Salamina (74 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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—Mañana tenemos que sacar toda la flota, y hacerlo pronto. Como muy tarde, a la hora en que se llena el Ágora.

—Es un riesgo inaceptable. Mis órdenes son no correr peligros innecesarios —contestó Euribíades.

—Todos hemos recibido órdenes: de los consejos de la ciudad, de los representantes de la Alianza Helénica. Hasta de nuestras esposas. —Como era de esperar, Euribíades no le rió la broma. Temístocles no se arredró por ello y continuó—: Pero tus éforos y tu consejo de ancianos están a cientos de kilómetros de aquí, y además tierra adentro. La responsabilidad de tomar decisiones está en tus manos, Euribíades. Si la flota persa se congrega al completo, en estas aguas tan abiertas no tendremos ninguna opción contra ellos. Hay que atacar mañana en una ofensiva general y hundir o capturar al menos sesenta o setenta barcos. Si no, sólo seguiremos dando picotazos de mosquito en la piel de un elefante.

—¿Y si ya se han congregado? Podemos perder toda la flota en un solo día.

En opinión de Temístocles, no podía ser buen jugador quien no estuviese dispuesto a arriesgarlo todo en una sola apuesta. Pero en Esparta la ley prohibía el juego. Incluso el uso del dinero estaba proscrito y, en teoría, comerciaban recurriendo a enormes y engorrosos lingotes de hierro para evitar el excesivo enriquecimiento y la corrupción.

Según le había explicado Pausanias, todos los ciudadanos de pleno derecho, los auténticos espartanos conocidos como los Iguales, poseían lotes de tierra heredados de sus antepasados. Esas tierras se las cultivaban los ilotas a los que tenían sometidos, y de ellas obtenían lo justo para llevar una vida frugal y mantener a sus familias. De ese modo no se veían obligados a trabajar y podían dedicar todo su tiempo a la milicia. Pero, con el tiempo, un reducido grupo de espartanos había acumulado propiedades de forma más o menos encubierta. Algunos ciudadanos se arruinaban por no poder contribuir a los
syssitía,
los banquetes comunales de los guerreros. Otros morían sin hijos, o tan sólo dejaban hijas que heredaran sus propiedades. La élite disimulada de los nuevos oligarcas se las arreglaba para acaparar en sus manos todas aquellas fincas, sobornando a los éforos para que miraran hacia otro lado.

Y Euribíades era uno de ellos.

—En Esparta hay mucha más corrupción de la que sospechas —le dijo Pausanias al despedirse de él tras la última reunión de la Alianza—. Ponle a cualquier espartano, a mí el primero, unas cuantas monedas de oro delante y lo verás correr como un perro detrás de un palo.

—¿Y Euribíades? ¿Qué me dices de él?

—Euribíades es de los más corruptos. ¿Ves la mano que le falta? La perdió en una batalla, pero en Esparta corre la historia de que se le engangrenó de tanto esconder en ella la plata de los sobornos.

Con la mentalidad de jugador que le faltaba al espartano, Temístocles había decidido apostar fuerte.

—¿Hay alguien en la bodega, Euribíades? —dijo.

—En este momento, no.

—¿Podemos bajar un momento?

Euribíades miró con desconfianza a Euforión.

—Está bien. —Se volvió hacia Damocles, el fornido ilota que lo escoltaba en todo momento, y le dijo que los acompañara.

Bajaron a la sentina y se sentaron sobre los bancos de los talamitas. Aquella bodega olía incluso peor que las de los trirremes atenienses. Temístocles pensó que no le vendría mal que la fregaran y rasparan con cepillos de raíces. Pero en lugar de criticar la higiene de la flota espartana, le dijo a Euforión que se quitara el escudo. Después le descolgó la bolsa de piel, desató el nudo que la cerraba y mostró su contenido a Euribíades. A la luz de la lámpara que llevaba el ilota, el oro de los daricos se reflejó en los ojos del almirante.

—¿Qué es esto?

—Medio talento de oro. Para ti.

Tras mucho regatear, había conseguido que Escilias le diera aquellos daricos a cambio de cinco talentos de plata. Temístocles había traído consigo los diez que le devolvió Cimón, pensando que tendría que sobornar algunas voluntades. En concreto, la de Euribíades.
Esta maldita guerra me va a arruinar,
se dijo. Su ecónomo le había dicho que entre los gastos de Delfos y el dinero aportado de su propio peculio para los barcos había consumido más de la mitad de su hacienda. Temístocles lo sabía de sobra, pues no perdía la cuenta de un cobre, pero prefería no pensar en ello hasta que tuviera ocasión de recuperar su fortuna.

Al parecer, había acertado en su apuesta. Euribíades sonrió. Su rostro se transformó al hacerlo. Un sátiro no habría mirado a una ninfa desnuda con tanta lujuria. Metió la mano derecha en la bolsa y sacó un puñado de daricos.

—Ahora empezamos a entendernos —dijo, con una cruda sinceridad que sorprendió a Temístocles.

Mejor será que arreglemos esto cuanto antes,
pensó. Si le daba tiempo a Euribíades para pensar, podía avivársele la codicia y tal vez decidiría extorsionarlo un poco más.

Quiero que hagas caso a mis consejos —le dijo—. Puedes fingir que te opones a ellos ante los demás generales, pero en la justa medida para disimular. Después has de ceder.

—El almirante supremo soy yo, no tú —respondió Euribíades, pero los ojos no se le despegaban de las monedas marcadas con el troquel de Darío.

—Nadie afirma lo contrario. Yo tengo asesores que me aconsejan en materias en las que soy profano. A ellos les pago. En cambio, tú puedes disfrutar de mis servicios gratis. E incluso —añadió, señalando la bolsa de oro—, recibiendo una pequeña donación.

—Con esto no será suficiente —dijo Euribíades, apartando por fin la mirada de los daricos.

Me lo imaginaba
.

—Habrá más. Otros tres talentos de plata. Pero sólo cuando esto acabe.

—No me convences, ateniense. Las guerras no se acaban nunca.

—Ésta lo hará, créeme. Para bien o para mal.

Temístocles dejó a Euribíades contando esas monedas que tan prohibidas estaban en Esparta. Aún tenía otra visita que hacer. Adimanto mandaba cuarenta barcos y, por su experiencia marinera, poseía más predicamento entre sus colegas del Peloponeso que el propio Euribíades. Por más que a Temístocles le doliera la bolsa y que su ecónomo jurara en nombre de Hermes que a ese paso iban a quedarse en la ruina, Adimanto también tendría que llevarse su regalo.

Al amanecer, al mismo tiempo que en las Termópilas Megistio vaticinaba la muerte de los espartanos, el sacerdote ateniense Nicipo examinó el hígado del cordero que acababa de sacrificar y comprobó que sus vísceras no auguraban ninguna desgracia. Después, los catorce generales de la flota aliada se reunieron junto al altar erigido en honor de Ártemis la cazadora. Temístocles expuso su plan. Atacar con todas las naves a los persas, sin reservar ninguna.

—¡Es una locura! —se opuso Euribíades, con tal vehemencia que hizo dudar a Temístocles. ¿Estaba representando su papel o haciéndole una jugarreta?—. Tenemos que dejar naves de reserva. Por lo menos treinta o cuarenta trirremes.

—Si es para reforzar nuestra retaguardia y acudir donde más falta hagan, estoy de acuerdo —respondió Temístocles—. Pero para eso habrá que botarlos igualmente. Si se quedan varados en la playa no nos servirán de nada.

El cielo estaba despejado. De momento, la brisa refrescaba, pero el día prometía ser muy caluroso. Temístocles miró hacia el este. El reflejo del sol en el agua lo deslumbró, de modo que volvió la vista a su izquierda para comprobar que el oleaje era suave. No se veían cabrillas en el agua.

—Hace un tiempo excelente para los remeros. Debemos aprovecharlo.

—Si la mar está tranquila —intervino Sátiro, el general de la isla de Ceos—, deberíamos tener en cuenta lo que discutimos ayer. Quince soldados a bordo son muy pocos. Los barcos enemigos llevan treinta infantes de cubierta. A veces incluso más.

—Eso ya lo hemos discutido —respondió Temístocles—. Nuestras cubiertas no están preparadas para tantos hoplitas. Además, el peso adicional entorpecerá nuestras maniobras y hará más lentas las naves.

—Si en las batallas de estos dos días hemos perdido barcos es porque los enemigos que nos abordaban tenían más hoplitas sobre el puente que nosotros —insistió Sátiro—. Yo propongo que llevemos al menos veinticinco soldados en cada nave, y mejor si pueden ser treinta.

—Eso supondría reasignar tripulaciones. Además, no tenemos hombres suficientes para equipar todos los barcos con tantos hoplitas.

—¡Razón de más para que dejemos naves de reserva aquí! —dijo Euribíades.

Temístocles intentó convencerlos de que esa reserva no serviría de nada si los trirremes no disponían de dotaciones de cubierta. Pero los generales habían arrancado a hablar todos a la vez y a razonar en círculos viciosos, y argumentos como el de Temístocles eran demasiado sutiles para tal guirigay. Por fin, tras discutir en vano durante largo rato, la propuesta de Sátiro se sometió a votación y fue apoyada por diez de los catorce generales. Aunque parecía una mayoría holgada, esos diez votos no representaban más que la sexta parte de las naves. Tanto el ejército como la flota de la Alianza funcionaban de una manera muy peculiar. Se contaba un voto por cada ciudad, aunque algunas aportaran más de la mitad de los barcos, como era el caso de Atenas, y otras, como Ceos, tan sólo dos.

Está bien. Que hagan lo que les dé la gana. Yo organizaré como quiera mis ciento ochenta trirremes,
se dijo cuando abandonó la junta. Por desgracia, al no ser almirante supremo de la flota, su autoridad ante sus colegas atenienses también se había visto mermada. Cuando se reunió con los seis generales que habían venido a Artemisio, descubrió que alguien les había informado de la reciente votación.

—Nosotros también pensamos que hay que reforzar las dotaciones de cubierta —dijo Andrónico, actuando como portavoz de los demás. —Es un error y lo sabéis.

—¡Vamos! —dijo Leócrates, primo de Arístides y general de la tribu Antióquide—. Quince hombres más en cubierta no aumentan tanto el peso de la nave, y a cambio duplican su fuerza ofensiva.

—La fuerza ofensiva de un trirreme es su espolón. Seguís pensando de forma anticuada. Esto no es Maratón. ¡Estamos en el mar!

Tampoco hubo forma de convencerlos a ellos. En reorganizar la flota transcurrió buena parte de la mañana y cuando zarparon el sol ya estaba casi en su cenit.

Finalmente llevaban doscientos cincuenta trirremes con las cubiertas atestadas de hoplitas. Las dotaciones de las otras setenta naves permanecieron en tierra no sólo guardando sus barcos, sino también los mástiles y el velamen de los que iban a participar en el combate. En una batalla naval, ningún capitán se arriesgaba a utilizar las velas, pues un golpe de viento azaroso podía arruinar cualquier maniobra en el momento más inoportuno. Por eso, antes de zarpar desmontaban los palos y, dependiendo de la urgencia de la situación, los abatían sobre la plataforma central o los bajaban a tierra para que no estorbaran los movimientos de la tripulación.

Sentados en cubierta, con los escudos sobre la tablazón y abrazados a sus propias rodillas, ya que no había otro lugar donde agarrarse, iban veinte hoplitas: los diez habituales de su dotación más diez de la
Euterpe.
En la popa, flanqueando a Temístocles y a su piloto Heráclides, había además cuatro arqueros escitas ataviados con pantalones de brillantes colores que los hacían parecer persas, aunque sus túnicas eran más cortas y de mangas más ceñidas. También se encontraba allí Fidípides, armado con su propio arco de madera de tejo. De niño, antes de convertirse en mensajero, se había ganado la vida cazando conejos y liebres por los montes del Ática, y aún conservaba la puntería.

De pie, en la pasarela baja que separaba ambas cubiertas, iban los marineros, armados con espadas, jabalinas o arcos. No era misión suya participar en el primer choque. Pero al final solían acabar involucrados, ya que sus vidas también corrían peligro si permitían que la nave cayera en poder del enemigo.

Demasiada gente a bordo,
pensó Temístocles. Sentado en su puesto, notaba en su trasero el pulso de la nave, la forma en que rompía las olas con su panza, sus virajes, el rítmico bogar de los remeros que seguían el agudo trino de la flauta. Pero también percibía los movimientos de los hoplitas sobre la cubierta. Los remeros, sobre todo los de la bancada superior, solían quejarse cuando había carreras sobre sus cabezas. Los trirremes eran tan ligeros y tenían tan poco calado que enseguida se producían balanceos o cabeceos que dificultaban su labor.

En un trirreme, como en un coro de baile, el ritmo lo era todo. Aunque tranitas, zigitas y talamitas remaban en bancos dispuestos a varias alturas, las palas prácticamente convergían en el agua, por lo que cualquier despiste o falta de coordinación provocaba choques entre ellas. En un día de verano como aquél, sin apenas viento ni mar de fondo, los remeros que iban a proa trabajaban con cierta comodidad, rompiendo una superficie lisa y sin turbulencias. Pero los que iban detrás se encontraban con aguas cada vez más picadas por los remos de sus compañeros. Y en el momento en que se levantaba un oleaje algo más fuerte, los remos empezaban a azotar el aire más veces de las que se clavaban en el agua; eso descompensaba los movimientos de la nave, provocaba más colisiones entre las palas y, a la postre, imposibilitaba el combate naval.

De momento, la superficie del mar se veía de un azul intenso y puro, sin más espuma que la que levantaban las proas y los propios remos de los trirremes. La flota se había desplegado con dos líneas de profundidad, cubriendo un frente de casi tres kilómetros. Los atenienses ocupaban el ala derecha, pero, puesto que sus barcos eran más de la mitad, eso significaba que también cubrían el centro de la formación.

Al contrario del procedimiento habitual en los combates terrestres, Temístocles no iba en el extremo derecho de su flota. Las treinta naves de su escuadra, la
Erictonia,
formaban en la parte central, donde él podía controlar mejor la situación. Por el momento los trirremes navegaban alineados, y desde el asiento de Temístocles las gráciles curvas de los codastes de popa se veían superpuestas como imágenes repetidas en espejos paralelos.

A estribor avanzaba la
Perséfone.
Su trierarca, Clinias, hijo de Alcibíades, lo saludó con la mano.

—¡Un día magnífico! —exclamó Temístocles.

—¡Ya verás qué pronto nos lo fastidian! —respondió Clinias—. ¡Mira al frente!

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