y obedeció la orden del maestro. Bajó con un salto escénico.

—No hay plazo que no se cumpla —dijo mirando fijamente un pucho aplastado. Sacó un potente reloj de oro; le dio cuerda y lo consultó—: Hoy es el día 17 de julio; hace precisamente un año que usted descifró el cruel enigma de Villa Castellammare. En este ambiente de cordial camaradería alzo la copa y le recuerdo que entonces me prometió, para esta fecha, año vista, la franca revelación del misterio. No disimularé, querido Parodi, que el soñador ha perfilado, en minutos escamoteados al hombre de bufete y de pluma, una teoría interesantísima, novedosa. Quizá usted, con su mente disciplinada, logre aportar a esa teoría, a ese noble edificio intelectual, algunos materiales aprovechables. No soy un arquitecto cerrado: tiendo la mano a su valioso grano de arena, reservándome,
cela va sans dire
, el derecho de repudiar lo deleznable y lo quimérico.

—No se aflija —dijo Parodi—. Su grano de arena va a resultar idéntico al mío, sobre todo si habla antes. Tiene la palabra, amigo Montenegro. El primer maíz es para los loros.

Montenegro se apresuró a responder:

—De ningún modo.
Après vous, messieurs les Anglais
. Por lo demás, inútil ocultarle que mi interés ha decaído prodigiosamente. El Commendatore me defraudó: yo lo creía un hombre más sólido. Ha muerto (prepárese para una vigorosa metáfora) en la calle. El remate judicial apenas bastó para pagar las deudas. No le discuto que la situación de Requena es envidiable y que el oratorio Hamburgués y el casal de tapires que adquirí a precio irrisorio en esas
enchères
me han resultado mucho. Tampoco la princesa puede quejarse: ha rescatado de la plebe ultramarina una serpiente de barro cocido, una
fouille
del Perú, que otrora atesorara el Commendatore en un cajón de su escritorio particular, y que ahora preside, densa de mitológicas sugestiones, nuestra sala de espera.
Pardon
: en otra visita ya le hablé de ese ofidio inquietante. Hombre de gusto, yo me había reservado
in petto
un agolpado bronce de Boccioni, monstruo dinámico y sugestivo, del que tuve que prescindir, pues esa deliciosa Mariana (sustituyo: la señora de Anglada) le había echado el ojo, y opté por una retirada elegante. Este gambito ha sido recompensado: ahora el clima de nuestras relaciones es decididamente estival. Pero me distraigo y lo distraigo, querido Parodi. Espero a pie firme su boceto y le adelanto desde ya mi palabra de estímulo. Le hablo con la frente bien alta. Sin duda, esta afirmación motivará la sonrisa de más de un espíritu maligno; pero usted sabe que no giro en descubierto. He cumplido punto por punto mi compromiso: le he bosquejado un
raccourci
de mis gestiones ante la baronesa de Servus, ante Loló Vicuña de De Kruif y ante esa obsesionante
fausse maigre
, Dolores Vavassour; he logrado, poniendo en juego un
mélange
de subterfugios y de amenazas, que Giovanni Croce, verdadero Catón de la contabilidad, arriesgara su prestigio y visitara esta cárcel penitenciaria, poco antes de darse a la fuga; le he brindado no menos de un ejemplar de ese viperino folleto que inundó la Capital Federal y las localidades suburbanas, y cuyo autor, respaldado por la máscara del anonimato y ante el cenotafio aún abierto, se cubrió del más soberano ridículo denunciando no sé qué absurdas coincidencias entre la novela de Ricardo y la
Santa Virreina
, de Pemán, obra que sus mentores literarios, Eliseo Requena y Mario Bonfanti, eligieran como riguroso modelo. Felizmente, ese don Gaiferos que se llama el doctor Sevasco subió a la pedana y dio el
do
de pecho: demostró que el opúsculo de Ricardo, a pesar de consentir algunos capítulos del romanzón de Pemán (coincidencia harto disculpable en el primer hervor de la inspiración) debía más bien considerarse un facsímil del
Billete de lotería
, de Paul Groussac, rápidamente retrotraído al siglo XVII y prestigiado por una evocación incesante del descubrimiento sensacional de las virtudes salutíferas de la quina.

»
Parlons d’autre chose
. Atento a sus más seniles caprichos, mi querido Parodi, logré que el doctor Castillo, ese obsesionante Blakamán del pan bazo y del agua panada, desertara momentáneamente de su consultorio hidropático y lo examinara con ojo clínico.

—Dele un descanso a las payasadas —dijo el criminalista—. El enredo de los Sangiácomo tiene más vueltas que un reloj. Mire, yo empecé a atar cabos la tarde que don Anglada y la señora Barcina me contaron la discusión que hubo en lo del Comendador la víspera de la primera muerte. Lo que me dijeron después el finado Ricardo y Mario Bonfanti y usted y el tesorero y el médico confirmó la sospecha. También la carta que el pobre muchacho dejó explicaba todas las cosas. Como decía Ernesto Ponzio:

El destino, que es prolijo,

no da puntada sin nudo.

»Hasta la muerte de Sangiácomo viejo y el librito ese de la máscara del anónimo sirven para entender el misterio. Si yo no lo conociera a don Anglada, sospecharía que había empezado a ver claro. La prueba está que, para contar la muerte de la Pumita, se remontó hasta el desembarco de Sangiácomo viejo en el Rosario. Dios habla por la boca de los sonsos: en esa fecha y en ese lugar empieza realmente la historia. Los de la policía, que son muy noveleros, no descubrieron nada porque pensaban en la Pumita y en Villa Castellammare y en el año 1941. Pero yo, de tanto estar a galpón, me he puesto muy histórico, y me gusta recordar esos tiempos cuando el hombre es joven y todavía no lo han mandado a la cárcel y no le faltan tres nacionales para darse un gusto. La historia, le repito, viene de lejos, y el Comendador es la carta brava. Vaya tomándole el peso al extranjero. En 1921 casi se volvió loco, me dijo don Anglada. Vamos a ver qué le había pasado. Se le murió la señora emigranta que le mandaron de Italia. Apenas la conocía. ¿Usted se figura que un hombre como el Comendador va a volverse loco por eso? Hágase a un lado que voy a escupir. Según el mismo Anglada, también le quitaba el sueño la muerte de su amigo el conde Isidoro Fosco. Eso no lo creo, aunque lo diga el almanaque. El conde era un millonario, un cónsul, y al otro, cuando era basurero, no le daba más que consejos. La muerte de un amigo como ése es más bien un descanso, a no ser que usted lo precise para ablandarlo a golpes. Tampoco en los negocios andaba mal: a todos los ejércitos de italianos los tenía atorados con el ruibarbo que les vendía a precio de alimento, y hasta le habían dado las jinetas de Comendador. Entonces, ¿qué le pasaba? Lo de siempre, amigo: la italiana le jugó sucio con el conde Fosco. Para peor, cuando Sangiácomo descubrió la falsía, los dos ladinos ya se le habían muerto.

»Usted sabe lo vengativos, y hasta rencorosos, que son los calabreses. Ni que fueran escribientes de la 8. El Comendador, ya que no podía vengarse de la mujer ni del farsante de los consejos, se vengó en el hijo de los dos, en Ricardo.

»Un sujeto cualquiera, usted, por ejemplo, en trance de vengarse, hubiera rigoreado un poco al putativo, y sanseacabó. A Sangiácomo viejo lo agrandó el odio. Se formó un plan que no se le ocurre ni a Mitre. Como trabajo fino y de aguante, hay que sacarle el sombrero. Planeó toda la vida de Ricardo: destinó los primeros veinte años a la felicidad, los veinte últimos, a la ruina. Aunque parezca fábula, nada casual hubo en esa vida. Vamos a empezar por lo que usted entiende: las cosas de mujeres. Ahí tiene la baronesa de Servus y la Sister y la Dolores y la Vicuña; todos esos amoríos el viejo se los preparó sin que él maliciara. Tan luego a usted contarle esas cosas, don Montenegro, que habrá engordado como novillo con las comisiones. Hasta el encuentro con la Pumita parece más preparado que una elección en La Rioja. Con los exámenes de abogado, la misma historia. El muchacho no se esmeraba, y le llovían clasificaciones. En la política ya iba a sucederle lo mismo: con Saponaro en el pescante, nadie la falla. Mire, es matarse: en todo era igual. Acuérdese de los seis mil pesos para amansar a la Dolly Sister; acuérdese del petizo gangoso que le brotó de golpe en Montevideo. Era un elemento del padre: la prueba es que no trató de cobrar los cinco mil de oro que le prestó. Y ahora, tome el caso de la novela. Usted mismo ha dicho hace un rato que Requena y Mario Bonfanti le sirvieron de testaferros. El mismo Requena, la víspera de la muerte de la Pumita, se mandó una agachada: dijo que estaba muy atareado, porque Ricardo iba a concluir la novela. Más claro, echarle agua: el encargado del librito era él. Después Bonfanti le puso unas contrafirmas del tamaño de un huevo de avestruz.

»Así llegamos al año 41. Ricardo creía desempeñarse con libertad, como cualquiera de nosotros, y el hecho es que lo manejaban como a las piezas de ajedrez. Lo habían ennoviado con la Pumita, que era una niña de mérito, bajo cualquier concepto. Todo iba como sobre ruedas, cuando el padre, que había tenido la soberbia de imitar al destino, descubrió que el destino estaba manejándolo a él; tuvo un atraso en la salud; el doctor Castillo le dijo que apenas le quedaba un año de vida. Sobre el nombre del mal, el doctor dirá lo que se le antoje; para mí que tenía, como Tavolara, un pasmo en el corazón. Sangiácomo apuró el baile. En el año que le quedaba, tuvo que amontonar las últimas dichas y todas las calamidades y las penurias. La tarea no le asustó; pero, en la cena del 23 de junio, la Pumita le dio a entender que había descubierto el enredo: claro que no lo dijo directamente. No estaban solos. Le habló de las vistas del biógrafo. Dijo que a un tal Juárez primero le acumulaban triunfos y después lo enyetan. Sangiácomo quiso hablar de otra cosa; ella volvió a la carga y repitió que hay vidas en las que no sucede nada por casualidad. Sacó también a relucir la libreta en que el viejo escribía su diario; lo dijo para darle a entender que la había leído. Sangiácomo, para estar bien seguro, le tendió una celada: trajo a cuento una sabandija de barro, que un ruso le mostró en una valija y que él tenía guardada en el escritorio, en el mismo cajón de la libreta. Mintió que la sabandija era un león; la Pumita, que sabía que era una víbora, pegó un respingo: de puro celosa, le había andado en los cajones al viejo, buscando cartas de Ricardo. Ahí encontró la libreta y, como era muy estudiosa, la leyó y se enteró del plan. En la conversación de esa noche cometió muchas imprudencias: la más grave fue decir que al día siguiente iba a hablar con Ricardo. El viejo, para salvar el plan que había construido con un odio tan esmerado, decidió matar a la Pumita. Le puso veneno en el remedio que tomaba para dormir. Usted se acordará que Ricardo había dicho que el remedio estaba en la cómoda. No había dificultad para entrar en el dormitorio. Todas las piezas daban al corredor de las estatuas.

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