—¿Cómo se le ha ocurrido entrar aquí? —le ladró—. Esto es una propiedad privada. ¿Acaso no ha visto el letrero junto a la carretera?
Había venido en coche. Ese torpe desvergonzado había subido sin más por el acceso de vehículos. Elinor vio su coche, un cacharro polvoriento de color azul oscuro, parado junto a su combi. En el asiento delantero creyó descubrir además a un perro gigantesco. Lo que faltaba.
—Oh, sí, por supuesto —la sonrisa del desconocido era tan inocente que encajaba en su rostro infantil—. Dios sabe que el letrero era imposible de pasar por alto, y le presento mis reiteradas disculpas, señora Loredan, por mi irrupción repentina e imprevista.
Cielos, Elinor se quedó sin habla. Ese cara de pan tenía una voz casi tan bonita como Mortimer, profunda y aterciopelada como un cojín. Pegaba tan poco con su cara redonda y sus ojos de crío, que uno casi creía que el desconocido se había tragado a su auténtico dueño apropiándose de ese modo de su voz.
—¡Ahórrese las disculpas! —replicó Elinor con aspereza tras haberse recobrado de la sorpresa—. Lárguese ahora mismo —y dicho esto se dispuso a cerrar la puerta, pero el desconocido sonrió de nuevo (su sonrisa ya no parecía tan inocente) e introdujo el pie entre la puerta. Un zapato marrón y polvoriento.
—Disculpe usted, señora Loredan —dijo con voz suave—. Pero estoy aquí por un libro. Único, justo es decirlo. Como es natural, he oído que usted dispone de una biblioteca más que notable, pero le aseguro a usted que este libro todavía falta en su colección.
Elinor reconoció en el acto el volumen que sacó de su chaqueta de lino clara y arrugada. Claro. Era el único libro cuya visión aceleraba los latidos de su corazón, no por su contenido o porque fuera especialmente bello o valioso. No. Ese libro aceleraba los latidos del corazón de Elinor por una sola razón: porque lo temía más que a un animal feroz.
—¿De dónde lo ha sacado?
Ella misma se contestó a sí misma, aunque por desgracia demasiado tarde. De repente, volvió a recordar la historia relatada por el chico.
—¡Orfeo! —musitó, e intentó gritar tan alto que Mortimer lo oyera enfrente, en su taller, pero antes de que cualquier sonido saliese de sus labios, un hombre, raudo como una lagartija, salió deslizándose de los arbustos de rododendro situados al lado de la puerta de la casa y le tapó la boca con la mano.
—¿Qué tal, devoralibros? —le ronroneó al oído.
Cuántas veces había oído Elinor esa voz en sueños, ¡y siempre le había cortado la respiración! El efecto no disminuyó en pleno día. Basta la metió en casa de un brusco empujón. Como es lógico, empuñaba un cuchillo. Elinor se imaginaba mejor a Basta sin nariz que sin cuchillo. Orfeo se volvió y señaló al coche desconocido. Un tipo corpulento, un armario, descendió de él, rodeó el coche caminando con parsimonia y abrió la puerta trasera.
Una vieja sacó fuera las piernas y alargó la mano hacia su brazo.
Mortola.
Otro de los personajes habituales de las pesadillas de Elinor. Las piernas de la vieja exhibían un grueso vendaje bajo las medias oscuras, y caminaba hacia la casa de Elinor del brazo del hombre armario apoyándose en un bastón. Entró cojeando en el vestíbulo con expresión tan hosca y resuelta como si tomara posesión de toda la casa. La mirada que lanzó a Elinor fue tan hostil que le temblaron las piernas, aunque se esforzó con toda su alma por ocultar su miedo. Mil recuerdos atroces la asaltaron: una jaula que olía a carne cruda, una plaza iluminada por la deslumbrante luz de los focos, y el pánico, un pánico atroz…
Basta cerró la puerta detrás de Mortola. Él no había cambiado: el mismo rostro delgado, aún le gustaba entrecerrar los ojos, y alrededor de su cuello se bamboleaba, faltaría más, un amuleto, protección contra la desgracia que Basta olfateaba bajo cada escalera y detrás de cada arbusto.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Mortola con tono rudo a Elinor, mientras el hombre armario miraba a su alrededor con expresión estúpida.
La visión de tantos libros parecía provocar en él un asombro desmedido. Seguramente se preguntaba qué demonios se podía hacer con una cantidad semejante.
—¿Los demás? No sé de quién me hablan —Elinor consideró que su voz denotaba una firmeza asombrosa para una mujer medio muerta de miedo.
Mortola avanzó su pequeña barbilla redonda en un ademán belicoso.
—De sobra lo sabes. Estoy hablando de Lengua de Brujo, de su hija bruja y de la criada a la que él llama su mujer. ¿Debo decirle a Basta que prenda fuego a algunos de tus libros o los llamarás voluntariamente para que se reúnan con nosotros?
«¿Basta? ¡Basta tiene miedo del fuego!», quiso replicar Elinor, pero prefirió callarse. No era difícil acercar una cerilla a un libro. Incluso Basta, que tanto temía al fuego, sería capaz de ejecutar esa minucia, y el hombre armario no parecía lo bastante listo para asustarse de algo. «¡Tengo que entretenerlos!», pensó Elinor. «Al fin y al cabo ellos no saben nada del taller del jardín ni de Darius.»
—¿Elinor? —llamó en ese preciso instante Darius.
Antes de que pudiera responder, la mano de Basta le tapó la boca. Oyó a Darius bajando por el pasillo, con sus sempiternos pasos apresurados.
—¿Elinor? —repitió. Sus pasos se extinguieron tan repentinamente como su voz.
—¡Sorpresa! —ronroneó Basta—. ¿Te alegras de verme, lengua atropellada? Unos viejos amigos han venido a hacerte una visita.
Basta llevaba la mano izquierda vendada. Elinor no se apercibió hasta que Basta apartó los dedos de su boca, y ella recordó aquel ser rugiente que según el relato de Farid había salido de la historia para Dedo Polvoriento. «¡Lástima que no devorase algo más de nuestro amigo de los cuchillos!», pensó ella.
—¡Basta! —susurró Darius.
—¡Sí, Basta! Habría venido mucho antes, créeme, pero me encerraron algún tiempo en la cárcel por un asunto de hace años. Apenas desapareció Capricornio, todos los que antes no abrían la boca de miedo se volvieron muy valientes. ¡Qué le vamos a hacer! En última instancia me hicieron un favor, porque ¿a quién metieron un buen día en mi misma celda? Nunca pude sonsacarle su verdadero nombre, así que lo llamaremos como él mismo se bautizó: Orfeo —propinó una palmada tan fuerte en la espalda del aludido, que éste salió proyectado hacia delante—. ¡Sí, el bueno de Orfeo! —Basta le pasó el brazo por los hombros—. El demonio abrigaba realmente buenas intenciones al convertirlo en mi compañero de celda… ¿o será que nuestra historia nos echaba tanto de menos que lo envió aquí? De todas maneras, fueron unos buenos tiempos, ¿eh, Orfeo?
Orfeo no le miraba. Se ajustó la chaqueta con unos tironcitos tímidos y observó, atento, los estantes de libros de Elinor.
—¡Demonios, fijaos en él! —Basta le propinó un tosco codazo en el costado—. Cuantas veces le he explicado que no hay que avergonzarse por haber estado en la cárcel, sobre todo teniendo en cuenta que es mucho más cómoda que las mazmorras que tenemos en casa. ¡Vamos, cuéntales cómo me enteré de tus inestimables dones! Cuéntales cómo te sorprendí la noche en que, leyendo un libro, trajiste a ese estúpido perro. ¡Mira que sacar un perro! El diablo sabe que a mí se me ocurriría algo mucho mejor.
Basta soltó una risita maliciosa, y Orfeo se enderezó la corbata con dedos inquietos.
—Cerbero sigue en el coche —advirtió a Mortola—. Eso no le gusta nada. Deberíamos traerlo de una vez.
El hombre armario se giró hacia la puerta, al parecer era tierno de corazón para los animales, pero Mortola lo obligó a regresar con un gesto impaciente.
—El perro se quedará donde está. ¡No soporto a ese animal! —escudriñó el vestíbulo de Elinor con el ceño fruncido—. La verdad, me imaginaba tu casa más grande —afirmó con fingida decepción—. Pensaba que eras rica.
—¡Y lo es! —Basta rodeó tan rudamente el cuello de Orfeo con el brazo que las gafas se le resbalaron—. Pero se lo gasta todo en libros. ¿Cuánto nos pagaría por el que le quitamos a Dedo Polvoriento? ¿Tú qué crees? —propino un pellizco en los redondos carrillos de Orfeo—. Sí, nuestro amigo aquí presente fue un simpático y gordo cebo para el comefuego. Parece una rana toro, pero ni siquiera a Lengua de Brujo obedecen las letras mejor que a él, por no hablar de Darius. ¡Preguntádselo a Dedo Polvoriento! Orfeo lo envió a casa como si fuera lo más sencillo del mundo. No es que el comefuego…
—¡Cierra el pico, Basta! —Mortola lo interrumpió con aspereza—. Siempre te ha gustado demasiado escucharte a ti mismo. ¡A lo que vamos! —impaciente, golpeó con el bastón las baldosas de mármol de las que tan orgullosa se sentía Elinor—. ¿Dónde están? ¿Dónde están los demás? ¡No quiero tener que preguntarlo otra vez!
«¡Adelante, señora Loredan!», pensó Elinor. «¡Mienta usted! ¡Deprisa!» Pero todavía no había abierto siquiera la boca, cuando sintió la llave en la cerradura. «¡No! ¡No, Mortimer!», rogó en su mente. «¡Quédate donde estás! ¡Vuelve con Resa al taller! ¡Encerraos allí, pero por favor, por favor, no vengáis precisamente ahora!»
Como es natural, sus súplicas de nada sirvieron. Mortimer abrió la puerta, entró, su brazo rodeando los hombros de Resa… y se detuvo de repente al ver a Orfeo. Antes de comprender lo que ocurría, el hombre armario, obedeciendo una seña de Mortola, cerró de golpe la puerta tras él.
—¡Hola, Lengua de Brujo! —saludó Basta con voz suave pero amenazadora mientras abría abría de golpe la navaja delante de la cara de Mortimer—. ¿Y no es ésta nuestra hermosa y muda Resa? Bueno, magnífico. Dos de una tacada. Ya sólo falta la pequeña bruja.
Elinor vio a Mortimer cerrar un instante los ojos, como si esperase que Basta y Mortola hubieran desaparecido cuando los volviera a abrir. Pero, claro, no sucedió así.
—¡Llámala! —ordenó Mortola mientras sus ojos escudriñaban a Mo tan rebosantes de odio que a Elinor le dio miedo.
—¿A quién? —preguntó él a su vez sin quitar los ojos de encima a Basta.
—No finjas ser más tonto de lo que eres —le increpó Mortola—. ¿O quieres que dé permiso a Basta para hacer el mismo dibujo en la cara de tu mujer que el que adorna al escupefuego?
Basta acarició con ternura con el dedo la brillante hoja de su navaja.
—Si al decir bruja te refieres a mi hija —contestó Mortimer con voz ronca—, ella no está aquí.
—¿Ah, no? —Mortola se le acercó cojeando—. Cuidadito. Me duelen las piernas del interminable viaje hasta aquí, y eso me hace perder la paciencia.
—¡No está aquí! —repitió Mortimer—. Meggie se ha ido con el chico al que le robasteis el libro. Él le rogó que lo llevara junto a Dedo Polvoriento, ella obedeció… y se marchó con él.
Mortola entornó los ojos con incredulidad.
—¡Tonterías! —le espetó—. ¿Cómo iba a hacerlo sin el libro?
Elinor, sin embargo, vio la duda reflejada en su rostro.
Mortimer se encogió de hombros.
—El chico tenía una hoja de papel escrita a mano, la hoja que al parecer trasladó a Dedo Polvoriento al otro lado.
—¡Pero eso es imposible! —exclamó Orfeo, estupefacto—. ¿Está usted diciendo en serio que su hija se introdujo dentro de la historia leyendo mis palabras?
—Ah, ¿entonces usted es el tal Orfeo? —Mortimer le dirigió una mirada poco amistosa—. ¿Así que le debo a usted la pérdida de mi hija?
Orfeo se enderezó las gafas y le devolvió la misma mirada de hostilidad. Después se giró bruscamente hacia Mortola.
—¿Este es Lengua de Brujo? —inquirió—. ¡Miente! ¡Estoy seguro! ¡Miente! Nadie puede meterse a sí mismo en una historia leyendo. Ni él, ni su hija, ni nadie en absoluto. Yo lo he intentado cientos de veces. ¡Es imposible!
—Sí —repuso Mortimer con voz cansada—. Eso creía yo hasta hace cuatro días.
Mortola le miraba de hito en hito. Después hizo una seña a Basta.
—¡Encierra a todos en el sótano! —ordenó—. Y después buscad a la chica. Registrad toda la casa.
«Me entreno en recordar, Nain», le dije. «En escribir, en leer y en recordar.» «¡Y es lo que debes hacer!», replicó Nain con dureza. «¿Sabes lo que pasa cada vez que anotas una cosa? ¿Cada vez que le das un nombre a algo? Que le arrebatas su fuerza.»
Kevin Crossley-Holland
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Arturo
En la oscuridad no era fácil pasar junto a los centinelas apostados a la entrada de la ciudad de Umbra, pero Fenoglio los conocía a todos. Al grosero zoquete que esa noche le apuntó con su lanza ya le había escrito algún que otro poema amoroso —con gran éxito, le informaron—, y por el aspecto de aquel cenutrio en lo sucesivo seguiría necesitando sus servicios.
—¡Pero regresa antes de medianoche, escritorzuelo! —le gruñó el feo iniduo antes de franquearle el paso—. Porque a esa hora me releva el Hurón, y ése no está interesado en tus poesías a pesar de que su lindo amorcito sabe leer.
—Gracias por la advertencia —Fenoglio dispensó una fingida sonrisa al mentecato mientras pasaba junto a él.
¡Como si no supiera que con el Hurón no se bromeaba! Aún le dolía el estómago al recordar cómo ese tipo de nariz afilada le había hundido la lanza en la barriga cuando había intentado pasar ante él con buenas palabras. No, el Hurón no se dejaba sobornar, ni con poemas ni con otros donativos escritos. El Hurón quería oro, y Fenoglio no tenía mucho, al menos no lo suficiente como para derrocharlo con un centinela de las puertas de la ciudad.
—¡Hasta medianoche! —renegó en voz baja mientras bajaba a trompicones por el empinado sendero—. ¡Como si no fuera precisamente entonces cuando se alegran de verdad los titiriteros!
Ivo, el hijo de su posadera le precedía portando una antorcha. Contaba nueve años de edad y sentía una curiosidad insaciable por las maravillas de su mundo. Disputaba siempre a su hermana el honor de llevar la antorcha a Fenoglio cuando éste iba a ver a los titiriteros. Fenoglio pagaba unas monedas semanales a la madre de Ivo por una habitación bajo el tejado. A cambio, Minerva lavaba, remendaba sus ropas y cocinaba para él. En correspondencia Fenoglio contaba a sus hijos cuentos antes de acostarse y escuchaba con paciencia al tarugo cabezota de su marido. Sí, la verdad es que había hallado buen cobijo.
El niño brincaba delante de él, preso de la impaciencia. Ardía en deseos de llegar hasta las tiendas multicolores, donde la música y el resplandor del fuego penetraban a través de los árboles. Una y otra vez se volvía a mirarle, lleno de reproche, como si Fenoglio se demorase a propósito. Pero, ¿qué se figuraba? ¿Que un hombre viejo podía ser tan rápido como un saltamontes?