Salamina (50 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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—Pero me has vendido a Calias.

—Es un buen amigo, y de sangre noble. Tú sabes que es por el bien de la familia. No podemos estar siempre a la sombra de Temístocles. ¡Somos los hijos de Milcíades, el vencedor de Maratón! No debemos depender del hijo de un mercader.

Elpinice se sentó en la cama y se enjugó las lágrimas. Cimón se arrodilló ante ella y le tomó las manos.

—Eres una mujer muy inteligente. Por eso te quiero. Tú puedes entenderlo. Si tú me ayudas, puedo ser grande. Aún más grande que nuestro padre.

A ella se le iluminó el rostro. Cimón sabía que era ambiciosa, tanto como él.

—Calias conoce tu forma de ser. Te dejará seguir siendo la indómita Elpinice.

—Pero tú estarás en deuda con él, igual que ahora lo estás con Temístocles. ¿En qué cambiará nuestra situación?

—No será lo mismo, hermana. Si mañana todo va bien y convenzo a la asamblea, estaremos en paz. Además —añadió con una sonrisa maliciosa—, para eso te tendré a ti en su casa y en su lecho, para que seas tú quien lo maneje a él en nuestro beneficio. Calias me ha prometido que podrás venir aquí cada vez que quieras sin rendirle cuentas.

—¿Calias sabe lo..., lo nuestro? —Lo intuye. Pero, aun así, te desea. ¿Serás capaz de darle lo que quieren los hombres, al menos de vez en cuando? Sé que no es Adonis, pero...

—Cerraré los ojos y me imaginaré que eres tú. O, por lo menos, alguien más guapo. —Sus ojos brillaron con picardía. Cimón la conocía bien, y sabía que en su cabeza ya estaba buscándole las ventajas posibles a su nueva situación—. Dime una cosa. Si no soporto vivir con él y quiero volver contigo, ¿tendrás que devolverle ese dinero?

—No. Pero preferiría que no te divorciaras de él, al menos durante un tiempo.

—Si no intenta gobernar mi vida, lo soportaré. —Sin previo aviso, Elpinice se soltó los broches de la túnica y se desnudó los pechos—. Yo no tengo dueño más que tú, Cimón. Tú eres mi único señor.

Aunque sabía que eso no era del todo cierto, Cimón se arrojó en sus brazos. Pese a lo que le había dicho esa mañana sobre sus dolores menstruales, su hermana se entregó a él con más pasión que nunca.

Istmo de Corinto, 12 días antes
(17 de julio)

Macedonia: 6.000 hoplitas y 1.500 de caballería

Tesalia: 4.000 hoplitas y 3.000 de caballería

Corcira: 1.000 hoplitas y 60 barcos

Sicilia: 20.000 hoplitas y 200 barcos

Argos: 6.000 hoplitas y 10 barcos

Creta: 3.000 arqueros y 40 barcos

Tebas: 7.000 hoplitas

T
emístocles volvió a mirar con tristeza los nombres que había tachado de aquella lista que amenazaba con reducirse cada vez más, la de los estados griegos que habían jurado defender su libertad contra el invasor.

Dos años antes había llegado a Grecia la noticia de que los ingenieros de Jerjes estaban excavando la península del monte Atos para atravesarla con su flota sin tener que afrontar sus tormentas y sus traicioneras corrientes. Un canal de más de dos kilómetros de longitud y treinta metros de anchura por el que podrían pasar dos y hasta tres trirremes a la vez. Se trataba de una obra de tal audacia y magnitud que hasta los más escépticos se convencieron por fin de que el Gran Rey, pese al fracaso anterior de su padre, estaba decidido a invadir Grecia con todos sus recursos.

El miedo a los persas había surtido efecto. Gracias sobre todo a las gestiones del propio Temístocles y del rey Leónidas, se había pactado una tregua general entre todas las ciudades griegas y constituido la Alianza Helénica.

En aquel momento, Temístocles enumeró una lista con todos los estados griegos que podrían participar en la Alianza. Al principio llegó a sentirse optimista, porque las fuerzas que muchos de ellos prometían eran sustanciales. Pero el rey Alejandro de Macedonia fue el primero en borrarse de su catálogo. Su embajador se había reunido con Temístocles y, hecho un mar de lágrimas, le dijo:

—Debes comprendernos. Tenemos a los persas prácticamente en nuestras fronteras. El nuestro es el primer país que arrasarán si no cedemos.

Temístocles no se sintió demasiado decepcionado, porque se lo esperaba. Alejandro, si bien resultaba un hombre culto y un anfitrión encantador y se llamaba a sí mismo «filoateniense», era también un intrigante y un ventajista que tenía muy claro cuál era el caballo favorito en aquella carrera. Y, aunque ante los griegos lo negaba, llevaba años siendo prácticamente un vasallo de Darío, primero, y luego de su hijo Jerjes.

La siguiente en hacer defección de la causa común había sido la vasta región de Tesalia, cuna de caballos. Unos meses antes, al principio de la primavera, la Alianza había decidido enviar una expedición a la frontera entre Tesalia y Macedonia para comprobar si se podía frenar el avance de Jerjes en el valle del Tempe, un estrecho paso entre el mar y el Olimpo donde una fuerza reducida podría detener a otra muy superior. Pero los tesalios también les habían fallado, el pequeño ejército de avanzada se había tenido que retirar y el prestigio de Temístocles había sufrido cierto menoscabo. Lo que era peor, había tenido que tachar de su lista a los tres mil jinetes tesalios, la única caballería digna de tal nombre que existía en Grecia y que probablemente se uniría a las fuerzas del invasor.

Y ahora, viendo los gestos culpables de algunos embajadores, mucho se temía que iba a tachar más nombres y cifras de su lista.

Se habían reunido a pocos kilómetros de Corinto, junto al templo de Poseidón. Al fundar la Alianza, se había decidido que aquél era el lugar más apropiado para celebrar los consejos. Se trataba de un santuario panhelénico en el que atletas de toda Grecia se reunían cada dos años para competir en los Juegos Ístmicos, y además estaba bien situado, en el cruce entre el Peloponeso y la Grecia central. Allí, en un edificio circular aledaño al gran templo, se encontraban ahora los representantes de las ciudades que se habían juramentado para no rendirse ante los persas.

Aparte de Atenas y los remisos tebanos, la mayoría de los miembros de la Alianza eran ciudades del Peloponeso, al sur del Istmo. Eso explicaba que fueran reacios a alejarse de su tierra para enfrentarse a los persas en el norte de Grecia. Precisamente la táctica que Temístocles había sugerido desde el principio para mantener a los persas lo más apartados posibles de Atenas y salvar su ciudad.

Ahora que la opción de Tesalia había fracasado, sólo se le ocurría otra que ya había debatido en privado con Leónidas. Sin embargo, aún no era momento de discutir de estrategia con los consejeros de la Alianza. Primero debían saber si todos los que estaban allí seguían siendo fieles a ella o si sus ánimos flaqueaban. El Gran Rey ya estaba en Europa, acercándose a Macedonia, si es que no había entrado en ella. Su presencia se cernía sobre la Hélade como una enorme nube, un ominoso yunque negro que flotaba sobre el horizonte norte, y el Espanto y el Terror, los hijos del dios de la guerra, eran los heraldos de su llegada. Un terror que encogía los corazones y hacía temblar las piernas y soltar los escudos.

Muchos pesimistas recordaban el destino de Mileto, la ciudad más próspera de Jonia, la ciudad del gran sabio Tales y su discípulo Anaximandro, que había sido arrasada y esclavizada. Lo mismo que le había sucedido a Eretria, como podía atestiguar su representante en la Alianza. Los escasos supervivientes se habían refugiado en las montañas para reinstalarse después entre las ruinas, y ahora tan sólo podían aportar a la Alianza un puñado de barcos destartalados y poco más de doscientos hoplitas.

Otros traían a colación la drástica decisión que habían tomado los habitantes de la ciudad jonia de Focea cuando los persas iban a conquistarla. Antes de que asaltaran su muralla, tomaron a sus mujeres y a sus hijos, cargaron en sus naves todos los bienes que podían transportar, evacuaron la ciudad y se dirigieron al oeste. Tras un épico viaje de miles de kilómetros, se habían instalado en la boscosa isla de Córcega.
«Los focenses fueron sabios»
, decían esos agoreros.
«No hay victoria posible contra el Rey de Reyes»
.

Tal vez no había que olvidar el ejemplo de Focea, pensó Temístocles. Si la situación se torcía mucho, quizá la gran flota que se estaba terminando de construir en los arsenales del Pireo acabase siendo no de combate, sino de evacuación. Él mismo conocía buenos lugares en Italia y sus islas donde los atenienses podrían sembrar colonias.

No, se dijo cerrando los puños y clavándose en las palmas las mismas uñas que los persas le habían arrancado. Le había dicho a Jerjes a la cara que iba a detenerlo. Ni la rendición ni la huida eran opciones posibles. El, el hijo de Neocles, no iba a consentir que los persas incendiaran Atenas como habían hecho con Eretria.

Mientras se hacía el propósito de no dar un paso atrás, el enviado de los cretenses tomó la palabra.

—El oráculo de Delfos nos ha dicho que no debemos participar dijo.
La primera rata en abandonar la sentina, pensó Temístocles
.

La reunión la presidía Leónidas. En los diez años que habían pasado desde Maratón no había cambiado demasiado. Tal vez tenía los hombros algo más caídos, aunque no menos macizos, y se veían más hebras blancas en su cabello y en su barba. Si había alguien, aparte de Temístocles, que había dejado bien claro que jamás se rendiría a los persas ni se arrodillaría ante Jerjes, ése era Leónidas.

El problema era que en Esparta había otro rey, y un colegio de cinco éforos que los controlaba a ambos. Aunque llevase corona, Leónidas no tenía el poder de decisión de Jerjes.

—¿Puedo preguntarte la razón? —preguntó Leónidas al cretense, levantándose de la grada donde estaba sentado y acercándose a él.

El embajador retrocedió un paso, pero no se dejó intimidar.

—El oráculo se nos ha otorgado sólo a nosotros, pero, a pesar de todo, te diré el motivo que nos ha dado el dios. Ya os apoyamos en el pasado, cuando vuestro rey Menelao nos pidió que le ayudáramos a recuperar a su esposa Helena, y ¿qué provecho sacamos nosotros de la guerra contra Troya? ¡Ninguno! Así que Apolo nos recomienda que nos metamos en los asuntos de nuestra isla y nos abstengamos de participar en más campañas con los demás griegos. Os deseo buena suerte en vuestra guerra —añadió dirigiéndose a todos—. Pero, si seguís mi consejo, entregad el agua y la tierra. El yugo persa puede ser duro, pero es preferible a la muerte.

El cretense se marchó sin esperar respuesta. Tal vez a él mismo le resultaba tan poco convincente el argumento de una guerra librada setecientos años antes, que le daba vergüenza defenderlo.

Temístocles tachó con pena los cuarenta barcos y los tres mil arqueros. Éstos, los más afamados de Grecia, habrían sido muy útiles para contrarrestar a los persas. Pero el miedo era libre, y los cretenses no hacían más que seguir el dictado de una cancioncilla que corría por todas las ciudades griegas y que atribuían a Teognis:
Bebamos y propiciemos a los dioses con nuestras libaciones, hagamos chistes y no pensemos en la guerra de los persas. Es mejor vivir en el placer, con corazón alegre y sin temor a las funestas Keres
.

—Antes de seguir —dijo Leónidas, poniendo los brazos en jarras—, quiero saber si alguien más va a echarse atrás.

Nadie contestó todavía.

Había allí cerca de cien personas entre embajadores, magistrados diversos, asistentes y escribas que debían tomar nota de las decisiones adoptadas. Aquel aledaño del templo era pequeño y de techo bajo, y aunque acababa de amanecer y tenían las puertas abiertas ya empezaba a hacer calor ahí dentro. Temístocles, sentado en primera fila, apoyó las palmas de las manos en las rodillas y procuró no moverse para no romper a sudar.

A su izquierda estaba Cimón, invitado por ser el hijo de Milcíades, a quien todo el mundo consideraba oficialmente el vencedor de Maratón. A su derecha se sentaban otros dos generales, Leócrates y Andrónico. Se había acordado que no intervinieran: ya que Atenas contaba con un solo voto en el consejo de la Alianza, debía hablar también con una sola voz. Por ese motivo, la asamblea del pueblo había aprobado un decreto extraordinario mediante el cual se nombraba a Temístocles general autocrátor durante lo que quedaba de año. Eso le daba derecho a presidir la junta de generales, a tomar la palabra el primero ante la asamblea y el consejo, y a hablar y negociar en nombre de Atenas ante la Alianza Helénica.

Por supuesto, Temístocles no había cometido la torpeza de presentar él mismo la moción. En su lugar lo había hecho Arifrón, el joven eupátrida que se había acobardado antes de la batalla de Maratón y luego, durante ella, se había comportado con extraordinaria bravura. Desde entonces, era un ferviente partidario de Temístocles, y bastó una sugerencia de éste para que presentara el decreto como si fuera iniciativa suya. Eso le había ganado a Temístocles unos cuantos votos más entre los nobles, lo que, sumado a los que de por sí tenía entre el pueblo, lo había convertido, no sólo de hecho, sino también por ley, en el primer ciudadano. Su voz era ahora la voz de Atenas, y en su mano estaba su voto.

Leónidas se volvió hacia el enviado de Siracusa, la ciudad más importante de Sicilia. Como para demostrar a los demás que la reputación de prosperidad de la isla no era inmerecida, el embajador traía una túnica de finísimo lino, un manto de la mejor lana con ribetes de púrpura, gruesas ajorcas y collares de oro, y anillos con gemas de colores en todos sus dedos.

—¿Qué nos dicen los siracusanos? —dijo Leónidas—. ¿Vosotros también nos traéis malas noticias?

—No tienen por qué serlas si eres razonable, rey Leónidas —contestó el embajador, en un dialecto dorio muy similar al del espartano—. La oferta de mi señor el rey Gelón sigue en pie.

—El
tirano
Gelón —susurró Cimón.

—Fingiremos creer que es un rey legítimo —respondió Temístocles. Mientras, Leónidas estaba respondiendo al siciliano.

—La Alianza no le va a entregar el mando de las operaciones a Gelón, si es a lo que te refieres.

Aquí no hemos venido a hacer cambalaches, sino a deliberar la mejor forma de vencer a Jerjes.

—Teniendo en cuenta que mi rey os enviaría tantas naves como Atenas asegura tener y el doble de hoplitas que tiene vuestra ciudad, es justo que...


Esparta
jamás le dará el mando a Gelón. ¿Está lo bastante claro así? En privado, Leónidas podía ser un hombre amistoso y paciente. Pero cuando le salía la vena lacedemonia podía mostrarse cortante y tosco como un machete, y si alguien lo sacaba de quicio con argumentos enrevesados acababa citando el refrán espartano:
¿Para qué vamos a discutirlo cuando lo podemos arreglar a puñetazos?

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