El 23 de junio de 1763 nació en la isla Martinica, allá donde da la vuelta el aire en las Antillas francesas, una cría más bien feúcha. Era una niña bien de una familia de posibles… pero de la Martinica. Es decir, vista desde París, no pasaba de ser una aldeana asilvestrada.
Cuando ya era jovencita se fue a ver a una hechicera caribeña que le hizo tres pronósticos: «Te casarás pronto, y esta unión no te hará feliz. Quedarás viuda, y después serás más que reina». Vaya si lo clavó la hechicera. Aquella aldeana que atendía por Josefina acabó pescando al mismísimo Napoleón.
Quizás su vida no hubiera ido más allá de pasear palmito sombrilla al hombro por aquellos lares caribeños, pero un feliz huracán vino a arrasar la isla, y de paso arrasó con la fortuna de la familia de la niña Josefina. No quedó otra que ir a París a ver si la colocaban con algún duque, conde o ejemplar similar. Al final cayó un vizconde, que la miraba como a una paleta inculta y que no supo hacerla feliz. Primera profecía cumplida.
Acabaron separándose, y a partir de ahí se buscó la vida sola. Un acto social aquí, un amante allá… y en estas llegó la Revolución Francesa y todos a la cárcel. Josefina consiguió salir de prisión pero su exmarido acabó guillotinado. Segunda profecía cumplida. Ya era viuda.
Puso entonces el ojo Josefina en un revolucionario de peso, en Paul Barras, y no pudo tener mejor puntería, porque su nuevo amante era muy amigo de un joven general corso llamado Napoleón Bonaparte. Un militar bastante pavo en el amor porque nunca había tenido novia, así que en cuanto Josefina le hizo un par de caídas de ojos, se prendó.
No es que Napoleón la volviera loca, pero para una dama de treinta y dos años, si quería asentar su posición en París, era mejor casarse. Además, era un matrimonio cómodo, porque como este hombre no paraba de guerrear, ella pudo seguir a lo suyo y a sus amantes.
Ya le advirtió Napoleón en su momento: «Paciencia, querida, tendremos tiempo de hacer el amor cuando hayamos ganado la guerra». Y tantas guerras ganó que dio el definitivo empujón para que se cumpliera la tercera profecía de la hechicera caribeña. Josefina fue más que reina.
Aquella aldeana de la Martinica llegó a emperatriz de Francia.
A ver si con un par de datos descubren al personaje: mujer, poderosa, respondona, duquesa, amiga de toreros, mundana y amante de las artes y el flamenco. Ya la tienen en la cabeza, seguro, y fue el día 10 de junio de 1762 cuando nació Cayetana de Alba, la duquesa. No la de ahora, que está mayor pero no tanto. Aquel día nació la decimotercera duquesa, la que pintó Goya, la más famosa si no la expulsa del ranking la actual; la que dio mucho que hablar porque no se cortó un pelo y la que se enredó de una u otra forma con todo torero, poeta o político que tuviera algo interesante que aportar a su noble y ociosa vida.
Cayetana de Alba nació con todo hecho, menos con el cariño de papá y mamá. El papá se murió y la mamá le hizo el caso justo, porque anduvo más pendiente de sus amores y sus asuntos aristocráticos que de la duquesita. La muchacha creció a su bola, y después de cumplir con la obligación de un matrimonio de conveniencia, que en la práctica solo sirvió para añadir a sus treinta títulos nobiliarios otros veintiséis más, se dio a la vida que le gustaba. A organizar reuniones, a ligar, a provocar con sus descaros y a rivalizar con otras señoras de alta alcurnia en belleza y seducciones.
Y como el pueblo no deja la lengua quieta, le sacaron la copla: «Dos duquesas se disputan los amores de un torero. No se llama Pepe Illo, se llama Pedro Romero».
Pero con apenas cuarenta años se acabó lo que se daba. Una meningitis se la llevó por delante para alivio de las envidiosas, porque se la tenían jurada. Sobre todo la reina María Luisa de Parma, la esposa de Carlos IV, que pese a tener su propio amante no podía soportar que Cayetana ligara más.
Le tenía tanta tirria que en cuanto se murió la duquesa de Alba intentó incautarse de todos sus bienes. Al final no pudo, pero sí consiguió sus joyas y palacios a precio de saldo aprovechando su real posición.
Por qué creen, si no, que la Presidencia del gobierno está en el palacio de La Moncloa. Porque la reina se hizo con él por dos duros. Y a ver cómo terminó el palacio de Buenavista, ese que está en plena plaza de Cibeles y ahora es Cuartel General del ejército, en manos del ministro Godoy. Pues por otros dos duros. Es que Godoy era el amante de la reina.
Hasta el menos leído e informado sabe quién fue Rockefeller. Un tipo muy listo, muy negociante y asquerosamente rico. Considerado aún hoy el hombre más acaudalado del mundo. Hay que sacarse de la cabeza a Bill Gates, porque hay que salvar la distancia del tiempo para comparar las fortunas.
El 8 de julio de 1839 vino al mundo en Nueva York una prenda de crío al que bautizaron como John Davidson Rockefeller. Juanito creció en un ambiente de rectitud cristiana gracias a mamá, pero acabó fijándose más en papá, un falso médico que vendía pastillas contra el cáncer que no curaban ni la tos. Y es que la moral cristiana de su madre no era tan rentable como los negocios de su padre.
Juanito Rockefeller apuntaba maneras con ocho años, porque hace falta ser espabilado para vender a los amiguitos piedras de colores y a los padres de los amiguitos los pavos, que había comprado días antes y que luego revendía la víspera de Navidad por un precio superior. «Anda… mira qué niño más negociante», dijeron entonces. «Qué simpático el chaval».
Y Juanito siguió cavilando nuevos negocios, hasta que llegó a los trece años prestando dinero a un siete por ciento de interés. Él mismo contó que fue entonces cuando decidió que a partir de ese momento no trabajaría. El dinero trabajaría por él.
Con estas pistas estaba claro que el niño no se iba a dedicar a la literatura, así que empezó de contable en una empresa hasta que le pilló el truco a eso de hacer negocios rentables.
El despegue llegó cuando puso el ojo en el petróleo. Pero no en buscar petróleo. Eso que lo hicieran otros, porque daba mucho trabajo y te ponía perdido. Rockefeller se instaló en el negocio intermediario. Es decir, en refinar el petróleo, almacenarlo, transportarlo y revenderlo. A partir de aquí su fortuna creció y creció y no paró de crecer, pero como aún guardaba un resquicio de la recta moral cristiana que le inculcó mamá, nunca dejó de invertir el 10 por ciento de sus ingresos en mejorar la educación, la cultura y la sanidad de su comunidad.
Solo hubo una cosa que Juanito Rockefeller se propuso y no consiguió: cumplir los cien años. Cachis. Se murió con casi noventa y ocho.
El 22 de noviembre de 1808 nació en Inglaterra un tipo al que bautizaron Thomas Cook. Muy bien, dirán ustedes, y ese quién era. Pues el pionero responsable de que unos ahora se vayan de crucero, otros a una excursión organizada a Machu Picchu y varios más de viaje de novios a Cancún.
Thomas Cook organizó el primer viaje turístico de la historia, fundó la primera agencia de viajes que se conoce y también fue el primero en llevarse a un grupo de turistas a dar la primera vuelta al mundo. Y todo empezó de forma muy tonta.
Thomas Cook, ya crecidito, se convirtió en predicador baptista y en un fanático militante de la liga anti alcohol. Los seguidores de estos movimientos contra la bebida en Inglaterra organizaban reuniones en distintos lugares para establecer sus estrategias, pero hace falta tener en cuenta que hace siglo y medio no era tan fácil desplazarse de acá para allá.
Thomas Cook, para conseguir que uno de los congresos que organizaba tuviera mucha afluencia de público fanático, propuso encargarse él de organizar el transporte. Los viajeros iban a ser en torno a quinientos, así que, con muy buen ojo, se fue a la compañía de ferrocarril y negoció un precio especial de ida y vuelta entre las dos ciudades. Fue el primer viaje en grupo documentado. El plan salió redondo, así que a partir de entonces Cook quedó encargado de organizar viajes baratitos.
Y llegó el momento en que tantos viajes organizaba sin cobrar ni un chelín por el esfuerzo que decidió montar una agencia. La primera excursión que ajustó fue entre Leicester y Liverpool, con una pequeña guía impresa para que nadie se perdiera una curiosidad o monumento del viaje. Lo siguiente fue sacar a los turistas ingleses a Europa y Egipto, y tan pronto los llevaba en barco como en tren, ocupándose de las comidas y los alojamientos.
Y ya puestos, el emprendedor señor Cook organizó la primera vuelta al mundo, que encima coincidió con la publicación de la novela de Julio Verne de título similar. Pero mientras que Phileas Fogg tardó ochenta días, los viajeros de la agencia Thomas Cook emplearon doscientos veinticinco porque se lo tomaron de forma reposada.
Y hay que ver lo que hace llevar bien un negocio, porque la agencia de Thomas Cook no ha dejado de funcionar ni un solo día. Todavía hoy les organizan el viaje que quieran y donde quieran.
Evidentemente, el señor Cook ya no la dirige.
Si Vincent van Gogh hubiera sospechado la vida que le esperaba, seguramente habría decidido no venir. Pero nadie le informó; por eso el 30 de marzo de 1853 nació el pintor posimpresionista holandés Van Gogh. Rarito el niño, y más rarito aún cuando fue jovenzuelo. Así que no es de extrañar que según iba avanzando hacia la madurez, las rarezas ya se convirtieran en chifladuras.
No se sabe si acabó loco por comerse las pinturas o si se comía las pinturas porque estaba loco. Pero el caso es que al final dijo: «¿Qué hago yo aquí?»… y se quitó de en medio. Pero también esto lo hizo mal.
Las vidas de célebres excéntricos son las más fáciles de retener, por eso todo el mundo sabe que tras un monumental enfado con el maestro Gauguin, Vincent van Gogh agarró una navaja de afeitar y se cortó el lóbulo de una oreja. No la oreja, eso es fábula; solo se cortó el lóbulo, lo cual no resta locura al asunto porque luego llevó la piececita amputada a su prostituta favorita para regalársela. Solo fue una de las suyas.
Porque hizo varias, y sigue sin estar clara la enfermedad que le hacía desvariar: trastorno bipolar, epilepsia, sífilis, esquizofrenia… lo que sí se sabe es que cuando le arreaba un ataque le daba por zamparse las pinturas directamente de los tubos. Y claro, el arsénico y el cobre que llevan los pigmentos no es que le sentaran muy bien a su dieta.
Tampoco encontró novia. Ninguna lo quería y no halló otra solución que tirar por la calle de en medio y agarrarse a las que nunca fallan: las prostitutas. Si a todo ello se añade que le dio por meterse a misionero para acabar renegando de la Iglesia, que no retenía un empleo, que entraba y salía de hospitales y psiquiátricos como Perico por su casa, y que solo vendió un cuadro, al final decidió mandar al mundo a hacer gárgaras.
Pero no apuntó bien, porque él quiso pegarse un tiro en el corazón para acabar cuanto antes y se lo dio en un costado, con lo cual estuvo dos días agonizando.
Cuando uno nace con el pie izquierdo, no hay vuelta de hoja. Estás condenado. Y hace falta tener muy mala suerte para vender cuadros por ochenta millones de dólares cuando ya te has muerto. De haber triunfado en vida, le habrían llovido las novias, aunque se comiera la pintura.
Niños, niñas… saltaos este episodio porque voy a hablar mal de Walt Disney. O mejor no os lo saltéis, que no está de más conocer la otra cara del que dibujó a Bambi.
El 24 de octubre de 1947 el patriótico chivato Walter Elias Disney se sentó frente al Comité de Actividades Antiamericanas y denunció a buena parte de sus antiguos empleados por ser comunistas. Era mentira, pero como se la tenía jurada desde que le montaron una huelga, se tomó venganza.
Walt Disney fue un gran profesional, intachable como creador e innovador cinematográfico, pero como humano se parecía mucho a la madrastra de Blancanieves.
Disney se tenía en gran estima como americano, lo cual le llevaba irremediablemente a odiar a los comunistas. Y por comunista tenía a cualquiera que defendiera, por ejemplo, los derechos de los trabajadores.
Su imperio animado de Disney se desarrolló en plena caza de brujas, cuando en Estados Unidos buscaban a supuestos marxistas hasta debajo de las piedras. El empresario Walt Disney tenía una espina clavada con los empleados de su factoría porque unos años antes le habían organizado una huelga. No les permitía pertenecer a un sindicato, no les daba las bonificaciones prometidas cuando se producía el éxito de una película, no los incluía en los títulos de crédito… parecía que todo lo hacía él, cuando en realidad Walt Disney ni dibujaba los monigotes ni escribía los guiones. Los trabajadores finalmente se salieron con la suya, pero el jefe tomó buena nota de ellos y se prometió hacerles la vida imposible.
El colmo de su venganza llegó aquel 24 de octubre, cuando denunció a varios de ellos por contaminar Hollywood de comunismo. Esto podía hundir a cualquiera, ya que dejaban de ser contratados y eran apartados de sus trabajos. Nunca se arrepintió de ello porque el carácter del señor se las traía, pero bueno, peor para él. Nunca pudo presumir de amigos.
Además no se entiende cómo a alguien le puede gustar esa horrenda película de Blancanieves después de oír a los enanitos decirle: «Si mantienes la casa para nosotros, cocinas, haces las camas, lavas, coses, tejes y mantienes todo limpio, te puedes quedar en la cabaña».
Yo que ella me habría ido debajo de un puente y que se hicieran las camas ellos.
El Ritz fue un señor antes de ser un hotel. Un señor suizo que se llamaba Cesar Ritz, más listo que el hambre, buen observador, gran pelota y muy perfeccionista.
Pero le llegó la hora, y el 26 de octubre de 1918 Cesar Ritz, el padre de la hostelería moderna, el hombre que entendió a la primera cómo querían ser tratados los ricos, se murió.
Dieciséis años antes había sufrido un ataque de nervios del que nunca se recuperó. El ataque dicen que fue por el exceso de trabajo. Se entiende, porque estar a la que salta para atender los caprichos del conde de tal o el antojo de la duquesa de cual puede sacar de quicio a cualquiera. Es el precio de no utilizar jamás la palabra «no» con los clientes.
Pero además de un gran visionario hostelero, también fue un gran pelota, dicho sea en el más suave de los sentidos, porque fue el primero en entender cómo querían ser tratados los ricachones a cambio de no reparar en gastos.