Salamina (78 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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—¿Por qué ya no quieres estar con papá? —le preguntaba de vez en cuando. Sabía que Temístocles no era su padre natural, pero no se acordaba de Jasón ni conservaba memoria alguna de su vida en Eretria.

—Es un asunto muy complicado. Algún día te lo explicaré.

—Yo quiero volver a casa. Ésta es muy pequeña, y además está sucia.

—¡Pues ayuda tú a limpiarla, señorita! Mnesífilo no tiene dinero para pagar tantos esclavos como Temístocles. Pero debemos agradecerle que nos brinde su hospitalidad.

—Pero si yo se lo agradezco, mamá. Es que no entiendo por qué vivimos aquí, teniendo una casa mucho más grande.

Apolonia tenía tentaciones de contarle la verdad, pero no le parecía bien. Aunque no se lo quisiera reconocer a sí misma, en su interior sentía que si lo hacía traicionaría a Temístocles. ¿Traicionarlo? ¡Él era el traidor!

Las pequeñas también le preguntaban, pero resultaba más fácil engañarlas. Su padre estaba de viaje, algo que era muy frecuente, y ellas se habían mudado allí porque había una guerra y estaban más seguras. Lo malo era que después no tenía más remedio que explicarles en qué consistía una guerra. ¿Cómo hacerlo si ella misma no lo entendía? Hombres clavando hierros en las tripas de otros hombres, hombres violando mujeres, hombres incendiando casas, talando árboles, aniquilando todo lo que era hermoso. ¿Por qué tanto odio y destrucción si la vida era tan breve?

—¿Seguro que no quieres más vino? —preguntó Mnesífilo.

—No, gracias. No me parece...

—¿Decoroso?

—Sí, eso es.

—¡Qué más da hoy! Estás con un viejo amigo. Por una noche, puedes dejar que el vino te regocije el corazón.

El bisnieto de Solón solía moderarse, pero en esta velada había vaciado la copa más de cinco veces, y tenía los ojos brillantes y la punta de la nariz colorada. Apolonia pensó que Mnesífilo tenía razón y que necesitaba algo que le deshiciera el nudo que se le había formado en el pecho y apenas le dejaba respirar. Ella misma se rellenó la copa. Había enviado a File a dormir, pues era muy tarde.

—Dime una cosa, Mnesífilo. ¿No te preocupa tenerme en tu casa?

—¿Por qué iba a preocuparme? De lo único que tengo miedo en esta vida es de obrar mal. Y sé que ahora no lo estoy haciendo.

—Temístocles puede ponerse furioso contigo. Si no me hubieses brindado tu hospitalidad, yo no tendría más remedio que volver al Pireo con él.

—Por eso te ofrecí mi casa. No es justo dejar sin opciones a una persona. Cuando decidas volver con Temístocles, debe ser por tu libre voluntad, no porque dependas de él.

Apolonia pensó que tampoco dependía del todo de Temístocles. Con su peculio tal vez podría comprar o alquilar una casita en Atenas. El caso era que le gustaba más el Pireo, porque estaba al lado del mar. Pero eso significaría vivir demasiado cerca de Temístocles. No, mejor Atenas. Tejía bien, y rápido. Entre ella y File, con la ayuda de Nesi, podrían confeccionar túnicas, mantos, cortinas y tapetes, y venderlos en el Ágora. Eso, junto con el dinero que aún conservaba de Eretria, les daría lo suficiente para vivir sin mendigar la caridad de nadie.

Pero ¿cómo casaría a Nesi, que se acercaba a la edad núbil? ¿Y a Italia y a Síbaris cuando crecieran? No podía darles una dote decente a las tres. Por un momento se imaginó a sus pequeñas convertidas en concubinas o hetairas y sacudió la cabeza con rabia.

—Ya me las arreglaré —respondió, más a sus propios pensamientos que a las palabras de Mnesífilo—. No pienso volver con él.

—Está muy arrepentido. No te haces idea de cuánto le ha torturado siempre que llegaras a saber lo... Bueno, lo que pasó.

—Debería habérmelo confesado. ¡Tuve que enterarme por boca de Cimón!

—¿Le habrías perdonado si te lo hubiese dicho él?

—¡No!

—¿Ves? Por eso no se atrevía a contártelo. Tenía miedo de perderte.

—¿Y por qué iba a tenerlo? Él es el gran Temístocles.

—Porque te ama.

Apolonia iba a beber, pero se detuvo con la copa en los labios. Su corazón se aceleró, y se odió a sí misma por ello.

—Nunca me lo ha dicho.

—No es dado a demostrar sus emociones, sobre todo si son tan nobles como el amor. —Mnesífilo soltó una carcajada—. A veces da la impresión de que le avergüenza albergar buenos sentimientos.

—Pero ¿de verdad lo crees capaz de albergar buenos sentimientos? ¡Mira lo que hizo con mi patria!

—No fue una decisión fácil, créeme. Antes de aconsejar a Milcíades sopesó en un platillo de la balanza las ventajas para Atenas y en otro los peligros. Y decidió que si nuestra ciudad ayudaba a la vuestra, podía acabar destruida. Me temo que quizá tenía razón.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Si hubiéramos cruzado el estrecho para socorreros, tal vez los persas habrían arrasado dos ciudades en lugar de una sola.

—Hablas con tanta frialdad como él. ¡En Eretria vivía gente! Miles de personas que murieron o que fueron esclavizadas. —Los ojos de Apolonia se empañaron. Quería creer que estaba derramando esas lágrimas por el destino de Eretria, no por Temístocles.

—No soy tan frío, Apolonia. Sólo intento comprender la forma de pensar de Temístocles. Él lo ve todo desde las alturas, como un dios. Es un don para él, pero también una maldición. No he conocido a otro hombre igual. Es capaz de tomar decisiones en el momento sin apenas tiempo para reflexionar, pero también sabe prever con más antelación y exactitud que nadie lo que puede ocurrir. Creo que los dioses han creado a Temístocles para salvarnos en este momento de tribulación. —Mnesífilo dio un trago de su copa y añadió—: No me puedo creer que yo haya dicho esto. Está claro que el vino suelta la lengua y aligera la mente. Demasiado.

—Temístocles será todo lo inteligente que tú quieras —dijo Apolonia—. Pero trata a las personas como si fueran cuentas de su ábaco o calderilla de cobre de la que se puede prescindir. ¡Eso no está bien!

—Puede parecer que actúa así, Apolonia, pero no es verdad. Pregúntales a los hombres que han servido bajo su mando. Pregúntale a Arifrón, que estaba a punto de desmoronarse de pavor en la batalla. Gracias a la comprensión de Temístocles, es ahora un hombre respetado en toda la ciudad y gobierna su propio trirreme. O habla con los tripulantes de los barcos que ha capitaneado Temístocles. Todos te dirán que no quieren servir con otro jefe.

—No me digas ahora que conoce todos los nombres de sus remeros, porque lo sé. No lo hace porque le interesen de verdad las vidas de los demás, sino porque sabe que eso le da popularidad.

—En parte tienes razón, Apolonia. Pero a fuerza de fingir que se preocupa por los demás, ha acabado preocupándose de verdad.

Siguieron discutiendo sobre Temístocles largo rato, y vaciaron otra jarra de vino. Conforme los vapores de Dioniso nublaban sus mentes, razonaban en círculos cada vez más cerrados y repetían, una y otra vez, los mismos argumentos. Luego, en cierto momento, Mnesífilo le preguntó a Apolonia por qué ya no subía a la Acrópolis como antes.

—No quiero rezarle a Atenea —contestó ella.

Le guardaba rencor a la diosa, aunque no se atrevía a expresar ese pensamiento en voz alta por temor a un castigo divino. Volvió a contarle a Mnesífilo el sueño que la había impulsado a huir de Eretria. Ya habían hablado de él antes. Pero en otras ocasiones Apolonia encontraba un dulce placer en referirle a su amigo cómo Atenea le había dicho que buscara el barco de Temístocles, mientras que ahora se sentía engañada.

—¿Cómo pudo decirme Atenea que buscara al verdugo de mi ciudad?

—El verdugo de tu ciudad fue Darío, Apolonia, igual que ahora Jerjes pretende serlo de Atenas. Las personas que no impiden que se lleve a cabo una acción injusta cuyo origen parte de la voluntad de... —Mnesífilo aventó su propio argumento con un manotazo—. Estoy borracho. No era eso lo que quería decir.

—¿Y qué querías decir?

—Que lo importante es que Atenea te dijo que debías ir con Temístocles. Si así lo han dictado los dioses, no puedes huir de tu destino.


¡Apolonia!

Abrió los ojos. Una silueta delgada se recortaba entre las sombras. Llevaba un sombrero de viaje y un caduceo. Apolonia pensó que Atenea había escuchado sus palabras y sus pensamientos y había decidido abandonarla del todo. Por eso, en lugar de ella se le acababa de aparecer Hermes, el heraldo de los dioses.

—Tengo un mensaje para ti.

Apolonia recordaba perfectamente que cuando soñó con Atenea estaba paralizada. Ahora, sin embargo, logró incorporarse, aunque al hacerlo la cabeza le dio vueltas. El manto se le había resbalado y se tapó con él, porque se sentía destemplada. Qué falta de decoro, pensó, haberse quedado dormida allí mismo, en el diván del comedor, como hacían los varones en sus simposios.

A Mnesífilo le había pasado lo mismo. Se incorporó frotándose los ojos y apretándose la cabeza. Con la cara hinchada y los ralos cabellos revueltos, aparentaba más edad de la que realmente tenía.

—Fidípides... —dijo—. ¿Qué haces tú aquí? ¿Quién te ha abierto la puerta? ¿Ya es de día?

—Hazme las preguntas de una en una y te contestaré.

Mientras Mnesífilo repetía las preguntas y Fidípides las respondía —venía a traer un mensaje de Temístocles, le había abierto Sicino y no, aún no había amanecido—, Apolonia bebió directamente de la hidria que contenía el agua que se mezclaba con el vino. Era cierto que Dioniso soltaba las lenguas y abría los corazones, pero luego se tomaba su venganza.

—¿Y cuál es el mensaje de Temístocles? —preguntó Mnesífilo.

—Los persas han derrotado a los espartanos en las Termópilas. Leónidas ha muerto.

A Apolonia le afectó más enterarse de la muerte del rey que pensar que la barrera que podía contener la invasión persa había caído. Sólo había visto una vez a Leónidas, pero le pareció un hombre muy afable. Hablaba de su esposa y de sus nietos con mucho cariño, casi con dulzura. Lo último que habría esperado en un espartano.

Pero las malas noticias no habían terminado. Según Fidípides, aunque los atenienses intentaban convencerse a sí mismos de que habían plantado cara a la flota enemiga, lo cierto era que los persas también los habían derrotado por mar.

—Tenían demasiados barcos —dijo el mensajero—. Es imposible enfrentarse a tantas naves a la vez.

—¿Y qué va a pasar entonces? —preguntó Apolonia.

—Temístocles dice que hay que evacuar la ciudad.

Huir otra vez,
pensó Apolonia.

Fidípides les explicó que había venido con la nave mensajera
Angelia.
Sus tripulantes habían remado día y noche para llegar cuanto antes, comiendo pan de cebada empapado en vino y aceite de oliva sin dejar de bogar. Cuando alcanzaron las costas del Ática al anochecer, a Fidípides se le ocurrió que, si desembarcaba en Maratón, podía llegar a Atenas antes que el barco. Por el camino se dedicó a avisar a los vigilantes de los demos para que comunicaran a sus convecinos las malas noticias y la orden de evacuación general.

—Ahora tengo que presentarme ante los prítanos de guardia. Pero he pasado antes por aquí porque tengo que darte una cosa, Apolonia.

Al dirigirse a ella, Fidípides siempre atemperaba su habitual sequedad. En una ocasión, Apolonia le había preguntado a aquel misántropo por qué no se casaba. Aunque Temístocles estaba delante, el mensajero contestó sin vacilar:
«Porque sólo conozco a una mujer que valga la pena en esta ciudad,
y
eres tú».
Lo que en otros hombres habría parecido un intento de galanteo, en Fidípides sonó como la escueta enunciación de un hecho, y Temístocles y ella no tuvieron más remedio que reírse.

Ahora, Fidípides le entregó una bolsita de cuero.

—Esto me lo ha dado Temístocles para ti. Me ha dicho que era muy importante. Parecía preocupado de verdad. Por eso me he pasado por aquí antes de informar a los miembros del consejo.

Apolonia abrió la bolsa. Dentro estaba la lámina de oro que Temístocles llevaba al cuello.

—¿Te ha dado algún mensaje para mí?

—Uno que no entiendo. —Fidípides frunció el ceño, recordando—.
«Dile a Apolonia que se quede con esto. Ella merece más que yo estar con los bienaventurados».

A Apolonia se le hizo un nudo en la garganta. Incluso a cientos de kilómetros, Temístocles sabía cómo manipularla. Primero le había dejado a Sicino para demostrar que le importaba más la seguridad física de ella que la suya. Y ahora, al entregarle la lámina con las instrucciones del maestro órfico, le estaba diciendo que también prefería salvar el alma de Apolonia, aunque eso le supusiera a él morar el resto de la eternidad entre las sombras del Hades.

Sí, aunque estuviera lejos, Temístocles sabía cómo hacerle daño. Apolonia apretó la lámina de oro contra su pecho y lloró, porque no podía dejar de amar a ese hombre.

Pero eso no quería decir que volviera con él. Según el decreto aprobado casi un mes antes, las mujeres y los niños irían a Egina y Trecén. Apolonia trató de recordar cuál de las dos ciudades estaba más lejos.

Evacuación del Atica

Al ver que sus aliados pensaban sólo en proteger el Peloponeso y que su intención era reunir sus fuerzas más allá del Istmo y cerrar éste con un muro de mar a mar, los atenienses se sintieron indignados por esta traición y desalentados y abatidos por verse abandonados. La idea de enfrentarse contra un ejército de tantos miles de hombres ni se les pasaba por la cabeza. La única posibilidad que les quedaba —abandonar la ciudad y confiar su destino a los barcos— no convencía a casi nadie: no entendían cómo se iban a salvar si abandonaban los templos de sus dioses y los sepulcros de sus padres.

Temístocles, desesperado ya de persuadir a la multitud con argumentos humanos, actuó como en las tragedias, y por medio de tramoya les hizo ver oráculos y señales de los dioses. Así, se sirvió como presagio de la serpiente del santuario de la Acrópolis, que desapareció en aquellos días. Los sacerdotes, al encontrar intactas las ofrendas que le dejaban cada día, anunciaron a la muchedumbre —siguiendo instrucciones de Temístocles— que la diosa había abandonado la ciudad y que les señalaba el camino hacia el mar[...]

Cuando toda la ciudad de Atenas se echó al mar, unos sufrían viendo aquel espectáculo y, en cambio, otros se sentían maravillados por la audacia que les hacía enviar a sus hijos a otro lugar mientras ellos mismos, insensibles a lágrimas y lamentos, cruzaban hacia la isla de Salamina. También movían a compasión muchos ciudadanos a los que habían tenido que abandonar por su avanzada edad. Algunos animales domésticos y de compañía, mostrando un cariño conmovedor, corrían junto a sus amos aullando de pena al verlos embarcarse. Entre éstos, se cuenta que el perro de Jantipo, padre de Pericles, no pudo soportar que su amo lo abandonara y, arrojándose al mar, llegó nadando junto al trirreme hasta Salamina, donde no tardó en morir de agotamiento. Y se dice también que el lugar que hasta hoy día se llama «túmulo del perro» es su tumba.

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