Se armó la de San Quintín (22 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Ya que el apóstol Santiago era propiedad compostelana, y puesto que fue él quien ayudó a ir ganando terreno a los moros, justo era que los españoles pagaran por semejante servicio. El arzobispado y el cabildo de Compostela no pararon de recibir rentas en forma de cereales, vino y moneda durante siete siglos, aunque es fácil sospechar que después de tantísimos años pagando el impuesto, la mayoría de los ilusos contribuyentes no tenían ni idea de por qué pagaban con parte de su cosecha una cosa que se llamaba el Voto de Santiago.

Hasta que llegaron las recordadas Cortes de Cádiz, que pusieron el asunto encima de la mesa de sesiones con una premisa tan sencilla como esta: «Vamos a ver… cómo los agricultores españoles pueden estar pagando un tributo basado en una superstición y con un origen falso…». Y abolieron el Voto de Santiago.

Y luego vino el mal bicho de Fernando VII y lo volvió a poner. Y después el Trienio Liberal, y se volvió a quitar… y regresó de nuevo el infausto Fernando VII y vuelta otra vez a instaurar el Voto de Santiago, que se quedó hasta que el rey tuvo la buena idea de morirse. Y por fin, en 1834, el Voto de Santiago pasó a la historia como una de las empresas más rentables de la Iglesia construidas sobre la nada.

Pero esta historia merece unas líneas más: la leyenda funcionó tan estupendamente bien que durante las broncas conquistadoras en el Nuevo Mundo se creó en México el mito de Santiago Mataindios. Se supone que en una batalla de las que organizaba Hernán Cortés apareció otra vez Santiago y se lio a espadazos con los indios. Clavadito a lo de Clavijo, pero en América. Después el mito saltó a Perú, y por allí, en pleno siglo XXI, se sigue venerando y sacando en procesión en varios pueblos, cada 25 de julio, a Santiago Mataindios.

Y ahora viene el chiste: los que lo llevan en procesión y a hombros son indios. O sea, como si los musulmanes sacaran en procesión a Santiago Matamoros.

Los humanos somos muy, muy raritos. Pero, sobre todo, muy, muy tontos.

Asalto al nuncio de Madrid

Al oscurecer del día 26 de enero de 1869, una masa muy cabreada se plantó frente a la Nunciatura Apostólica de Madrid —que viene a ser lo mismo que decir la Embajada del Vaticano en España—, insultó al nuncio, gritó contra el papa y quemó el escudo de la Santa Sede. Los manifestantes exigían con aquella bronca que se respetara la libertad de culto en España.

Pero la protesta, calentita de por sí, acabó de reventar, porque llegó una muy mala noticia: el asesinato del gobernador civil de Burgos dentro de la propia catedral. ¿Los asesinos?, aparentemente, una masa ciudadana espontánea. ¿Los instigadores? Enseguida se deducirán. La historia tiene miga.

La que se lio fue la siguiente: aquel 26 de enero, La Gaceta de Madrid, que era el antiguo Boletín Oficial del Estado, publicaba un Decreto por el que el Estado se incautaba de todos los archivos, bibliotecas y objetos de arte, ciencia y literatura que estuvieran en manos de la Iglesia y que no fueran objetos de culto.

La medida, ordenada por el Ministerio de Fomento, pretendía evitar el descontrol que había con el patrimonio cultural español, porque algunos conventos y cabildos estaban esquilmando ese patrimonio y vendiendo objetos de arte y códices a colecciones privadas. Para evitar el revuelo de clérigos que se venía encima, el Estado dio orden a los gobernadores civiles para que hicieran inventario en archivos y bibliotecas de todo lo citado el 25 de enero, el día anterior a la publicación del decreto.

El gobernador de Burgos, Isidoro Gutiérrez de Castro, así lo hizo cumpliendo con su deber. Acudió a la catedral de la ciudad, explicó su misión y pidió que le llevaran hasta el archivo para hacer inventario. Cuando estaba en el claustro, no se sabe de dónde salieron ni cómo entraron, pero una turba enfurecida de paisanos, al grito de: «¡Viva la religión!» y: «¡Muera el gobernador!», la emprendió a golpes y hachazos contra Isidoro Gutiérrez. En el más estricto sentido del término, lo hicieron papilla.

Aquella masa de vecinos no se había organizado de forma espontánea; estaban dirigidos y esperando al gobernador, pero el asunto se les fue de las manos. ¿Cómo se enteraron en Burgos del Decreto que aún no se había publicado? Agárrense: un funcionario ministerial se lo contó a un cura en secreto de confesión, el cura se lo chivó al nuncio apostólico y el nuncio avisó a los obispos.

¿Quién mató al gobernador? A ver si también fue Fuenteovejuna…

Cambio en la elección papal

Al papa lo eligen los cardenales reunidos en cónclave. Esto está claro, pero no siempre ha sido así. Antiguamente era un pitorreo, porque en la elección del papa metía mano todo el mundo. Hasta que el 13 de abril del año 1059 el papa Nicolás II decidió que ya estaba bien. Dispuso que, a partir de este día, el sumo pontífice ya no sería elegido por los nobles, ni por el pueblo, ni tendría que tener el beneplácito del emperador de turno.

Al papa lo elegirían los cardenales, y los demás solo se enterarían a toro pasado. Lo del cónclave, que tiene su gracia, vendría después.

Hay que remontarse muy atrás, al siglo VIII, para entender el lío que se montaba para elegir a un papa. Como en el fondo de todo estaban la política y los trapicheos territoriales, aquel que quisiera ser favorecido como representante de Dios en la Tierra tenía que comprar su elección. Es decir, el emperador tenía que dar su beneplácito, y para hacerlo exigía dinerito al papa aspirante. Pero es que los nobles romanos también pedían su parte para dar apoyo al candidato, con lo cual el papa no era elegido gracias a sus méritos piadosos, sino dependiendo de lo gorda que tuviera la cuenta corriente para ir repartiendo dádivas.

Esto estaba feo, feísimo, y fue Nicolás II el que acabó con ello y ordenó que a partir de aquel 13 de abril a los papas los eligieran los propios cardenales. Esto, en teoría, estaba muy bien, pero luego la cosa volvió a desbocarse y todavía en el Renacimiento se compraba el cargo, solo que entonces eran los cardenales los que se dejaban sobornar para elegir a tal o cual colega.

Lo del cónclave, sin embargo, fue otra historia que vino mucho después, en el siglo XIII, porque antes de este siglo los cardenales no se encerraban para elegir papa. Entraban y salían, se reunían, lo dejaban, volvían a reunirse… con mucho relajo… sin prisas.

Pero llegó un momento en que el papado estuvo vacante tres años porque los cardenales no acababan de ponerse de acuerdo. Hasta que el pueblo se hartó de no tener papa y encerró con llave —con clave—, de ahí lo de cónclave, a seis cardenales en el palacio de la ciudad de Viterbo. Les tapiaron la puerta, los dejaron a pan y agua y quitaron el tejado para tenerlos a la intemperie.

A partir de ahí se dieron prisa, y desde entonces tuvieron lugar los cónclaves. De allí no salía ni Dios si no era con el nombre del nuevo papa.

La dolce vita en Aviñón

Las cosas estaban fatal en Roma hace siete siglos. Las familias aristocráticas andaban a tortas por ver quién mandaba más, y, en medio, los papas intentando mandar más que los aristócratas romanos. Llegó el momento en que aquello se hizo insufrible, así que el papa de turno se mosqueó, hizo las maletas y se largó de Roma.

El 9 de marzo del año 1309 su santidad Clemente V llegó a la ciudad de Aviñón (Francia) y se censó. Se estaba tan a gustito… allí, a orillas del Ródano, con tan buen clima, sin nadie dando guerra… que los papas continuaron aumentando el censo sesenta años más.

Cierto que algo tuvo que ver para la elección del lugar que el papa Clemente V fuera francés, y mucho más influyó en ello que el rey Felipe IV de Francia ofreciera su protección para que los papas vivieran sin sobresaltos. Ahora bien, aquellas vacaciones sosegadas al amparo real tenían un precio: cuando el rey quiso cobrarse sus servicios de protección, exigió a la Iglesia la disolución de la orden del Temple, el papa firmó sin rechistar y con ello dio carta blanca a la masacre de templarios que se produjo tres años después.

Pero el caso es que allí se instaló Clemente, que aunque en realidad solo pensaba estar un rato, hasta que las cosas se calmaran en Roma, le fue dando pereza volver y, ya puestos, se murió allí.

Le sucedió Juan XXII, y luego vino Benedicto XII, que dijo: «Me voy a hacer un palacio porque esto se está alargando». Aquí empezó lo bueno, porque este papa era un sibarita. Cuentan crónicas bien informadas que Benedicto llegó a tener un fondo de armario con mil ochocientas pieles de armiño.

Aquellos sesenta años en Aviñón no fueron precisamente austeros, porque los pontífices, la verdad, se disiparon mucho. Dante y Petrarca acabaron escandalizados del desmadre de los príncipes de la Iglesia, gastando a cuatro manos lo recaudado en toda la cristiandad, durmiendo en sabanas de Damasco y muchas veces acompañados.

Asentar la sede pontificia en Aviñón fue el pistoletazo de salida para convertir la ciudad en una importante corte europea y en una potencia económica de primer orden. En Aviñón arrancó una compleja maquinaria administrativa y recaudatoria que ya nunca ha dejado de funcionar.

Celestino V, papa a la fuerza

¿Alguien tiene noticias de algún papa elegido a la fuerza? Pues hubo uno, Celestino V. ¿Y alguien tiene noticias de algún otro que dimitiera del cargo? No hay que darle más vueltas. Fue el mismo, Celestino V. Lo de la dimisión era lógico, puesto que lo eligieron a la fuerza, así que no es de extrañar que este hombre pasara a la historia como «el papa del gran rechazo».

El día 5 de julio del año 1294 once cardenales, hasta el gorrito de un cónclave que ya duraba dos años por discrepancias internas, decidieron elegir como el papa número 192 de la Iglesia a un monje ermitaño de nombre Pietro. Lo hicieron a traición.

La elección de Celestino V fue de chiste. Resulta que desde hacía dos años la Iglesia no tenía papa, porque como primaban los intereses políticos y territoriales no había forma de llegar a un acuerdo para elegir uno nuevo. El cónclave se reunía, se disolvía, se volvía a reunir, cambiaban los cardenales… un caos.

Cerca de L’Aquila, la ciudad italiana que sufrió aquel terrible terremoto en el año 2009, hay un monte en el que vivía retirado un ermitaño piadoso y con fama de buena persona. Tenía ochenta y cuatro años y se llamaba Pietro Angeleri. Aquel 5 de julio, el cardenal Latino Malabranca se inventó que Cristo se le había aparecido y le había dicho que si no elegían a la voz de ya un papa, un terrible castigo caería sobre el mundo. Y dijeron todos: «Pues mira qué bien, ya tenemos excusa para elegir al primero que se nos ocurra«. Y eligieron al ermitaño Pietro.

Así que, con la decisión irrevocable, días después una delegación de cardenales y clérigos se remangaron las faldas y allá que fueron, a escalar el monte para comunicar la noticia al eremita. Cuando llegaron ante Pietro, le preguntaron: «¿Aceptas ser el sucesor de Pedro, la Cabeza visible de la Iglesia, el Patriarca de Occidente y Obispo de Roma?». Cuentan que Pietro se desmayó del susto, y cuando se recuperó intentó escapar. Pero le agarraron y le dijeron: «Ojo, que si te niegas, cometerás un pecado de horribles consecuencias». Así que al ermitaño no le quedó otra que decir: «Pues vale, pero conste que yo de esto no entiendo».

Cinco meses duró Pietro en el cargo como Celestino V, hasta que se percató de qué iba eso de ser papa. Hizo bien el hombre. Ya avisó que él solo entendía de austeridad, caridad y piedad.

La hoguera de las vanidades

Muchos seguro que han oído hablar de las famosas hogueras de las vanidades, unas fogatas que organizaban los cristianos fundamentalistas en Italia hace cinco siglos para, decían ellos, acabar con la soberbia y los caprichos mundanos.

Y fue el día 7 de febrero de 1497 cuando se organizó la más famosa hoguera de las vanidades, una performance que dejó a los florentinos boquiabiertos cuando contemplaron cómo les quemaban sus objetos más preciados. Y todo porque a un monje dominico extremista se le fue la cabeza.

El monje era Girolamo Savonarola, un predicador de pico de oro que atacaba todo lo que se meneaba: papas, príncipes, nobles y ciudadanos de a pie. O con él o contra él. Exigía que la vida de los cristianos, y en concreto la de los florentinos, estuviera regida únicamente por la austeridad y la oración para aplacar la ira de Dios. Su único objetivo era acabar con el pecado, pero es que para este exagerado mirarse en un espejo era pecado.

Aquel 7 de febrero, los seguidores de Savonarola aporrearon las puertas de todas las casas de Florencia. No dejaron ni una y exigieron la entrega de todo lo que ellos consideraban que incitaba a la vanidad. El carnaval estaba encima y muchos tenían preparados sus disfraces, máscaras y pelucas. La temible guardia negra de Savonarola arrasó con todo lo que se le puso por delante, empezando por objetos tan inofensivos como espejos, peines, cosméticos y perfumes. Y, por supuesto, arramblaron también con todo libro que no fuera la Biblia y con toda obra de arte que no fuera religiosa.

Todo el botín se acumuló en la piazza della Signoria, la más famosa de Florencia y ahora siempre repleta de turistas. Savonarola convocó a los florentinos, les largó una bronca en forma de sermón y ordenó prender fuego a todos aquellos objetos que alimentaban el pecado.

Fue la famosa hoguera de las vanidades. Ni la primera ni la única, porque antes hubo otras más discretas, pero sí la más célebre por la escandalera que se montó en Florencia.

Hay que reconocer que las hogueras en la piazza della Signoria prendían bien, porque luego llegó el papa Alejandro VI, el Borgia, y ordenó quemar en el mismo sitio a Savonarola. El instigador de las hogueras de las vanidades acabó ardiendo también con mucho arte.

No lo achicharraron por vanidoso, pero sí por incordio.

Muere Gregorio XI, nace el Gran Cisma

Un hecho histórico siempre es consecuencia de una cadena de acontecimientos. Y al igual que suele haber una última gota responsable de que el vaso rebose, también hay una primera que hace que el vaso comience a llenarse. El 27 de marzo de 1378 cayó una de esas gotas iniciales: el papa Gregorio XI se murió sin avisar y, justo en ese momento, poquito a poco, gota a gota, comenzó a llenarse un vaso que al final rebosó y dejó empantanada la cristiandad con el Gran Cisma de Occidente.

Hay que irse a principios del siglo XIV para entender por qué se lio la que se lio con el Cisma. En esa época Roma andaba muy revuelta. Demasiada inseguridad ciudadana, sobre todo para los papas, así que, tal y como ha quedado apuntado en líneas precedentes, se largaron a Aviñón, a Francia, y allí instalaron la sede del papado hasta que amainara el temporal.

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