Authors: Alessandro Baricco
Baldabiou no fumaba nunca por la mañana. Sacó la pipa, la cargó y la encendió.
—Conocí al tal Pasteur. Es un tipo que sabe. Me ha mostrado. Es capaz de distinguir los huevos infectados de los sanos. No los sabe curar, claro. Pero puede aislar los sanos, y dice que probablemente un treinta por ciento de los que producimos lo estén.
Pausa.
—Dicen que en Japón se ha desatado la guerra, esta vez de verdad. Los ingleses le dan armas al gobierno, los holandeses a los rebeldes. Parece que se han puesto de acuerdo. Los dejan desahogarse y después toman todo y se lo reparten. El consulado francés observa, ellos siempre observan. Sólo son buenos para mandar despachos que cuentan de masacres y de extranjeros degollados como ovejas.
Pausa.
—¿Queda un poco de café? Hervé Joncour le sirvió café.
Pausa.
—Esos dos italianos, Ferreri y el otro, los que fueron a China el año pasado... han vuelto con quince mil onzas de huevos, mercancía buena, la han comprado incluso los de Bollet, dijeron que era cosa de primera calidad. Hace un mes partieron de nuevo... nos han propuesto un buen negocio, dan precios honestos, once francos la onza, todo cubierto con seguros. Es gente seria, tienen una organización a sus espaldas, venden huevos a media Europa. Gente seria, te lo digo.
Pausa.
—Yo no sé. Creo que nos la podemos arreglar. Con nuestros huevos, con el trabajo de Pasteur y, después, con lo que le podamos comprar a esos dos italianos... nos la podemos arreglar. En el pueblo todos dicen que es una locura volverte a mandar allá... con todo lo que cuesta... dicen que es demasiado arriesgado, y en eso tienen razón, las otras veces era distinto, pero ahora... ahora es difícil volver vivo de allí.
Pausa.
—El hecho es que ellos no quieren perder los huevos. Y yo no te quiero perder a ti. Hervé Joncour permaneció un rato con la mirada apuntando hacia el parque sin construir. Después hizo una cosa que nunca había hecho.
—Iré al Japón, Baldabiou. Dijo.
—Compraré esos huevos y, si es necesario, lo haré con mi dinero. Tú sólo debes decidir si se los vendo a ustedes o a cualquier otro.
Baldabiou no se lo esperaba. Era como ver ganar al manco, en el último golpe, cuatro bandas; una geometría imposible.
Baldabiou les comunicó a los cultivadores de Lavilledieu que Pasteur no era de fiar, que los dos italianos ya habían engañado a media Europa, que en Japón la guerra se acabaría antes del invierno y que santa Inés, en un sueño, le había preguntado si no eran todos un rebaño de cobardes. Sólo a Hélene no fue capaz de mentirle.
—¿Es realmente necesario que vaya, Baldabiou?
—No.
—¿Entonces por qué lo hace?
—Yo no puedo detenerlo. Y si él quiere ir allá, sólo puedo darle un motivo más para que vuelva.
Todos los cultivadores de Lavilledieu consignaron, contra su voluntad, la cuota para financiar la expedición. Hervé Joncour inició los preparativos, y a comienzos de octubre estuvo listo para partir.
Hélene, como todos los años, lo ayudó sin preguntarle nada y escondiéndole cualquier inquietud suya. Sólo la última tarde, después de apagar la lámpara, encontró fuerzas para decirle
—Prométeme que volverás. Con voz firme, sin dulzura.
—Prométeme que volverás.
En la oscuridad, Hervé Joncour respondió
—Te lo prometo.
El 10 de octubre de 1864, Hervé Joncour partió para su cuarto viaje al Japón. Cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, alcanzó en tren Viena y Budapest para luego proseguir hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó por cuarenta días hasta encontrar el lago Bajkal, que la gente del lugar llamaba: el santo. Remontó el curso del río Amur, caboteando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk por ocho días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, sobre la costa oeste del Japón. A caballo, recorriendo caminos secundarios, atravesó las provincias de Ishikawa, Toyama, Niigata y entró en la de Fukushima. Cuando llegó a Shirakawa encontró la ciudad semidestruida y una guarnición de soldados estatales acampada entre los escombros. Rodeó la ciudad por el lado este y esperó en vano durante cinco días al emisario de Hara Kei. Al alba del sexto día partió hacia las colinas, con dirección norte. Tenía pocos mapas, aproximativos, y lo que quedaba en sus recuerdos. Vagó por días, hasta que reconoció un río, y después un bosque, y después un camino. Al final del camino encontró el pueblo de Hara Kei: completamente quemado: casas, árboles, todo.
No había nada. Ni un alma.
Hervé Joncour permaneció inmóvil, mirando aquel brasero apagado. Tenía a sus espaldas un camino de ocho mil kilómetros. y delante de él la nada. De improviso, vio lo que pensaba invisible.
El fin del mundo.
Hervé Joncour permaneció por horas entre las ruinas del pueblo. No conseguía irse, aunque sabía que cada hora perdida podía significar el desastre para él y para toda Lavilledieu: no tenía huevos de gusano e incluso si los hubiera encontrado no le quedaban más que un par de meses para atravesar el mundo antes de que se abrieran por el camino transformándose en un cúmulo de larvas inútiles. Incluso un sólo día de retraso podía significar el fin. Lo sabía; sin embargo, no se animaba a irse. Así permaneció allí hasta que ocurrió una cosa sorprendente e irrazonable: de la nada, de un momento a otro, apareció un chiquillo. En harapos, caminaba con lentitud, mirando al extranjero con miedo en los ojos. Hervé Joncour no se movió. El chiquillo dio todavía unos pasos más y se detuvo. Permanecieron mirándose, a pocos metros uno del otro. Después el chiquillo sacó algo de debajo de los harapos y temblando de miedo se acercó a Hervé Joncour y se lo ofreció. Un guante. Hervé Joncour vio de nuevo la orilla de un lago, y un vestido naranja abandonado en el suelo, y las pequeñas olas que posaba el agua en la ribera, como impulsadas, allí, desde lejos. Tomó el guante y sonrió al chiquillo.
—Soy yo, el francés... el hombre de la seda, el francés, ¿me entiendes?.. soy yo. El chiquillo dejó de temblar.
—Francés.
Tenía los ojos brillantes, pero reía. Comenzó a hablar, veloz, casi gritando, y a correr, haciendo señas a Hervé Joncour de seguirlo. Desapareció en un sendero que entraba en el bosque, en dirección a las montañas.
Hervé Joncour no se movió. Le daba vueltas entre las manos a ese guante, como si fuera la única cosa que le quedara de un mundo perdido. Sabía que ya era demasiado tarde y que no tenía elección.
Se levantó. Lentamente se acercó al caballo. Montó en la silla. Después hizo una cosa extraña. Golpeó los talones contra el vientre del animal. Y partió. Hacia el bosque, detrás del chiquillo, hasta el fin del mundo.
Viajaron durante días, hacia el norte, por las montañas. Hervé Joncour no sabía por dónde estaban caminando: pero dejó que el chiquillo lo guiase, sin intentar preguntarle nada. Encontraron dos pueblos. La gente se escondía en las casas. Las mujeres escapaban. Él chiquillo se divertía como loco gritándoles cosas incomprensibles. No tenía más de catorce años. A menudo soplaba dentro de un pequeño instrumento de caña, del cual sacaba los cantos de todos los pájaros del mundo. Tenía el aire de hacer la cosa más bella de su vida.
El quinto día llegaron a la cima de una colina. El chiquillo indicó un punto, delante de ellos, sobre el camino que descendía al valle. Hervé Joncour tomó el catalejo y lo que vio fue una especie de cortejo: hombres armados, mujeres y niños, carros, animales. Un pueblo entero: de viaje. A caballo, vestido de negro, Hervé Joncour vio a Hara Kei. Detrás de él oscilaba una litera cerrada por los cuatro lados con telas de vistosos colores.
El chiquillo bajó del caballo, dijo algo y se marchó. Antes de desaparecer entre los árboles, se dio la vuelta y por un segundo permaneció allí, buscando un gesto para decir que había sido un viaje bellísimo.
—Ha sido un viaje bellísimo —le gritó Hervé Joncour.
Durante todo el día Hervé Joncour siguió, de lejos, la caravana. Cuando la vio detenerse por la noche, continuó por todo el camino hasta que vinieron a su encuentro dos hombres armados que tomaron su caballo y el equipaje y lo condujeron a una tienda. Esperó largo rato, después Hara Kei llegó. No hizo un gesto de saludo. Ni siquiera se sentó.
—¿Cómo has llegado hasta aquí, francés? Hervé Joncour no respondió.
—Te he preguntado quién te ha traído hasta aquí. Silencio.
—Aquí no hay nada para ti. Sólo guerra. y no es tu guerra. Vete.
Hervé Joncour sacó una pequeña bolsa de piel, la abrió y la vació en el suelo. Pepitas de oro.
—La guerra es un juego caro. Tú necesitas de mí. Yo necesito de ti.
Hara Kei ni siquiera miró el oro derramado en el suelo. Dio la vuelta y se marchó.
Hervé Joncour pasó la noche en los márgenes del campo. Nadie le habló, nadie parecía verlo. Todos dormían en el suelo, cerca de los fuegos. Sólo había dos tiendas. Al lado de una, Hervé Joncour vio la litera, vacía: colgadas en las cuatro esquinas se veían pequeñas jaulas: pájaros. De las rejas de las jaulas pendían minúsculas campanitas de oro. Sonaban, ligeras, en la brisa de la noche.
Cuando se despertó, vio a su alrededor el pueblo que se aprestaba a ponerse en camino. Ya no había tiendas. La litera todavía estaba allí, abierta. La gente subía a los carros, silenciosa. Se levantó y miró alrededor por un largo rato, pero sólo eran ojos de aspecto oriental los que cruzaban los suyos y enseguida se bajaban. Vio hombres armados y niños que no lloraban. Vio los rostros que tiene la gente cuando huye. Y vio un árbol, al borde del camino. Y colgado de una rama, ahorcado, al niño que lo había llevado hasta allí.
Hervé Joncour se acercó y durante un rato se quedó mirándolo, como hipnotizado. Después cortó la cuerda amarrada al árbol, recogió el cuerpo del chiquillo, lo posó en el suelo y se arrodilló a su lado. No era capaz de apartar los ojos de ese rostro. Así, no vio al pueblo ponerse en camino; sólo sintió, a lo lejos, el rumor de aquella procesión que lo acariciaba, remontando el camino. No alzó la mirada ni siquiera cuando oyó la voz de Hara Kei, a un paso de él, que decía
—Japón es un país antiguo, ¿sabes? Su ley es antigua: dice que existen doce crímenes por los cuales resulta lícito condenar a un hombre a muerte. Y uno es llevar un mensaje de amor de su ama.
Hervé Joncour no apartó los ojos del chiquillo asesinado.
—No llevaba mensajes de amor con él.
—Él era un mensaje de amor.
Hervé Joncour sintió alguna cosa oprimir su cabeza, y doblarle el cuello hacia la tierra.
—Es un fusil, francés. No levantes la mirada, te lo ruego.
Hervé Joncour no comprendió de inmediato. Después sintió, en el rumor de aquella procesión en fuga, el sonido dorado de mil minúsculas campanas que se acercaban, poco a poco, remontaban el camino hacia él, paso tras paso, y si bien ante sus ojos sólo estaba aquella tierra oscura, podía imaginarla, la litera, oscilar como un péndulo, y casi verla, remontar la vía, metro a metro, acercarse, lenta pero implacable, llevada por aquel sonido que se volvía siempre más fuerte, intolerablemente fuerte, siempre más cerca, cerca al punto de acariciarlo, un estruendo dorado, justo delante de él, ahora, exactamente delante de él —en aquel momento— aquella mujer delante de él.
Hervé Joncour levantó la cabeza.
Telas maravillosas, seda, todo en torno a la litera, mil colores, naranja, blanco, ocre, argento, ni una hendidura en aquel nido maravilloso, sólo el rumor de esos colores ondulantes en el aire, impenetrables, más ligeros que la nada.
Hervé Joncour no sintió una explosión destrozarle la vida. Sintió aquel sonido alejarse, el cañón del fusil separarse de él y la voz de Hara Kei decir despacio
—Vete, francés; y no vuelvas nunca más.
Solamente silencio, en el camino. El cuerpo de un chiquillo, en el suelo. Un hombre arrodillado.
Hasta las últimas luces del día.
Hervé Joncour tardó once días en llegar hasta Yokohama. Corrompió a un funcionario japonés y se procuró dieciséis cartones de huevos de gusano, provenientes del sur de la isla. Los envolvió en paños de seda y los disimuló en cuatro cajas de madera, redondas. Halló un barco para el continente, y a principios de marzo llegó a la costa rusa. Escogió la vía más al norte, buscando el frío para bloquear la vida de los huevos y alargar el tiempo que faltaba para que se abrieran. Atravesó a marchas forzadas cuatro mil kilómetros de Siberia, cruzó los Urales y llegó a San Petersburgo. Compró a peso de oro quintales de hielo y los cargó, junto con los huevos, en la bodega de un mercante directo a Hamburgo. Necesitó seis días para llegar. Descargó las cuatro cajas de madera, redondas; salió en un tren directo hacia el sur. Después de once horas de viaje, apenas salidos de un sitio llamado Eberfeld, el tren se detuvo para reaprovisionarse de agua. Hervé Joncour miró alrededor. Picaba un sol veraniego sobre los campos de grano, y sobre todo el mundo. Sentado frente a él estaba un comerciante ruso: se había quitado los zapatos y se daba aire con la última página de un periódico escrito en alemán. Hervé Joncour se puso a mirarlo. Vio las marcas de sudor en la camisa y las gotas que le perlaban la frente y el cuello. El ruso dijo algo, riendo. Hervé Joncour le sonrió, se levantó, tomó las maletas y bajó del tren. Lo recorrió hacia atrás hasta el último vagón, un vagón de carga que transportaba pescado y carne conservados en el hielo. Escurría agua como una palangana acribillada por mil proyectiles. Abrió la portezuela, subió al vagón y una tras otra tomó las cajas de madera, redondas, las sacó y las puso en el suelo, al lado del andén. Después cerró la portezuela y se puso a esperar. Cuando el tren estuvo listo para salir, le gritaron que se apresurara y que subiera. Él respondió sacudiendo la cabeza e insinuando un gesto de despedida. Vio el tren alejarse y después desaparecer. Esperó hasta no sentir ni siquiera el rumor. Después se inclinó sobre una de las cajas de madera, quitó los sellos y la abrió. Hizo lo mismo con las otras tres. Lentamente, con cuidado.
Millones de larvas. Muertas. Era el 6 de mayo de 1865.