Se armó la de San Quintín (24 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Les queda, sin embargo, la opción del principio: hacerse los suecos, que es lo que han hecho hasta ahora.

… y el mundo moderno, tampoco

Quienes no pierden la buena costumbre de hacerse preguntas quizás se hayan planteado en alguna ocasión en qué momento la Iglesia empezó a separarse del mundo moderno. O, por el contrario, cuándo el mundo moderno comenzó a separarse de la Iglesia.

Esa fecha está perfectamente marcada en el calendario: 8 de diciembre de 1864, el día en que el papa Pío IX se lio la manta a la cabeza y publicó la famosa encíclica en la que condenaba los ochenta errores del mundo moderno. Bueno, bueno, bueno, la que se lio….

No se trata aquí de reproducir el listado con los ochenta errores que recoge la encíclica Syllabus, que así se llamó, porque con conocer cuatro o cinco puntos ya se entiende por dónde iba el asunto.

Pío IX en realidad solo escribió lo que pensaba y, puesto que era papa, lógico es que pensara así. Si hubiera sido progresista no habría sido papa. Dijo él que los estados deben estar subordinados a la moral católica y que era un tremendo error que la Iglesia y el Estado estuvieran separados; condenaba la libertad de culto, la libertad de prensa y la libertad de pensamiento; arremetió contra la razón porque la consideraba incompatible con la fe… y así, hasta ochenta. Las reacciones fueron de todo tipo.

Algunos países prohibieron que se publicara la encíclica, porque atacaba directamente los principios en los que se basaban las constituciones. El primer ministro británico, por ejemplo, llegó a decir que, de acuerdo a lo reflejado en el texto papal, un buen católico no podía ser inglés. Otras naciones optaron por tomárselo a broma y le vinieron a decir al papa: «Vale, tú di lo que quieras que yo haré lo que me dé la gana». En otros lugares, en cambio, la encíclica provocó violentos enfrentamientos entre partidarios y contrarios.

La Santa Sede no calculó que el mundo ya era otro y que no se podía lanzar aquella bomba de relojería sin medir las consecuencias, así que el mayor y más difícil trabajo vino después. Hubo que preparar toda una estrategia para explicar que… en fin… que la encíclica solo era una reflexión; que las cosas no debían de entenderse al pie de la letra, que había muchos matices…

En resumen, que donde dije digo, digo Diego, pero las cosas ya no volvieron a ser como antes. Pío IX debió de pensar en algún momento: «Virgen Santísima, la que he liao…».

La inocentada del celibato

El 28 de diciembre es un mal día para recordar algún sucedido en el mundo. Nunca se sabe si fue verdad o una inocentada. El Gobierno español, por ejemplo, intervino Banesto un Día de los Inocentes, y muchos se lo tomaron a broma. Pero hay una decisión que no debería haberse tomado en este día, y fue idea del papa Benedicto VIII, que era exactamente la mitad de papa del que hay ahora.

El 28 de diciembre del año 1022 el Sínodo de Pavía, que era una reunión de obispos que se celebró precisamente en Pavía (norte de Italia), impuso el celibato a los sacerdotes y la prohibición de que tuvieran amantes. Por supuesto, todos se lo tomaron a guasa.

La Iglesia llevaba empeñada en esto del celibato desde el siglo IV, pero la propuesta no cuajaba. Se intentó sugerirlo en el Concilio de Elvira, pero nada, caso omiso, porque al siguiente concilio convocado acudieron trescientos obispos casados. Se volvió a insistir en el citado Sínodo de Pavía, y tampoco. En el Concilio de Letrán, vuelta otra vez con el tema, pero ni puñetero caso, y la prueba está en que hasta el siguiente concilio convocado, el de Constanza, se desplazaron, según los textos, setecientas mujeres públicas para atender las necesidades sexuales de los obispos durante su reunión conciliar.

En el Concilio de Trento se pusieron más serios, pero a la vista está que ni por esas, sobre todo porque el papa que lo convocó, Pablo III, tenía cuatro hijos.

Imponer el celibato en su momento no fue una decisión tomada a tontas y a locas por un papa. Tenía más de una explicación, pero la fundamental era económica: si los sacerdotes se casaban y tenían hijos, la herencia se quedaba en la familia y la Iglesia no veía un duro. Así que durante el Sínodo de Pavía se ordenó que no se casara ni uno más, que ya estaba bien de perder dinero. Pero, claro, ¿qué hacer con los que ya estaban casados? Ningún problema, estaba todo previsto. Todos los hijos que hubieran tenido los sacerdotes pasaban a ser siervos de la Iglesia, de tal forma que sus herencias acabaran donde tenían que acabar.

En fin, que el celibato sigue estando ahí, pero está claro que muchos se lo siguen tomando como una inocentada que les gastó un papa.

Tejemanejes políticos
Constitución de las Cortes de Cádiz

Intentar reunir unas Cortes para redactar una Constitución cuando por un flanco atacan los franceses, por otro un rey y por un tercero la fiebre amarilla es muy desalentador.

Por eso tiene mucho mérito que el 24 de septiembre de 1810 noventa y cinco diputados, pese al rey, pese a los franceses y pese a la fiebre, celebraran la primera reunión de las Cortes de Cádiz y proclamaran la soberanía nacional.

Año y medio se tardó en redactar la primera Constitución española; dieciocho meses que culminaron con el grito de: «¡Viva La Pepa!». Luego llegó el fantoche de Fernando VII con las rebajas y se fueron al garete las Cortes, La Pepa y la soberanía nacional.

Las Cortes se constituyeron en Cádiz porque allí se acababa España. Estábamos en plena guerra de la independencia contra los franceses, y la Junta Central, la encargada de organizar todo el tinglado parlamentario, no hacía más que huir Despeñaperros abajo para poder asentar sus reales y comenzar el trabajo constitucional.

De Aranjuez a Sevilla, y de Sevilla a Cádiz. Se pararon en la Isla de León, hoy San Fernando, un triángulo de tierra muy protegido que daría cierta tranquilidad a las reuniones.

Aquella jornada del 24 de septiembre arrancó con una procesión cívica y, por supuesto, con una misa. Deberían haber estado presentes unos trescientos diputados, pero dado que las elecciones habían sido bastante caóticas y que la situación de guerra había impedido llegar a los diputados, las Cortes se constituyeron con solo noventa y cinco parlamentarios, y más de la mitad eran suplentes.

Pero había que empezar a trabajar, con trescientos o con noventa y cinco. Supieran o no. Las primeras decisiones de las Cortes de Cádiz fueron un cúmulo de incongruencias, porque mucho liberalismo y mucha igualdad, pero las mujeres no aparecían ni en las notas al margen y la abolición de la esclavitud ni se tocó. Pero qué quieren, era la primera vez que la política andaba solita y los diputados estaban más despistados que un girasol en un eclipse.

Lo importante, lo verdaderamente importante, es que aquel 24 de septiembre de 1810 se dio el primer paso para que los súbditos se convirtieran en ciudadanos.

Y Estados Unidos nos quitó Cuba

Mal pintaban las cosas para España el 19 de diciembre de 1897, cuando el presidente William McKinley anunció a las Cámaras de Representantes que Estados Unidos iba a intervenir en Cuba. No era exactamente un declaración de guerra a España, pero casi, casi… Ese paso vendría después para quitarnos Cuba, porque esa era la única intención. Ya lo dijo un diplomático yanqui: «Tan seguro como que amanece cada mañana, más pronto o más tarde, Cuba será americana». Lo que en realidad quiso decir fue «estadounidense», porque americana ya era.

Imposible del todo resumir para una lectura de dos minutos cómo se fue gestando la intervención de Estados Unidos en Cuba, pero digamos que se juntaron el hambre con las ganas de comer. En España el caos político era total, porque al presidente Antonio Cánovas lo había asesinado un anarquista cuatro meses antes y Sagasta se acababa de hacer cargo del Gobierno, pero ni uno ni otro gestionaron bien la guerra de independencia cubana.

Y en medio de todo esto se metió Estados Unidos, el perejil de todas las salsas, que con la excusa de pacificar la isla y defender sus intereses comerciales, no paró hasta conseguir que España perdiera su colonia para comenzar a manejar a su antojo.

Ya se sabe que a Estados Unidos hay que incitarle poco para que se meta donde no lo llaman, y en su decisión de intervenir en Cuba influyó, no vamos a decir mucho, sino todo, la prensa.

Fueron los periódicos controlados por William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer, dos tipos sin escrúpulos, los que estuvieron calentando el ambiente para entrar en guerra y, de paso, vender más ejemplares. Se inventaron atrocidades españolas que no existían, supuestas amenazas contra estadounidenses, atentados fantasma… cualquier cosa que empujara a la intervención.

Es un episodio muy conocido aquel en el que Hearst envió al dibujante del New York Journal a Cuba para que ilustrara los desmanes españoles. El dibujante telegrafió a Hearst y le dijo que allí no pasaba nada. Hearst respondió: «Tú pon los dibujos, que yo pondré la guerra».

Los comunistas hunden a Stalin…

A Stalin, el máximo líder de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, le duró la gloria después de muerto, exactamente, tres años. Hasta que el 24 de febrero de 1956 su sucesor en la Secretaría General del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Nikita Kruschev, se subió a la tribuna en pleno Vigésimo Congreso del Partido y comenzó a soltar improperios hacia Stalin.

A los mil y pico compromisarios asistentes se les descolgó el labio. No se lo podían creer. Kruschev iba dispuesto a defenestrar a Stalin. Y lo hizo en mitad del pasmo general. Comenzó la desestalinización.

Aquel Congreso del PCUS, el primero tras la muerte de Stalin, fue el más sonado de la antigua Unión Soviética y el que trajo mayores consecuencias. De hecho, y atendiendo a los estatutos del Partido, no podría haberse convocado hasta pasados seis años desde la celebración del anterior, pero Kruschev tenía prisa por lavarle la cara al régimen de terror estalinista y maniobró todo lo que pudo y más para adelantarlo.

Su intervención la fijó aquel 24 de febrero y pidió que se declarara secreta. Todo lo secreto que puede ser un discurso que se va a pronunciar delante de 1.436 compromisarios.

El primer hachazo de Kruschev fue a los pocos segundos de comenzar a hablar, cuando tiró por tierra el culto a la personalidad que impuso Stalin. Y a partir de ahí, los apelativos más dulces que aplicó a su antecesor fue déspota, violador de la legalidad, torturador, asesino sin juicio, monstruo, represor… Lo dejó pringando.

Cuando Kruschev terminó, los asistentes por fin pudieron cerrar la boca y dedicarle una atronadora ovación. Allí quedó revisada la figura de Stalin y se determinó que durante sus treinta años de gobierno había cometido inexcusables errores y numerosos crímenes que habían manchado el comunismo.

Lo que Kruschev no calculó fue que aquel Congreso fue el empujón que necesitaban los ciudadanos de Polonia, Checoslovaquia y Hungría para pedir un paso más allá de la simple defenestración de Stalin.

Ellos, además, querían la libertad. Y salieron a pedirla.

… y Hungría se confía

La mañana en Budapest, la capital húngara, amaneció fría. Pero duró poco. Una aparentemente pacífica e inocente manifestación de estudiantes en apoyo del pueblo polaco acabó, el 23 de octubre de 1956, como el rosario de la aurora. Y todo porque, según la Unión Soviética, a Hungría se le dio la mano y se tomó el brazo entero. Ellos, los húngaros, que solo creían ver un poco de luz al final del túnel, que pensaban que los soviéticos estaban aflojando el puño, se encontraron con que comenzaba la peor de sus agonías.

Aquella manifestación convocada por los estudiantes reunió a más gente de la prevista. Acudieron en tropel ciudadanos de todo tipo y color político. Desde comunistas hasta simpatizantes de extrema derecha; desde demócratas hasta nostálgicos del antiguo imperio. Porque todos querían lo mismo: libertad.

Hacía tres años que Hungría sufría un espejismo aperturista y, a raíz de la defenestración pública de Stalin, los ciudadanos creyeron ver que lo peor había pasado. Parecía que había más libertad para opinar, se produjo la liberación de algunos presos políticos, los periódicos podían criticar moderadamente… Así que los húngaros se echaron a la calle para decir que querían más. Solo un poco más. Y querían elecciones libres, que cesaran las purgas políticas, libertad de expresión y que los soviéticos se fueran a hacer puñetas… en fin, zarandajas democráticas.

Y pasó que el ambiente se fue calentando, porque trescientos mil ciudadanos se animan mucho entre ellos. Comenzaron a quemar banderas soviéticas, derribaron la estatua de Stalin, asaltaron la radio y atacaron un almacén de armas para hacer frente a la que se podía venir encima. Y efectivamente, al día siguiente, los primeros tanques soviéticos comenzaron a rugir por las calles de Budapest. Pero no pudieron con los húngaros. El espejismo continuaba.

Once días después, diecinueve divisiones del Ejército Rojo y mil tanques más ya no rugían por Budapest, lo aplastaban. En las calles quedaron miles de muertos, y doscientos mil desplazados atravesaban despavoridos la frontera con Austria. Fin de la alucinación.

La crisis de los rehenes

Seguro que muchos ya lo han olvidado, pese a que tuvieron la nariz pegada al telediario para ver en qué acababa aquello. Fue la conocida como la famosa crisis de los rehenes, aquella que le costó la presidencia a Jimmy Carter y se la puso en bandeja al actor Ronald Reagan.

El 4 de noviembre de 1979 cientos de estudiantes chiitas, seguidores de la revolución islamista del ayatolá Jomeini, asaltaron la Embajada de Estados Unidos en Teherán (Irán) y secuestraron a sesenta y seis funcionarios. Carter hizo lo que pudo para rescatar a sus chicos, pero todo se le volvió en contra. El secuestro se alargó durante un año, dos meses y diecisiete días.

Las pésimas relaciones de Estados Unidos e Irán vienen de entonces. Mucho más cuando varios de aquellos rehenes aseguran que uno de los estudiantes chiitas que asaltaron la Embajada es el actual presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad.

Jomeini acababa de hacerse con el poder, y ya recordarán que entró en Irán sin reparar en gastos con tal de imponer el más cerril conservadurismo religioso. Azuzó a los chiitas contra Estados Unidos por haber dado su apoyo al sah de Persia y por darle luego asilo político. Pero el sah Reza Palevi y Jomeini tenían poco que echarse en cara. Entre dictadores andaba el juego.

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