Sangre guerrera (9 page)

Read Sangre guerrera Online

Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
8.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hermógenes no dijo nada, pero me abrazó y, cuando iba a partir, chocamos las manos como si fuésemos hombres. Enviamos a casa a Hermógenes con un pernil de venado y un par de conejos, lo que, sin duda, lo convertiría en un héroe a los ojos de su familia. Hermógenes y yo sellamos nuestra amistad aquella mañana. Pero yo tenía que ser esclavo antes de descubrir hasta qué punto eran ciertas las palabras de Calcas.

En la Beocia de mi juventud, éramos pobres hombres y, aunque pensábamos que conocíamos el mundo, sabíamos poco de lo que pasaba más allá de nuestra población, nuestra montaña y nuestro río. Estos eran los límites de nuestras vidas.

Las fiestas llegaban y pasaban, como las siembras y las cosechas, y yo me iba haciendo mayor. A la ermita llegaban hombres duros y Calcas se sentaba a pasar la noche con ellos. El segundo año, uno trató de violarme y Calcas lo mató. Yo estaba poco menos que paralizado por el miedo, aunque me las arreglé para darle tal golpe en la mano que dio un alarido. Después de ese episodio, tuve más cuidado con los hombres duros.

Cada vez pasaba más tiempo practicando para la guerra. Calcas había sido un guerrero; me había dado cuenta de ello, aunque no pudiera ponerle una fecha al pensamiento. Todos los hombres que venían también eran guerreros. Era como si pertenecieran a un gremio, como los herreros o los alfareros; era raro, porque, en la Beocia de mi juventud, todos los hombres libres tenían que ser guerreros, pero a ningún hombre que yo conociera entonces le gustaba en realidad, Como el sexo o la defecación, era algo qúe todos los hombres hacían, pero de lo que solo hablaban los niños.

¡Menuda vergüenza!

Por eso, me entrenaba con él. No siempre me daba cuenta de que me estuviera entrenando. Tenía ejercicios para cada hora del día y muchos de ellos se parecían bastante al trabajo: recoger leña, partirla sobre el tocón correspondiente, cortar los trozos más grandes en otros más pequeños del tamaño adecuado al hogar con una afilada hacha de bronce y dividirlos después. Esta tarea podía consumir tanto tiempo como quisiera Calcas: necesitábamos leña, llegaba el invierno. Y el uso del hacha me enseñó muchas cosas, por ejemplo, que, como en la fragua, la precisión era más valiosa que la fuerza bruta; que la habilidad para dar dos veces en el mismo sitio exactamente era mejor que dar una sola vez en dos sitios diferentes. ¡Ah, querida mía!, tú nunca te pelearás con un hombre que lleve bronce encima. Pero debes aceptar la palabra de un anciano: puedes matar a un hombre a través de su caro casco de bronce si puedes golpearle exactamente en el mismo sitio con la suficiente frecuencia.

Calcas no era
hoplomaco
, un maestro de lucha. El no tenía una danza especial que enseñar, ni sus lecciones sobre la espada eran tan organizadas como sus lecciones de escritura. En cambio, teníamos que ser profundos en un pasaje de la
Ilíada
, y buscaría y haría el comentario que acabo de hacer.

—¡Arímnestos! —diría—, ¿sabes que, si golpeas a un hombre con frecuencia suficiente exactamente en el mismo sitio del casco, su casco se romperá y su cerebro se desparramará?

Yo le miraría, tratando de imaginarlo. Y después volveríamos a la
Ilíada
.

Hay un pasaje, más adelante en el poema, en el que Aquíles está todavía enfurruñado y Héctor descarga su furia entre los griegos. Y varios de los héroes menores forman una fila, traban sus escudos y detienen el ataque. Lo recuerdo cantando en voz bastante baja todo el pasaje. La luz del otoño penetró con fuerza a través de nuestra ventana de asta y las motas de polvo flotaban en el rayo de luz. Cuando ocurría, me gustaba imaginar que los dioses estaban con nosotros.

Calcas levantó la vista, al rayo de luz, pero su mirada estaba mucho más lejos.

—Así son las cosas cuando los hombres menos importantes tratan de parar a los mejores. Debes trabar tu escudo con el de tu compañero, bajar la cabeza y negarte a correr riesgos. Deja que el mejor vaya contra tu escudo. Golpea fuerte con tu lanza para mantenerlo a raya a la distancia de un brazo y no abandones la seguridad del muro de escudos —dijo, encogiéndose de hombros—. Ruega a los dioses que el matador busque otra presa, tropiece y caiga o que tus propios matadores lleguen y te salven.

—Pero vos erais de los mejores —dije yo—. Vos erais un… un matador.

De repente, sus ojos se cruzaron con los míos y pude verlo con su casco de alto penacho, su fuerte brazo derecho machacando el escudo de un hombre del montón, hasta hacer el corte mortal. Podía verlo como si estuviese allí.

—Sí —dijo—. Yo fui un matador de hombres —añadió. Después, su mirada se perdió. Yo sabía dónde estaba; estaba en el campo de batalla—. Todavía lo soy. Cuando has estado allí, no puedes abandonarlo.

4

L
a siembra, la cosecha, los animales morían bajo mi lanza. Leí todo lo de Teognis del libro de
mater
y llegué a entender que los hombres adultos tuvieran relaciones sexuales con niños y se encelasen cuando se entregaban a otros amores, y que los aristócratas pudieran tener mal carácter y ser avariciosos como los campesinos.

Deberías leer a Teognis, cariño. Aunque solo sea para comprender que ser de alta cuna carece de valor.

Leí también a Hesíodo. Por supuesto, en aquella época, sabía de memoria gran parte de él. En Beocia es nuestro poeta y desdeñamos al poderoso Homero para poder amar mejor a Hesíodo. Además, sus poemas son para nosotros, los agricultores. ¿Aquiles es realmente un héroe? Para mí, es tan hijo de puta como Teognis. El héroe es Héctor. Y aun él no tenía mucho de agricultor.,. bueno, quizá me equivoque con el poderoso Héctor. Ante un mes de lluvia, Héctor no se rendiría ni se quedaría enfadado en su granero.

Yo era más grande, más fuerte. Podía lanzar una jabalina más lejos y mejor que cualquier chico de mi edad del valle, y Calcas hablaba de los juegos de los chicos en lugares como Olimpia.

Al otro lado del río, la hacienda aumentaba su riqueza. Las vides se emparraban y podaban, los manzanos tenían soportes sobre las ramas y las malas hierbas las arrancaban en primavera lo que a mí me parecía una falange de esclavos.

El dinero de Milcíades se veía por todas partes en nuestra comunidad. Mirón tenía dos arados. El hijo menor de Epicteto, Peneleo, fue a luchar con el gran hombre y su padre compró un segundo terreno para su hijo mayor, de quien se decía que se casaría con Penélope cuando esta cumpliera doce o trece años.

Hermógenes recibió su libertad y se juntó con su padre como trabajador a sueldo. Ahora, toda su familia era libre y Bion se hizo un casco y un gran escudo de bronce y fue bien recibido en el
taxis
. No todos los libertos eran bien recibidos, pero Bion era un caso especial.

Yo fui con mi hermano y Hermógenes a ver la danza de los hombres en la fiesta de Ares. Todos ellos habían practicado las danzas desde que eran lo bastante mayores para aprenderlas, con doce o trece años, en la mayoría de los casos. Y mi padre había hecho bien con Bion enseñándole, algo que yo sabía que
pater
solo hacía con los aprendices más inteligentes. Así, Bion no tuvo que humillarse, aunque, como hombre con derecho a voto y liberto reciente, había agricultores que deseaban verlo fracasar.

Así son los hombres, cariño. ¿No lo sabes, acaso? Los campesinos son iguales en Asia, en Egipto y en Beocia. Creen que en el mundo hay mucho mal y poco bien y que la ganancia de un hombre es la pérdida de otro: si Bion era libre, habría un hombre libre que se convertiría en esclavo. Eso murmuraban.

Observé su danza. Lo había visto antes; era magnífico y hacía que la sangre corriera por mis venas: doscientos hombres ataviados con bronce y cuero, oscilando en fila, girando, clavando sus lanzas, defendiéndose con los escudos.

Habiendo pasado dos años y más en la montaña, conocía esos movimientos mejor que los danzantes. Yo observaba con ojo crítico y, cariño, no hay nada más crítico que un niño de once años.

Era también el primer año de mi hermano en la danza. Iba bien equipado, con un fino casco corintio y un gran escudo que lo mantuviera a salvo en la tormenta de bronce. Estuve mirándolo y pensé que lo hacía bastante bien, pero el niño que había en mí no podía evitar la crítica, por lo que aquella noche le pregunté por qué no cambiaba el peso que recaía sobre sus píes cuando pasaba de la defensa al ataque.

Por supuesto, él no tenía ni idea de a qué me refería y solo oía a su hermano menor señalando defectos. Nos peleamos en el granero, quedando en tablas. Yo era más débil, pero sabía mucho más. También ahí hay una lección. Toda mi destreza, que ya era mucha entonces, no bastaba para igualar su mayor alcance y su fuerza de herrero.

Y aun hirviéndome la sangre, no era tan tonto como para meterle un dedo en el ojo.

Pero, al día siguiente, cortó dos palos y me pidió que le enseñara a qué me refería. Así que le mostré lo que Calcas me había enseñado a mí, que el movimiento de las caderas refuerza el empuje de la lanza o la elevación del escudo. Chalkidis no era tonto. En cuanto lo vio, comenzó a hacer preguntas. Y llevó sus preguntas a
pater
.
Pater
vino y nos observó.

Frunció el ceño.

—Te mandé a las montañas a aprender a leer y escribir —dijo—. ¿Qué es esto?

Yo estaba orgulloso de mis artes marciales y, por tanto, se las mostré. Le demostré las defensas que me había enseñado Calcas y los ataques con la lanza. Podía golpear a mi hermano a voluntad, aunque, cuando tuve sobre el hombro el peso de un auténtico
aspis
, casi no podía moverme.

Pater
negó con la cabeza.

—¡Qué estupidez! —dijo—. Lo único que tienes que hacer es mantenerte en tu puesto en el muro de escudos. El resto es una locura. En el momento en el que ataques, el enemigo que esté a tu derecha te hundirá la lanza en el muslo. O en el cuello. Todo ataque deja al descubierto el flanco de tu escudo —añadió, negando con la cabeza—. Calcas tiene que dejar de enseñarte estas tonterías.

—¡Es un gran guerrero! —dije con vehemencia.

Pater
me miró como si me viese por primera vez realmente.

—No hay grandes guerreros —dijo
pater
—. Hay grandes artesanos, grandes escultores, grandes poetas. A veces, deben cargar con una lanza. Pero en la guerra no hay nada grande —añadió, dirigiendo la mirada a través del valle, hacia la ermita—. Tu maestro es un hombre destrozado que guarda una ermita que a nadie le importa. Enseña a leer a niños y abriga viejos odios. Creo que ya es hora de que vuelvas a casa.

—¡A muchos hombres les importa la ermita! —dije. Tenía lágrimas en los ojos.

Pater
se sacudió las manos.

—Vamos —dijo.

Fuimos andando a la ermita. Yo discutía y
pater
callaba. Cuando llegamos,
pater
me ordenó que recogiera mis cosas. Y se adelantó y habló a solas con Calcas.

Aún no sé lo que se dijeron, pero en ningún momento vi un ceño fruncido ni oí una palabra más alta que otra. Yo recogí mis jabalinas, mi lanza
Mataciervos
, mis manuscritos y mi saco de dormir. Puse todo sobre el burro y fui a darle un beso de despedida a Calcas. El me abrazó.

—Es hora de que salgas al mundo —dijo—. Tu padre tiene razón y probablemente yo te haya llenado la cabeza de tonterías.

Yo sabía que estaría borracho antes de que llegáramos al pie de la montaña. Pero sonreí y le besé en los labios, cosa que nunca había hecho antes.

Al bajar por el camino, me detuve.

—Sin mí, se morirá —dije. Yo tenía once años para doce y el mundo era mucho menos misterioso para mí de lo que había sido—. ¡Al irme, lo estoy matando!

Pater me
abrazó. Creo que es el único abrazo que recuerdo. Me retuvo durante un buen rato. Finalmente, dijo:

—El se está matando a sí mismo. Tú tienes que vivir tu vida.

Seguimos nuestro camino a casa,
pater
callado, yo llorando.

Volví a trabajar en la fragua, aunque ahora iba muy rezagado con respecto a mi hermano. Le leía a mi madre, que me acariciaba las manos y bramaba diciendo que
pater
abusaba de su noble hijo, obligándolo a hacer el trabajo de un aldeano.

Pater
la ignoraba.

Aquí pierdo la noción del tiempo. Creo que fue el mismo verano en el que dejé a Calcas, pero pudo haber sido el siguiente. Eran veranos dorados y la riqueza de Platea llegaba con el grano. Vendíamos gran parte de nuestro grano en los mercados de Ática y ahora, que éramos los campesinos más ricos de Beocia, nuestros padres determinaron cómo emplear nuestra riqueza en la mayor Daidala de la historia.

Los hombres venían al patio de la herrería y se apoyaban en los nuevos cobertizos o se sentaban en los taburetes que ahora cubrían el patio, bebían el excelente vino de
pater
servido por una pareja de bellas esclavas y planeaban la Daidala. Ese verano no había otro tema de discusión, porque la primavera siguiente era el momento en el que veríamos los cuervos en la ladera, escogeríamos nuestro árbol y pondríamos en marcha todas las tradiciones, costumbres, danzas y ritos que nos conducirían a una fiesta espléndida, una fiesta que haría que otros hombres de toda Beocia envidiaran nuestra riqueza y nos maldijeran. Al menos, ese era el plan.

Porque antes de que el verano se hubiese adentrado lo bastante para que la cebada perdiera su color verde, llegó a nuestro valle el rumor de que los hombres de Tebas estaban preparando la Gran Daidala y habían decretado que Platea no fuese más que una comunidad de Tebas y no una ciudad libre. Es más, Tebas había votado imponernos un gran impuesto «en apoyo de la fiesta».

Yo había estado ausente dos años de las conversaciones del patio, pero poco había cambiado. Los oradores llevaban ropa de mejor calidad, pero eran los mismos hombres, hombres formales, que eran un poco más ricos, pero no toleraban las tonterías. Mirón no era el más rico, pero solía hablar por los amigos de
pater
en la asamblea y se hablaba de hacerlo
arconte
, en vez del viejo
basileus
, que era ahora más pobre que
pater
. El mundo se estaba poniendo patas arriba.

El rumor del impuesto tebano levantó aun más ampollas que el de que no seríamos la sede de la fiesta. Los campesinos
odian
que otros hombres se queden con su dinero. Conozco ese odio. Róbale el dinero a un esclavo y mírale a los ojos. Esa es la mirada de un campesino al que le gravan con un impuesto.

Other books

No One But You by Michelle Monkou
Gayle Trent by Between a Clutch, a Hard Place
My Erotica – Out to Dry by Mister Average
The Daughter in Law by Jordan Silver
One Week by Nikki Van De Car
Diamond Bay by Linda Howard
No World of Their Own by Poul Anderson
Breakwater Bay by Shelley Noble