Authors: Alessandro Baricco
Hervé Joncour entró en Lavilledieu nueve días más tarde. Su mujer Hélene vio de lejos la carroza subir por la alameda. Se dijo que no debía llorar y que no debía escapar.
Bajó hasta la puerta de ingreso, la abrió y se detuvo en el umbral. Cuando Hervé Joncour llegó cerca de ella, sonrió. Él, abrazándola, le dijo:
—Quédate conmigo, te lo ruego.
Esa noche se quedaron despiertos hasta tarde, sentados en el prado delante de la casa, uno al lado del otro. Hélene le contó de Lavilledieu, y de todos esos meses pasados esperando, y de los últimos días, horribles.
—Estabas muerto. Dijo.
—Y no quedaba nada hermoso en el mundo.
En las granjas de Lavilledieu la gente miraba las moreras cargadas de hojas y veía la propia ruina. Baldabiou había encontrado algunas partidas de huevos, pero las larvas morían apenas salían a la luz. La seda cruda que se logró recabar de las pocas larvas sobrevivientes bastaba apenas para dar trabajo a dos de las siete hilanderías del pueblo.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó Baldabiou.
—Una —respondió Hervé Joncour.
Al día siguiente anunció que haría construir, en esos meses del verano, el parque de su villa. Contrató hombres y mujeres en el pueblo por docenas. Desboscaron la colina y nivelaron el perfil, haciendo más suave el declive que conducía al valle. Con árboles y setos diseñaron sobre la tierra laberintos leves y transparentes. Con flores de todo tipo construyeron jardines que se abrían como claros, sorpresivos, en el corazón de pequeños bosques de abedules. Hicieron llegar el agua desde el río y la hicieron bajar, de fuente en fuente, hasta el límite occidental del parque, donde se recogía en un pequeño lago rodeado de prados. Al sur, en medio de los limoneros y los olivos, construyeron una gran jaula. Hecha de hierro y madera, parecía un bordado suspendido en el aire.
Trabajaron cuatro meses. A fines de septiembre el parque estuvo listo. Nadie, en Lavilledieu, había visto nada parecido. Decían que Hervé Joncour había gastado todo su capital. También decían que había regresado cambiado, tal vez enfermo, del Japón. Decían que había vendido los huevos a los italianos y que ahora tenía un patrimonio en oro que lo esperaba en los bancos de París. Decían que si no hubiera sido por su parque, se habrían muerto de hambre ese año. Decían que era un estafador. Decían que era un santo. Alguien decía: tiene algo por dentro, como una especie de infelicidad.
Todo lo que Hervé Joncour dijo sobre su viaje fue que los huevos se habían abierto en un lugar cercano a Colonia, y que el sitio se llamaba Eberfeld.
Cuatro meses y trece días después de su regreso, Baldabiou se sentó frente a él sobre la orilla del lago, en el límite occidental del parque, y le dijo:
—Tarde o temprano, de todos modos, tendrás que decirle a alguien la verdad.
Lo dijo quedo, con fatiga, porque no creía, nunca, que la verdad sirviera de algo. Hervé Joncour dirigió la mirada hacia el parque.
Todo en derredor era otoño falsa luz.
—La primera vez que vi a Hara Kei llevaba una túnica oscura, estaba sentado con las piernas cruzadas, inmóvil, en una esquina del cuarto. Extendida a su lado, con la cabeza apoyada en su regazo, había una muchacha. Sus ojos no tenían un aspecto oriental, y su rostro era el rostro de una chiquilla.
Baldabiou estuvo oyendo, en silencio, hasta el final, hasta el tren de Eberfeld. No pensaba nada.
Escuchaba.
Le hizo daño oír, al final, que Hervé Joncour dijera quedo
—Nunca oí ni siquiera su voz. Y después de una pausa
—Es un dolor extraño. Quedo.
—Morir de nostalgia por algo que no vivirás jamás.
Subieron por el parque caminando uno al lado del otro. La única cosa que Baldabiou dijo fue:
—¿Pero por qué diablos hace este frío de mierda? Lo dijo de un momento a otro.
Al comienzo del nuevo año —1886— Japón declaró oficialmente lícita la exportación de huevos de gusano de seda.
En el siguiente decenio, la sola Francia llegaría a importar huevos japoneses por diez millones de francos.
Desde 1869, con la apertura del canal de Suez, llegar a Japón, por otra parte, habría significado no más de veinte días de viaje y poco menos de veinte días volver.
La seda artificial sería patentada, en 1884, por un francés llamado Chardonnet.
Seis meses después de su retorno a Lavilledieu, Hervé Joncour recibió por correo un sobre color mostaza. Cuando lo abrió, se encontró siete hojas de papel, cubiertas por una densa y geométrica escritura: tinta negra: ideogramas japoneses. Además del nombre y la dirección en el sobre, no había una sola palabra escrita en caracteres occidentales. Por los timbres, la carta parecía provenir de Ostende.
Hervé Joncour la hojeó y la observó largamente. Parecía un catálogo de huellas de pequeños pájaros, compilado con meticulosa locura. Era sorprendente pensar que en vez de eso eran signos, es decir, cenizas de una voz quemada.
Por días y días Hervé Joncour tuvo la carta con él, doblada en dos, metida en el bolsillo. Si cambiaba de vestido, la ponía en el nuevo. No la abrió nunca para mirarla. De vez en cuando le daba vueltas en la mano, mientras hablaba con un aparcero, o esperaba que llegara la hora de la cena sentado en la terraza. Una tarde se puso a observarla contra la luz de la lámpara en su estudio. En transparencia, las huellas de los minúsculos pájaros hablaban con voz desenfrenada. Decían algo completamente insignificante o algo capaz de revolucionar una vida: no era posible saberlo, esto le gustaba a Hervé Joncour. Sintió llegar a Hélene. Puso la carta sobre la mesa. Ella se aproximó y, como todas las tardes antes de retirarse a su habitación, se inclinó a besarlo. Cuando se dobló hacia él, la camisa de noche se le abrió un poco en el pecho. Hervé Joncour vio que no tenía nada debajo, y que sus senos eran pequeños y cándidos como los de una chiquilla.
Por cuatro días siguió haciendo su vida, sin cambiar nada en los prudentes ritos de su jornada. La mañana del quinto día se puso un elegante conjunto gris y partió para Nimes. Dijo que regresaría antes del anochecer.
En la calle Moscat, en el 12, todo era igual a tres años antes. La fiesta no había terminado aún. Todas las muchachas eran jóvenes y francesas. El pianista tocaba; con sordina, motivos que hablaban de Rusia. Tal vez era la vejez, tal vez algún dolor miserable: al final de cada pieza no se pasaba ya la mano derecha por entre el pelo y no murmuraba, quedo:
—Voilà.
Permanecía mudo, mirándose desconcertado las manos.
Madame Blanche lo recibió sin una palabra. Los cabellos negros, brillantes; el rostro oriental, perfecto. Pequeñas flores azules en los dedos, como anillos. Un traje blanco, largo, casi transparente. Pies desnudos.
Hervé Joncour se sentó frente a ella. Sacó de un bolsillo la carta.
—¿Se acuerda de mí?
Madame Blanche asintió con una milimétrica señal de la cabeza.
—De nuevo necesito de usted.
Le entregó la carta. Ella no tenía ninguna razón para hacerlo, pero la tomó y la abrió. Miró las siete hojas, una por una, y después levantó la mirada hacia Hervé Joncour.
—Yo no amo esta lengua, Monsieur. Deseo olvidarla, y deseo olvidar esa tierra, y mi vida allá, y todo.
Hervé Joncour permaneció inmóvil, con las manos aferradas a los brazos de la poltrona.
—Yo leeré para usted esta carta. Lo haré; y no quiero dinero. Pero quiero una promesa: no vuelva a pedírmelo nunca.
—Se lo prometo, madame
Ella lo miró fijo a los ojos. Después bajó la mirada hacia la primera página de la carta, papel de arroz, tinta negra.
—Mi señor amado
Dijo: —no tengas miedo, no te muevas, quédate en silencio, nadie nos verá.
Permanece así, te quiero mirar, yo te he mirado tanto pero no eras para mí, ahora eres para mí, no te acerques, te lo ruego, quédate como estas, tenemos una noche para nosotros, y quiero mirarte, nunca te había visto así, tu cuerpo para mí, tu piel, cierra los ojos y acaríciate, te lo ruego.
Dijo Madame Blanche, Hervé Joncour escuchaba: —no abras los ojos si no puedes, y acaríciate, son tan bellas tus manos, las he soñado tanto que ahora las quiero ver, me gusta verlas sobre tu piel, así, sigue, te lo ruego, no abras los ojos, yo estoy aquí, nadie nos puede ver y yo estoy cerca de ti, acaríciate señor amado mío, acaricia su sexo, te lo ruego, despacio.
Ella se detuvo. Continúe, por favor, dijo él, es bella tu mano sobre tu sexo, no te detengas, me gusta mirarla y mirarte, señor amado mío, no abras los ojos, no todavía, no debes tener miedo estoy cerca de ti, ¿me oyes?, estoy aquí, puedo rozarte, y esta seda, ¿la sientes?, es la seda de mi vestido, no abras los ojos tendrás mi piel.
Dijo ella, leía despacio, con una voz de mujer niña, tendrás mis labios, cuando te toque por primera vez será con mis labios, tú no sabrás dónde, en cierto momento sentirás el calor de mis labios, encima, no puedes saber dónde si no abres los ojos, no los abras, sentirás mi boca donde no sabes, de improviso.
Él escuchaba inmóvil, del bolsillo del traje gris asomaba un pañuelo blanco cándido, tal vez sea en tus ojos, apoyaré mi boca sobre los párpados y las cejas, sentirás el calor entrar en tu cabeza, y mis labios en tus ojos, dentro, o tal vez sea sobre tu sexo, apoyare mis labios allí y los abriré bajando poco a poco.
Dijo ella, tenía la cabeza pegada a las hojas, y con una mano se acariciaba el cuello, lentamente.
Dejaré que tu sexo cierre a medias mi boca, entrando entre mis labios, y empujando mi lengua, mi saliva bajará por tu piel hasta tu mano, mi beso y tu mano, uno dentro de la otra, sobre tu sexo.
Él escuchaba, tenía la mirada fija en un marco de plata, colgado en la pared, hasta que al final te bese en el corazón, porque te quiero, morderé la piel que late sobre tu corazón, porque te quiero, y con el corazón entre mis labios tú serás mío, de verdad, con mi boca en tu corazón tu serás mío para siempre, y si no me crees abre los ojos señor amado mío y mírame, soy yo, quién podrá borrar jamás este instante que pasa, y este mi cuerpo sin mas seda, tus manos que lo tocan, tus ojos que lo miran.
Dijo ella, se había inclinado hacia la lámpara, la luz daba contra los folios y pasaba a través de su vestido trasparente, Tus dedos en mi sexo, tu lengua sobre mis labios, tú que resbalas debajo de mí, tomas mis flancos, me levantas, me dejas deslizar sobre tu sexo, despacio, quién podrá borrar esto, tú dentro de mí moviéndote con lentitud, tus manos sobre mi rostro, tus dedos en mi boca, el placer en tus ojos, tu voz, te mueves con lentitud, pero hasta hacerme daño, mi placer, mi voz.
Él escuchaba, en determinado momento se volvió a mirarla, la vio, quería bajar los ojos pero no lo consiguió, mi cuerpo sobre el tuyo, tu espalda que me levanta, tus brazos que no me dejan ir, los golpes dentro de mi, es dulce violencia, veo tus ojos buscar en los míos, quieren saber hasta dónde hacerme daño, hasta donde tú quieras, señor amado mío, no hay fin, no finalizará, ¿lo ves?, nadie podrá cancelar este instante que pasa, para siempre echarás la cabeza hacia atrás, gritando, para siempre cerraré los ojos soltando las lágrimas de mis ojos, mi voz dentro de la tuya, tu violencia temiéndome apretada, ya no hay tiempo para huir ni fuerza para resistir, tenía que ser este instante, y en este instante es, créeme, señor amado mío, este instante será, de ahora en adelante, será, hasta el fin, dijo ella, con un hilo de voz, luego se detuvo.
No había más signos sobre la hoja que tenía en la mano: la última. Pero cuando la volteó para dejarla vio en el reverso unas líneas adicionales, tinta negra en el centro de la página blanca. Alzó la mirada hacia Hervé Joncour. Sus ojos la miraban fijamente, y ella entendió que eran ojos bellísimos. Bajó de nuevo la mirada al folio.
—No no veremos más, señor. Dijo.
—Lo que era para nosotros, ya lo hemos hecho y tú lo sabes. Créeme: lo hemos hecho para siempre. Conserva tu vida al margen de mí. Y no dudes ni un segundo, si es útil para tu felicidad, en olvidar a esta mujer que ahora te dice, sin remordimiento, adiós.
Estuvo un rato mirando la hoja, después la puso sobre las otras, cerca de sí, encima de una mesita de madera clara. Hervé Joncour no se movió. Sólo volteó la cabeza y bajó los ojos. Se encontró mirándose la raya de los pantalones, apenas insinuada pero perfecta, sobre la pierna derecha, de la ingle a la rodilla, imperturbable. Madame Blanche se levantó, se inclinó sobre la lámpara y la apagó. En la habitación quedó la poca luz que, desde el salón, llegaba hasta allí. Se acercó a Hervé Joncour, se quito de los dedos un anillo de minúsculas flores azules y la dejó cerca de él. Después atravesó el cuarto, abrió una pequeña puerta pintada, escondida en la pared, y desapareció, dejándola entreabierta detrás de sí.
Hervé Joncour permaneció largo rato en esa extraña luz, girando entre los dedos un anillo de minúsculas flores azules. Llegaron del salón las notas de un piano cansado: disolvían el tiempo, hasta hacerlo casi irreconocible.
Finalmente se levantó, se acercó a la mesita de madera clara, recogió las siete hojas de papel de arroz. Atravesó el cuarto, pasó sin volverse delante de la pequeña puerta entreabierta y se marchó.
Hervé Joncour transcurrió los años que siguieron escogiendo para sí la vida límpida de un hombre ya carente de necesidades. Pasaba sus días bajo la tutela de una mesurada emoción. En Lavilledieu la gente volvió a admirarlo, porque en él les parecía ver un modo exacto de estar el mundo. Decían que era así incluso de joven, antes del Japón.
Con su mujer, Hélene, tomó la costumbre de realizar, cada año, un pequeño viaje. Vieron Nápoles, Roma, Madrid, Mónaco, Londres. Un año llegaron hasta Praga, donde todo parecía: teatro. Viajaban sin fechas y sin programas. Todo los sorprendía: incluso su felicidad. Cuando sentían nostalgia del silencio, volvían a Lavilledieu.
Si se lo hubieran preguntado, Hervé Joncour habría respondido que vivirían así para siempre. Tenía la inatacable serenidad de los hombres que se sienten en su lugar. De vez en cuando, en los días de viento, descendía a través del parque hasta el lago se quedaba por horas, en la ribera, mirando la superficie del agua encresparse formando figuras impredecibles que brillaban por casualidad en todas las direcciones. Era uno solo, el viento: pero, sobre aquel espejo de agua, parecían miles, soplando. De todas partes. Un espectáculo. Leve e inexplicable.