Salamina (52 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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Para Temístocles estaba claro lo que representaban las sinuosas líneas grabadas en aquel gran disco de bronce. Pero muchos de los asistentes se adelantaron en sus asientos para ver mejor, con gestos de no entender lo que tenían ante sus ojos. Se trataba de un
períodos,
un contorno de las costas de Grecia y Asia Menor. Era copia de un original en papiro de Hecateo de Mileto, el mismo geógrafo que había dibujado muchos años antes un mapa de toda la tierra. Temístocles poseía otra copia de éste, pero no se le habría ocurrido traerlo a la reunión, pues en ese mapa universal resultaba lastimosamente evidente la pequeñez de Grecia comparada con el Imperio Persa.

—Esta línea quebrada es la costa —explicó ahora Temístocles, señalando con el dedo el litoral de Tesalia—. Lo que está a la izquierda es Grecia, y lo que está a la derecha, el mar —añadió, aunque había ordenado al broncista que grabara peces y delfines en aquella zona para dejar claro que se trataba de agua.

Hubo murmullos de asentimiento, aunque los más ancianos, fuera por la edad o por miopía, no parecían tan convencidos. Temístocles señaló ahora el estrecho de los Dardanelos, entre Asia y Europa.

—Aquí, entre Sesto y Abido, es donde Jerjes hizo tender el puente de barcos. Según informes que parecen veraces, lo atravesó ya hace un mes.

—¿Es verdad que sus tropas estuvieron cruzándolo siete días? —preguntó el representante de Epidauro.

—Me temo que sí.

Ahora el rumor fue de consternación. Temístocles dejó que los consejeros hicieran sus cálculos.

Por supuesto, los demás estaban presuponiendo que el ejército de Jerjes había estado cruzando el puente esos siete días con sus noches, como un interminable río humano. Pero eso era imposible.

Aunque no había vuelto a visitarla desde hacía muchos años, Temístocles conocía bien aquella zona. Dada la escasez de agua potable y la estrechez de los caminos, era imposible que toda la Spada marchase a la vez. Por lo que le habían contado los mercaderes de trigo que viajaban a Egina y a los que habían permitido pasar bajo las secciones desmontables del puente, Jerjes había dividido su ejército en siete cuerpos. Cada uno de ellos había cruzado el puente por separado, en turnos de ocho horas al día, para dejar agua y espacio material al siguiente grupo. Esos siete cuerpos, calculaba Temístocles, formaban en marcha una inmensa serpiente de ciento cincuenta kilómetros de longitud, pero con grandes huecos entre sus secciones. El dato de los siete días y las siete columnas de marcha corroboraba sus cálculos: Jerjes traía entre ciento veinte y ciento cuarenta mil soldados, más todo el séquito de acompañantes. Y la flota aparte, claro.

Era una cifra como para poner los pelos de punta, pero los consejeros de la Alianza ya estaban hablando de millones. Al fin y al cabo, pensó Temístocles, los griegos no acostumbraban a manejar grandes cifras, y no era casualidad que para ellos
myrioi,
el número diez mil, significara también «innumerables».

No se molestó en sacarlos de su error. Cuanto más invencible creyeran que era el ejército de Jerjes, más fácil sería que se decantaran por una estrategia de contención en tierra y ofensiva en el mar.

—Ahora —dijo—, le cedo la palabra a Leónidas, nuestro jefe supremo.

Se retiró tras saludar con una inclinación de cabeza al rey espartano y volvió a sentarse junto a Cimón. En una reunión anterior, Temístocles había dibujado una versión en miniatura de ese mapa sobre una tabla de arcilla para enseñársela a Leónidas, así que esperaba que ahora se las arreglase.

El rey, en efecto, señaló directamente el triángulo que representaba el monte Olimpo.

—La primera idea fue contener a los persas aquí, entre la montaña y el mar. Pero no era un buen lugar por razones políticas y porque no ofrecía un buen campo de batalla para nuestra flota.

—¡Qué obsesión con la flota! ¡Somos hoplitas! —exclamó el representante de Tegea.

Temístocles pensó que probablemente no había visto el mar en su vida, o al menos hasta esa reunión. Hubo varios representantes de ciudades del interior que jalearon sus palabras, pero Leónidas los acalló levantando la mano.

—Jerjes ha decidido una invasión por tierra y por mar. Nuestra defensa también debe ser anfibia.

Si detenemos a los persas al pie del Olimpo, pero ellos desembarcan cincuenta mil hombres más al sur y nos atacan por la espalda, no nos servirá de nada —argumentó Leónidas, señalando todas las maniobras en el mapa.

Nuevos murmullos de asentimiento.

—Ha sido buena idea traer el escudo de bronce —dijo Cimón al oído de Temístocles—. Así todos lo entienden mejor.

—¿Qué te creías, que alguna vez doy puntada sin hilo? Al ver un gesto fugaz de desagrado en el rostro de Cimón, Temístocles se arrepintió al momento de sus palabras. Jactancia, vanidad. ¿Por qué?

Tú lo sabes de sobra, se dijo. Estás resentido porque te gustaría estar ahí, explicando a todos los griegos la estrategia que has diseñado. Pero no tienes más remedio que permitir que lo haga otro y dejar que te vuelvan a robar el mérito, como en Maratón.

—Por eso —continuó Leónidas—, después de mucho pensar hemos decidido proponeros esto.

Su dedo señaló el extremo noroeste de la isla de Eubea, que parecía clavarse como un espolón en el continente. Allí, en el recodo del golfo de Malea, había un nombre grabado.
Thermopylai,
las Puertas Calientes.

—Para quienes no habéis estado ahí nunca, como es mi propio caso, os diré lo que me explicó el general Evéneto. Las Termópilas son un paso muy estrecho, con quince metros en su punto más angosto, y, además, están guarnecidos por un viejo muro. A la derecha está el mar y a la izquierda se levanta una montaña de mil metros. Es un cuello de jarrón en el que a los persas no les servirá de nada su número y se quedarán atrancados contra nuestros escudos.

—Ahora su dedo señaló un poco más a la derecha, en la propia costa de Eubea, donde un aspa marcaba la posición del cabo Artemisio—. La flota de la Alianza anclará aquí. De ese modo, interceptarán a las naves persas. Da igual que quieran dirigirse al oeste y reunirse con su ejército de tierra como que se les ocurra rodear la isla de Eubea por el este. No pasarán.

Lo segundo era poco recomendable, pensó Temístocles. La costa oriental de Eubea era muy escarpada, sin apenas puertos naturales, y se veía azotada por un viento constante que empujaba a los barcos contra los acantilados. Sin duda quien mandara la flota de Jerjes preferiría evitarla y virar hacia el oeste para seguir en contacto con las tropas de tierra. Además, a esas alturas, los persas se encontrarían ya en territorio enemigo. Por ahora, podían confiar en los depósitos de víveres que habían instalado meses antes en Tracia y en Macedonia. Pero al entrar en Grecia tendrían que vivir del terreno, y para un ejército tan numeroso eso no sería suficiente. Necesitarían los barcos de transporte de la flota como convoy permanente para traerles provisiones desde el norte.

Mientras Leónidas seguía dando razones y contestando preguntas, Temístocles albergaba cada vez más dudas, aunque el plan lo había concebido él.

Sí, las Termópilas eran una gran posición defensiva. Él mismo había pasado por allí dos veces, al ir a Tesalia y al volver, y las alturas del Calídromo le habían parecido una posición inexpugnable para defender el ala izquierda. Seguramente existían otros pasos por la montaña que harían posible flanquear al ejército defensor y aparecer por su retaguardia, pero, por lo que le habían contado los naturales del lugar, era posible defenderlos con contingentes relativamente pequeños. Un ejército de entre quince y veinte mil hombres podía hacerse fuerte allí durante mucho tiempo, y Jerjes empezaría pronto a tener problemas si su flota no podía llevarle suministros.

El problema estaba en Artemisio, donde tenían que detener a esa flota. A Temístocles no le salían las cuentas. Si conseguían terminar a tiempo los cincuenta trirremes que había en los astilleros del Pireo, podrían enfrentarse a los persas con unas trescientas cincuenta naves. Pero según los informes, el Gran Rey tenía al menos seiscientos trirremes de primera, naves fenicias, egipcias, chipriotas y jonias con tripulaciones veteranas. Con toda seguridad, mejor adiestradas que las suyas. ¿Cómo iban a detener a una flota que gozaba de superioridad numérica y técnica, cuando, además, en Artemisio había cerca de catorce kilómetros de mar abierto? Ah, cuánto hubiera dado por tener allí al norte unos estrechos como los de Salamina, que conocía como la palma de su mano. El problema era que el ejército y la flota de Jerjes eran tan numerosos que si dejaban pasar tan sólo a uno de ellos, podía rodearlos y atacarlos desde el sur. Tenían que detenerlos a la vez. La única zona donde coincidían cerca dos cuellos de jarrón, como los había llamado Leónidas, era Termópilas y Artemisio.

Y allí tendrían que combatir, pues ésa fue la decisión de la Alianza. Temístocles estudió los rostros que lo rodeaban. La mayoría de los representantes del Peloponeso habían manifestado desde hacía tiempo que preferían fortificar el Istmo, donde se hallaban reunidos en aquel momento, y aguardar a los persas allí con la esperanza de que Jerjes se contentara con arrasar Atenas. Pero cuando Leónidas les pidió el voto, levantaron las manos obedeciendo a Esparta, aunque fuese de mala gana.

—Hemos logrado salvar Atenas —dijo Cimón.

—De momento —respondió Temístocles.

Habían decidido dónde establecer su posición defensiva. Pero si ésta caía, ¿adónde se retirarían? Temístocles sabía que necesitaban un segundo plan por si fallaba el primero. El problema era que casi ni se atrevía a pensarlo. Recurrir a un segundo plan significaría que Jerjes tenía libre el camino hasta Atenas, y la destrucción de la ciudad.

Mégara y Delfos, 18-22 de julio

C
uando Fidípides les salió al paso para contarles el oráculo que Apolo había ofrecido a la ciudad, la comitiva ateniense se acercaba ya a Mégara y tenía a la vista la costa occidental de Salamina. Como llevaban haciendo desde varios días atrás, Epicides y Mnesífilo, que habían acompañado a la legación, discutían acalorados en la carreta que los llevaba a ambos. Lo curioso era que, pese a que acababan maldiciendo y renegando el uno del otro, pasado un rato volvían a buscarse para discutir de nuevo.

A Epicides le gustaba la polémica, y siempre la encontraba. La única persona con la que siempre estaba de acuerdo era él mismo. Temístocles llevaba años utilizándolo como ariete contra la nobleza, pues con sus iracundas soflamas conseguía incendiar los corazones del pueblo. Mnesífilo, menos fino en sus metáforas, decía:

—¿Epicides, tu ariete? No me seas tan sublime, Temístocles. Ese hombre es un vulgar mamporrero.

Ariete o mamporrero, lo cierto era que Epicides había resucitado de forma muy oportuna el decreto del ostracismo gracias al que Temístocles había conseguido despejar la palestra política de rivales. También era el promotor del decreto para que se recortaran aún más los poderes de los arcontes, que desde hacía unos años ya no se elegían por votación, sino por sorteo.

Pero, a veces, había que pararle los pies. Por ejemplo, cuando propuso repartir los ingresos del Laurión entre todos los ciudadanos. Temístocles tuvo que hablar durante más de una hora para convencer a la asamblea de que era mejor gastar ese superávit en una flota. Su última ocurrencia, la más descabellada, la había tenido apenas unos meses antes. Convencido de que, en contra de lo que opinaban los nobles, cualquier ciudadano era apto para desempeñar cualquier puesto, Epicides quería presentar una moción para que incluso los diez generales se seleccionaran recurriendo a las habas que utilizaban para los sorteos. A tan peregrina propuesta añadía la de que quien hubiese desempeñado el generalato un año no pudiese repetir nunca más.

Temístocles había tenido que llamarlo a su casa del Pireo, donde le dijo:

—Epicides, Epicides. Con las cosas de comer no se juega.

—Pero ¿no habíamos quedado en que hay que darle el poder al pueblo? —respondió él—. No existe otro cargo más importante que el de general, ¿y tú pretendes que siga estando para siempre en manos de los nobles?

—Por ahora, pretendo que siga estando en mis manos. Y cuando yo no esté, mi intención es que los atenienses sigan eligiendo a los mejores para ese puesto.

—No existen mejores ni peores. ¡Ésa es una idea aristocrática que debe ser erradicada!

—Ésa es la puñetera verdad, Epicides —respondió Temístocles, a punto de perder la paciencia—. No estamos hablando de presidir reuniones, proteger a viudas y húerfanas, cobrar multas en el Ágora o dar el nombre al año. Estamos hablando de mandar a miles de hombres y de combatir por la supervivencia de la ciudad. Y ahí no queremos ineptos. ¡Bastante malo es que elijamos diez generales en lugar de uno solo!

—Me decepcionas, Temístocles. Estás anclado en el pasado.

—Tal vez. Pero mientras los persas estén en Europa, te ruego que dejes tu revolución para más tarde.

—¡Te aseguro que cuando llegue ese día, cortaré las cabezas de todos los nobles corruptos y devoradores de sobornos! Era una cita casi textual de Hesíodo. A Epicides le encantaba citarlo, pues lo consideraba el autor antiaristocrático por excelencia.

En cambio, si había un personaje de la historia de Atenas al que odiaba era Solón. Ahora, mientras se bamboleaban sobre la carreta, Mnesífilo le preguntó la razón de tanta inquina.

—Sus normas evitaron una guerra civil en Atenas —respondió Epicides.

—Pues precisamente ése es su mérito —alegó Mnesífilo.

—¿Eso crees tú? Un buen baño de sangre es lo que habría hecho falta en aquel tiempo, y nos habríamos ahorrado muchos males. Pero Solón intentó templar flautas entre unos y otros y no contentó a nadie. Por culpa de sus leyes, el pueblo se cree que tiene alguna mano en el gobierno y se conforma con las migajas que les tiran los de siempre.

—Solón abolió la esclavitud por deudas, y además compró la libertad de los ciudadanos pobres a los que ya habían vendido fuera de la ciudad. ¿Es que también te parece mal eso, pedazo de adobe? —preguntó Mnesífilo, levantando la voz. Era un hombre tranquilo hasta que le mentaban a su bisabuelo.

—¡Peor que mal! Lo único que hizo fue poner paños calientes. Lo mejor cuando hay un forúnculo es dejar que empeore y que engorde hasta que al fin revienta y sale todo el pus. Eso es lo que tenía que haber pasado con Atenas.

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