—Sí, lo hizo —Farid acechó a su alrededor en busca de alguna salida, de algún camino por el que la marta pudiera regresar.
Gwin empujó el hocico contra su mejilla y Meggie vio lágrimas en los ojos de Farid.
—¡Espera aquí! —dijo, y volviéndose repentinamente, se alejó con la marta.
Unos metros después, el bosque se lo había tragado como una rana a la mosca, o el buho al ratón, y Meggie se quedó completamente sola en medio de las flores, algunas de las cuales también crecían en el jardín de Elinor. Pero aquello no era el jardín de Elinor. Ni tampoco el mismo mundo. Esta vez no podía cerrar el libro sin más para regresar a su habitación, al sofá que olía tanto a Elinor. El mundo de detrás de las letras era enorme —¿acaso no lo había sabido siempre?—, tan enorme como para perderse en él hasta el fin de los tiempos… y sólo una persona podía escribirle el camino de regreso: un anciano del que Meggie ni siquiera sabía dónde vivía en ese mundo creado por él. Ni siquiera sabía
si
vivía. ¿Podía vivir ese mundo si su creador estaba muerto? ¿Por qué no? ¿Deja de existir un libro sólo porque haya muerto su autor?
«¿Qué he hecho?», pensaba Meggie mientras permanecía quieta esperando el regreso de Farid. «Mo, ¿qué he hecho? ¿No puedes venir a buscarme?»
«Al despertar, supe que él se había ido. Supe en el acto que se había ido. Cuando quieres a alguien, esas cosas se saben.»
David Almond
,
En el lugar de las alas
Mo supo en el acto que Meggie se había ido. Lo supo en cuanto llamó a su puerta y le contestó el silencio. Resa, abajo, en la cocina, ponía la mesa del desayuno con Elinor. El tintineo de los platos subió hasta él, pero apenas lo oyó, estaba simplemente allí, ante la puerta cerrada con llave, escuchando los latidos de su corazón, demasiado fuertes, demasiado veloces.
—¿Meggie?
Apretó el picaporte, pero habían echado la llave. Meggie nunca cerraba, jamás.
Su corazón latía desbocado. El silencio detrás de la puerta le resultaba aterradoramente familiar. Justo así había resonado antaño en sus oídos, cuando gritó el nombre de Resa, una y otra vez. Había tenido que esperar la respuesta diez años.
Otra vez, no. Dios mío, por favor, otra vez, no. Meggie, no.
Parecía como si oyera susurrar al libro detrás de la puerta, a la maldita historia de Fenoglio. Creía oír pasar las páginas, voraces como dientes descoloridos.
—¿Mortimer? —inquirió Elinor a su espalda—. Se están enfriando los huevos. ¿Dónde andáis? ¡Cielo santo! —lo miró preocupada y le cogió la mano—. ¿Qué te ocurre? Estás pálido como un cadáver.
—¿Tienes una copia de la llave de la habitación de Meggie, Elinor?
Ella comprendió en el acto. Sí, al igual que él, Elinor ainó en el acto lo sucedido tras la puerta cerrada, seguramente la noche anterior, mientras todos ellos dormían. Ella le apretó la mano. Después dio media vuelta sin decir palabra y se apresuró escaleras abajo. Mo, apoyado contra la puerta cerrada, oyó a Elinor llamando a Darius, buscar la llave mascullando denuestos, y miró fijamente los libros que se alineaban en las estanterías de Elinor por el largo pasillo. Resa subió las escaleras como una exhalación, con la cara pálida. Le preguntó qué había sucedido, con sus manos aleteando como pájaros asustados. ¿Qué podía responderle? ¿Es que no te lo imaginas? ¿No le has hablado con harta frecuencia de eso?
Volvió a bajar el picaporte, como si su gesto pudiera cambiar las cosas. Meggie había cubierto con citas la hoja de la puerta. Ahora le parecían fórmulas mágicas, escritas con mano infantil sobre la laca blanca.
¡Llevadme al otro mundo! ¡Vamos, hacedlo ya! Sé que podéis. Mi padre me ha enseñado cómo.
Qué extraño que a uno no se le parase el corazón de tanto dolor. Pero tampoco se había detenido diez años antes, cuando las letras se habían tragado a Resa.
Elinor lo apartó a un lado y con dedos temblorosos deslizó la llave en la cerradura con impaciencia. Irritada, gritó el nombre de Meggie… como si ella no supiera también hacía mucho lo que le aguardaba detrás de la puerta: el silencio, el mismo silencio que aquella noche que le había enseñado a temer a su propia voz.
Entró el último en la habitación vacía, vacilante. isó una carta sobre la almohada de su hija.
Queridísimo Mo…
No siguió leyendo, no quería saber nada de las palabras que le partirían a dentelladas el corazón. Mientras Resa cogía la carta, él miró en torno suyo, buscó con los ojos otra hoja, la hoja que había traído el chico, pero no consiguió encontrarla en ninguna parte. «¡Pues claro que no, majadero!», se dijo. Ella se la ha llevado, al fin y al cabo tenía que sostenerla en la mano mientras leía. Sólo años más tarde supo por Meggie que la hoja de Orfeo continuaba en la habitación de su hija, dentro de un libro, ¿dónde si no? En su libro de Geografía. ¿Qué habría sucedido si la hubiera encontrado? ¿Habría seguido a Meggie? No, seguramente no. Para él la historia había previsto otro camino más tenebroso, mas duro.
—¡A lo mejor se ha largado con el muchacho! Las chicas de su edad hacen esas cosas. Yo entienda poco de esos asuntos, pero…
La voz de Elinor le llegaba muy lejana. En respuesta, Resa se limitó a entregar a Elinor la carta que esperaba encima de la almohada.
Meggie se había ido.
Ya no tenía hija.
¿Regresaría igual que su madre? ¿Rescatada del mar de las palabras por alguna voz? ¿Cuándo? ¿Al cabo de diez años como Resa? Entonces sería adulta y a lo mejor ni siquiera la reconocía. Todo se difuminó ante sus ojos: los útiles escolares de su hija colocados sobre la mesa junto a la ventana, sus ropas, cuidadosamente colgadas del respaldo de la silla como si efectivamente pretendiera regresar, sus animales de peluche justo al lado de la cama, aunque hacía mucho tiempo que no los necesitaba para conciliar el sueño, sus caras peludas calvas de tantos besos… Resa rompió a llorar con la mano apretada contra su boca muda. Mo intentó consolarla, pero cómo, con la desesperación que asolaba su corazón…
Se volvió, apartó a Darius que estaba en la puerta abierta con apenada mirada de lechuza y cruzó a su despacho, donde aún se apilaban entre sus recibos las malditas libretas de notas. Las tiró de la mesa de un empujón, uno tras otro, como si de ese modo pudiera silenciar las palabras, todas las malditas palabras que habían embrujado a su hija, llevándosela lejos como el flautista de Hamelín en el cuento, a un lugar al que no había podido seguir a Resa. Mo se sentía como si estuviera viviendo de nuevo la misma pesadilla, pero esta vez ni siquiera disponía del libro en cuyas páginas buscar a Meggie.
Más tarde, cuando se preguntó cómo había soportado el resto de aquel día sin enloquecer, no supo responder. Sólo recordaba que había vagado horas por el jardín de Elinor, como si pudiera encontrar allí a Meggie, en algún lugar debajo de uno de los viejos árboles bajo cuya copa tanto le gustaba leer a su hija. Cuando se abatió la oscuridad, fue en busca de Resa. La encontró en el cuarto de Meggie, sentada en la cama vacía y mirando fijamente las tres diminutas criaturas que describían círculos junto al techo, como si buscasen allí la puerta por la que habían entrado. Meggie había dejado la ventana abierta, pero ellas no salieron volando, quizá porque la noche negra y desconocida las aterrorizaba.
—Elfos de fuego —dijeron las manos de Resa cuando se sentó a su lado—. Hay que ahuyentarlos si se posan encima de tu piel, o te quemarán.
Elfos de fuego. Mo recordaba haber leído algo al respecto. En el libro. Ya sólo parecía existir un único libro en el mundo.
—¿Por qué son tres? —preguntó él—. Uno por Meggie, otro por el chico…
—Creo que la marta también se ha ido —contestaron las manos de Resa.
Mo estuvo a punto de soltar una carcajada. Pobre Dedo Polvoriento, evidentemente no conseguía librarse de la mala suerte. Mo, sin embargo, no sentía piedad por él. Esta vez, no. Sin Dedo Polvoriento no habrían existido las palabras sobre la hoja de papel, y sin ellas no habría perdido a su hija.
—¿Crees que al menos le gustará estar allí? —preguntó colocando la cabeza en el regazo de Resa—. Al fin y al cabo a ti te gustó, ¿verdad? Al menos eso le contabas una y otra vez.
—Lo siento —dijeron sus manos—. Lo siento mucho.
Pero él sujetó sus dedos.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó en voz baja—.
Yo
traje a casa el maldito libro, ¿acaso lo has olvidado?
Después ambos enmudecieron. Contemplaron en silencio a los pobres elfos perdidos, que en cierto momento salieron volando al exterior, a la noche desconocida. Cuando sus cuerpos diminutos desaparecieron en la negrura como chispas ardiendo, Mo se preguntó si Meggie vagaba en ese momento por una noche igual de negra. Ese pensamiento provocó sueños tenebrosos.
«Vosotros, gentes con corazón», comentó él una vez, «poseéis algo que os dirige, y por eso no debéis obrar mal. Yo vivo sin corazón (…) y por eso he de ser muy cuidadoso.»
L. Frank Baum
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El mago de Oz
El día de la desaparición de Meggie, el silencio volvió a adueñarse de la casa de Elinor, pero era diferente de los días en que los libros habían sido los únicos compañeros de Elinor. El silencio que ahora inundaba pasillos y habitaciones destilaba tristeza. Resa lloraba mucho y Mortimer callaba, como si el papel y la tinta no sólo hubieran engullido a su hija, sino también las palabras. Pasaba gran parte del tiempo en su taller, comía poco y apenas dormía… Al tercer día, Darius fue a ver a Elinor, muy preocupado, para informarla de que estaba empaquetando sus herramientas.
Cuando Elinor entró en el taller, sin aliento porque Darius la había arrastrado demasiado deprisa, Mortimer estaba tirando con descuido en una caja los sellos de oro que siempre cogía con exquisito cuidado, como si fueran de cristal.
—¿Qué demonios estás haciendo? —inquirió Elinor.
—¿Tú qué crees? —preguntó él a su vez, y empezó a recoger su cajón de impresos sin encuadernar—. Me buscaré otro oficio. No pienso volver a tocar un solo libro, malditos sean todos ellos. Que otros lean sus historias y les remienden la ropa. Yo ya no quiero saber nada de ellos.
Cuando Elinor intentó acudir a Resa en busca de ayuda, ésta se limitó a menear la cabeza.
—Bueno, es comprensible que esos dos ya no sirvan para nada —constató Elinor mientras compartía con Darius otro desayuno solitario—. ¿Cómo habrá podido Meggie hacerles eso? ¿Qué pretendía, romper el corazón a sus pobres padres? ¿O quería demostrar para siempre jamás que los libros son peligrosos?
Darius dio la callada por respuesta, igual que había hecho los tristes días precedentes.
—¡Por los clavos de Cristo, todos callan como peces! —rugió Elinor—. ¡Hemos de hacer algo para traer de vuelta a esa mema! Cualquier cosa. Dios mío, no puede ser tan difícil. Al fin y al cabo bajo este techo viven nada menos que dos lenguas de brujo.
Darius la miró asustado y se atragantó con el té. Hacía tiempo que no había utilizado su don, porque seguramente le parecía una pesadilla y no deseaba que se lo recordasen.
—Vale, vale, tú no tienes que leer —le tranquilizó Elinor con rudeza.
¡Ay, Señor, esa medrosa mirada de lechuza! Le habría gustado sacudirlo.
—¡Mortimer puede hacerlo! ¿Pero qué va a leer? ¡Piensa, Darius! Si queremos traerla de vuelta, ¿deberá ser algo sobre el Mundo de Tinta o sobre nuestro mundo? Ay, estoy completamente confundida. A lo mejor podíamos escribir algo nosotros, algo similar a esto:
Érase una vez una mujer gruñona, de mediana edad, llamada Elinor, que sólo amaba sus libros hasta que un buen día se mudaron a vivir a su casa su sobrina con su marido y su hija. A Elinor le gustaba, pero un buen día la hija partió a un viaje estúpido, muy estúpido, y Elinor juró que regalaría todos sus libros a cambio del regreso de la niña. Los guardia todos en enormes cajas y, al llegar al último, Meggie volvía a pasear por…
¡Dios santo, no me mires con tanta compasión! —increpó a Darius—. Yo al menos lo intento. Y tú mismo lo repites sin parar: Mortimer es un maestro, únicamente necesita unas cuantas frases.
Darius se enderezó las gafas.
—Sí, únicamente unas cuantas frases —repitió con su voz dulce e insegura—. Pero tienen que ser frases que describan un mundo, Elinor. Tiene que brotar música de las palabras. Han de estar tan estrechamente entrelazadas que la voz no se caiga a través de ellas.
—¡Bobadas! —replicó Elinor con tono desabrido, pese a que sabía de sobra que él tenía razón.
En cierta ocasión, Mortimer había intentado explicarle de un modo similar el gran enigma por el que no toda historia despertaba a la vida. Pero ella se negaba a oírlo, ahora, no. «¡Maldita seas, Elinor!», pensó. «Tres veces maldita por todas las noches que te has pasado imaginando con esa niña mentecata lo bueno que sería vivir en ese otro mundo, entre hadas, duendes y hombrecillos de cristal.» Habían sido muchas noches, muchísimas, y cuántas veces se había mofado de ella Mortimer cuando asomaba enojado la cabeza por la puerta preguntando si no podían hablar de otra cosa que de bosques impenetrables y hadas de piel azulada.
«Bueno, al menos Meggie sabe todo lo necesario sobre ese mundo», se dijo Elinor mientras se limpiaba las lágrimas de las pestañas. «Sabe que tiene que cuidarse de Cabeza de Víbora y de su Hueste de Hierro, que no debe internarse mucho en el bosque porque seguramente la devorarán, la despedazarán o la pisotearán. Y que es preferible no levantar la vista al pasar junto a una horca. Sabe que tiene que inclinarse ante un príncipe a caballo y que aún puede llevar el pelo suelto porque es una niña…» ¡Maldita sea, las lágrimas afloraron de nuevo! Mientras Elinor se las enjugaba del rabillo del ojo con una punta de su blusa, sonó el timbre de la puerta.
Muchos años después continuaba reprochándose la estupidez que cometió al no mirar por la mirilla antes de abrir. Como es natural, suponía que Resa o Mortimer estarían delante de la puerta. Natural… Estúpida Elinor. Ay, que tonta. No reparó en su error hasta que hubo abierto la puerta y el desconocido se plantó ante ella.
No era muy alto y estaba muy bien alimentado, con la piel pálida y cabellos de un color rubio desvaído. Los ojos detrás de las gafas sin montura miraban levemente asombrados con la inocencia de un niño. Cuando Elinor asomó la cabeza por la puerta abrió la boca, pero ella le interrumpió.