Authors: Javier Casado
El concepto es sencillo, pero su puesta en práctica no tanto. Primero, ¿cómo podemos anclar una cuerda giratoria en el espacio?
En la práctica, esto es lo más fácil: basta con situar una masa relativamente pesada en el extremo que queremos “anclar”, y poner el conjunto en órbita, con el cable girando alrededor de dicha masa.
En realidad, el punto de giro (o de “anclaje”) no será exactamente el contrapeso del otro extremo, sino el centro de masas del sistema, que se encontrará situado en algún punto de la longitud de la cuerda, tanto más cerca del balasto cuanto mayor sea la relación de masas contrapeso/cuerda. Será este centro de masas el que orbite la Tierra mientras la cuerda, con un extremo libre y el otro ocupado por el balasto, gira a su alrededor.
Ya tenemos nuestra “honda espacial”. Ahora, ¿cómo la utilizamos? Pues, simplemente, enviamos nuestro satélite al espacio con un lanzador pequeño, de bajo coste, en un vuelo que puede ser suborbital, en una trayectoria perfectamente sincronizada con la cuerda giratoria, de modo que el satélite intercepte el extremo libre del cable en el punto más bajo de su recorrido giratorio. En ese momento, un dispositivo de acoplamiento en el cable capturará el satélite, lanzándolo a una nueva trayectoria rotatoria alrededor del nuevo centro de masas del conjunto.
Ese centro de masas, naturalmente, habrá cambiado, situándose ahora en un punto mucho más centrado del cable. Mientras el satélite es acelerado por el extremo libre de la cuerda, que lo arrastra en su movimiento, el centro de masas del conjunto se ve frenado en su desplazamiento, y la órbita del conjunto satélite-cable-contrapeso decae. Pero lo que nos importa es que estamos acelerando a nuestro satélite, arrastrándolo en una trayectoria circular y liberándolo en el momento que consideremos oportuno para así enviarlo sin gasto de propulsante a una órbita superior. Habremos conseguido realizar una puesta en órbita a muy bajo coste.
Sin embargo, existe el problema que acabamos de comentar: si el precio de acelerar nuestro satélite es hacer decaer la órbita de nuestra “honda”, algo está fallando. Si para volver a poner nuestro sistema de cable rotatorio en disposición de uso tenemos que utilizar propulsión convencional para elevarlo a su órbita original, lo ganado por un lado lo estaremos perdiendo por otro.
Afortunadamente, existe una solución, y eso nos lleva a la segunda aplicación de los cables orbitales:
Cuerdas electrodinámicas: propulsión “a cuerda”
Las leyes de la física nos dicen que sobre un conductor que se mueva en el interior de un campo magnético, aparecerá una corriente eléctrica. Si extendemos un cable conductor de varios kilómetros de longitud en órbita terrestre, dicho cable se estará moviendo a través del campo magnético de nuestro planeta, apareciendo sobre el mismo una diferencia de potencial entre extremos que puede alcanzar niveles de varios cientos de voltios por kilómetro.
Este efecto tiene dos aplicaciones principales: en la primera, podemos aprovechar la corriente eléctrica generada para alimentar equipos a bordo de nuestro vehículo. Pero esto tiene un precio: la aparición de una fuerza perpendicular al cable que se opone a su movimiento a través del campo magnético; es decir, un frenado del vehículo en su órbita.
Esta aplicación puede ser útil para desorbitar sin gasto de propulsante un satélite que ha llegado al final de su vida útil, pero también podemos darle la vuelta para utilizarlo como sistema de propulsión para elevar una órbita. ¿Cómo? Pues sin más que invertir el sentido de la corriente por el cable. Es decir, aportando energía en lugar de consumiéndola.
Este efecto nos brinda una solución para devolver a su órbita original a nuestra “honda espacial” una vez que ha perdido altura tras lanzar al satélite “cliente” a su órbita superior: no hay más que utilizar energía eléctrica obtenida fácilmente a través de paneles solares, para generar una corriente eléctrica a través del cable que haga aparecer, en combinación con el campo magnético terrestre, una fuerza que empuje el conjunto y le haga ganar velocidad, y con ello altura. Problema resuelto.
La dura realidad
Si este sistema es tan eficaz, ¿por qué aún no ha sido puesto en práctica? Pues, lamentablemente, porque aún quedan muchos problemas por resolver.
El primero, es la propia cuerda o cable. Para su utilización en la aplicación de “intercambio de momento”, o de “honda espacial”, como la hemos denominado de forma coloquial, necesitamos fabricar un cable de elevadísima resistencia, capaz de soportar las fuerzas centrífugas que aparecen sobre el mismo durante el proceso de aceleración de la carga hacia órbitas superiores. Pero este problema no parece a día de hoy insalvable, y, al contrario que la utilización de “ascensores espaciales”, donde se requerirían materiales aún no fabricables de forma industrial, para esta aplicación la tecnología actual ya puede alcanzar los niveles de resistencia requeridos.
Por esta razón, el problema de la resistencia, aunque importante, queda relegado a una categoría menor frente a otros más difíciles de resolver. Y uno de ellos es la propia supervivencia del cable en el entorno espacial, su resistencia a impactos de micrometeoroides y otros efectos.
Efectivamente, los experimentos realizados hasta la fecha con cables de gran longitud extendidos en el espacio han tenido, por lo general, resultados desalentadores. En algunos casos, la cuerda se ha roto incluso antes de su extensión completa (debido a su fusión frente a los altos voltajes generados, en combinación con moléculas de aire atrapadas en su interior); en otros, al cabo de pocas horas, por el efecto de los impactos de partículas de polvo espacial; aunque otros experimentos utilizando estructuras de fibras especiales, han llegado a durar años. Éste es, en cualquier caso, un campo donde debe llevarse a cabo aún una importante investigación, de cara a conseguir cables resistentes y duraderos.
Otro problema es el del sistema de acoplamiento con la carga, en el caso de las aplicaciones como “honda espacial”. Dicho acoplamiento debe realizarse de forma prácticamente instantánea y con una gran precisión, ya que el cable debe atrapar al satélite mientras gira, y a su vez el satélite debe estar en el punto exacto en el momento justo. Nada que se parezca a lo que se ha hecho hasta ahora en materia de acoplamientos en el espacio. Aunque se especula con navegación por GPS diferencial combinada con sistemas que pudieran lanzar una especie de arpones o redes desde el extremo del cable para atrapar al satélite, lo cierto es que a día de hoy no pasa de ser eso: pura especulación.
El Inspector Gadget en el espacio
En cualquier caso, lo que es claro es que existe un gran interés por la investigación en estos sistemas de cara al futuro. El 17 de abril de 2007, un cohete ruso Dnepr lanzado desde Baikonur ponía en órbita una curiosa carga. Entre los 14 pequeños satélites que portaba este lanzador se encontraba un experimento diseñado para probar la supervivencia de las cuerdas en el espacio. En este experimento, una cuerda de 1 kilómetro de largo se extiende entre dos picosatélites de 1 kg de masa; a lo largo de la cuerda se desplaza, arriba y abajo, un tercer ingenio de también 1 kg de masa, apodado “Gadget”, con la misión de inspeccionar el estado de la cuerda durante su estancia en órbita, de cara a futuras aplicaciones como las descritas en este artículo.
Está claro que aún queda mucho por aprender de cara a la futura utilización de cables espaciales de forma práctica; quizás lo más inmediato y sencillo sea la utilización del efecto electrodinámico, con cables pasivos para desorbitar satélites al final de su vida útil, reduciendo así la chatarra espacial, o sistemas activos que utilicen placas solares para elevar la órbita de vehículos (como una estación espacial) sin consumo de propulsante. Pero quién sabe si algún día no veremos cómo lanzamos satélites al espacio igual que nuestros bisabuelos lanzaban las piedras: con una honda.
Está claro que subir al espacio no es tarea fácil. Pero tampoco parece fácil para el hombre volar, y en cambio esto último se ha convertido en algo cotidiano mientras que el viaje espacial no sólo sigue siendo sinónimo de aventura, sino que parece aún restringido únicamente a los países más avanzados. ¿Qué razones hay detrás de estas grandes diferencias?
En realidad existen múltiples y variadas razones que hacen del vuelo espacial una actividad mucho más compleja de lo que pueda serlo el vuelo atmosférico. Se suele hacer referencia, por ejemplo, a la complejidad de operar en un medio hostil, con vacío exterior y temperaturas extremas. Pero lo cierto es que tampoco los aviones comerciales a los que subimos rutinariamente para irnos de vacaciones operan en un medio mucho más amable: al otro lado de la fina pared de aluminio que nos separa del exterior más allá del panel decorativo de la cabina, hay temperaturas de hasta 50 grados bajo cero, y si bien no hay vacío, la presión es tan baja que seríamos incapaces de respirar. Y eso en un avión convencional, porque si pensamos en el retirado Concorde o en aviones de combate, a ese ambiente hay que sumarle las temperaturas extremas que se dan sobre el revestimiento, de varios centenares de grados, debidas al rozamiento con el aire enrarecido a esas enormes velocidades. Está claro que no es igual que el entorno espacial, pero tampoco las diferencias son tan enormes como para justificar la dificultad de volar al espacio.
Efectivamente, no es éste el principal motivo que convierte a la astronáutica en una actividad mucho más costosa que la aeronáutica. Como tampoco lo es el hecho de que el avión cuente con sus alas para “apoyarse” en el aire, frente a la “fuerza bruta” de los motores cohete empleados por los lanzadores para elevarse. Es cierto que en el primer caso la naturaleza nos ofrece gratis lo que en un cohete debemos conseguir a fuerza de inyectar combustible, pero lo cierto es que nada nos impediría fabricar lanzadores que ascendiesen hasta cotas muy elevadas ayudados por alas, usando el impulso puro de sus cohetes sólo cuando éstas ya no les fuesen de utilidad. De hecho, ha habido y hay proyectos basados en esta idea, y se demuestra que, con una velocidad adecuada, prácticamente podría alcanzarse el límite de la atmósfera por medios aerodinámicos, como un avión. Y, sin embargo, a pesar de la complejidad tecnológica que un aparato de este tipo pudiera tener, lo cierto es que la potencia necesaria seguiría difiriendo de forma más que notable entre una misión y la otra. Aunque usáramos alas, aún sería mucho más costoso subir al espacio que volar hasta las antípodas.
La altura no lo es todo
Como hemos dicho, existen multitud de razones que dificultan el vuelo espacial frente al atmosférico. Pero lo cierto es que entre esa multitud de motivos hay uno sobre el que recae por sí solo la mayor parte de la responsabilidad en dicha dificultad: la inmensa diferencia de energía necesaria para poner un objeto en órbita, frente a la que se necesita para que ese mismo objeto realice un vuelo más “convencional”.
¿A qué se debe esta enorme diferencia energética? Está claro que un satélite vuela más alto que un avión, pero la altura no lo justifica todo. Si así fuera, países como España tendrían fácilmente lanzadores espaciales, cosa que no tenemos. Hace años que hemos fabricado cohetes de sondeo capaces de alcanzar alturas de 250 km, bien dentro de lo que se considera como “espacio”, el cual, por convencionalismo, se supone que empieza a los 100 km de altitud. De hecho, la de 250 km era la altura típica de las misiones del transbordador espacial, antes de que las labores de construcción de la estación espacial internacional obligasen a elevarla hasta los 400 km, por compatibilidad con la órbita de la estación. Y, sin embargo, esos cohetes de sondeo españoles capaces de llegar a los 250 km de altitud no podrían poner ni un solo gramo de masa en órbita alrededor de la Tierra.
Está claro, pues, que la altitud no lo es todo. Al fin y al cabo, no basta con poner un objeto fuera de la atmósfera para que se ponga a dar vueltas alrededor de la Tierra: aunque lo elevemos hasta 10.000 km, por decir algo, si lo dejamos ahí sin más empezará a caer hacia nuestro planeta atraído por la gravedad, como ya nos explicó Newton al ver caer su famosa manzana. Para evitarlo, además de altura el objeto debe tener velocidad: una velocidad que lo mantenga girando alrededor de nuestro planeta, de modo que la inercia de su desplazamiento (la famosa fuerza centrífuga) sea capaz de contrarrestar la atracción de la gravedad.
A vueltas con la energía
Como decíamos, la principal razón de la dificultad para alcanzar el espacio la tenemos en la energía necesaria para conseguirlo. Energía que, si nos acordamos un poco de las clases de física de secundaria, recordaremos que se descompone en dos términos complementarios: energía cinética más energía potencial.
La altitud, a la que hacíamos referencia antes, representa la energía potencial. Sin ánimo de asustar a los enemigos de las matemáticas, recordaremos que su fórmula es m x g x h, o lo que es lo mismo, masa por altura y por la aceleración de la gravedad. Si la masa es constante y la gravedad también, tendremos que la energía potencial varía exactamente igual que la altura. En realidad la aceleración de la gravedad no es constante, al depender también ligeramente de la altura, pero a distancias no demasiado elevadas de la superficie terrestre su variación es prácticamente despreciable y podemos suponerla constante para mayor sencillez. De acuerdo con esto, a doble altura, doble energía potencial, y así sucesivamente.
Un avión comercial suele volar a una altitud de crucero de unos 10.000 a 12.000 metros. Si lo comparamos con una órbita a 200 km, tendremos que la energía potencial necesaria para la órbita es de unas 20 veces mayor que la del avión que nos lleva de vacaciones. No está mal, pero si el billete al espacio nos costase sólo 20 veces lo que volar a Canarias, ya habría colas en las taquillas del espacio-puerto más cercano. Pero esperad, que habíamos dicho que la energía era la suma de dos términos, y sólo hemos hablado de la potencial…
La otra parte es la energía cinética. Sí, la de la fórmula esa de ½ x m x v
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(disculpas de nuevo, no lo haré más). Es decir, la mitad de la masa por la velocidad al cuadrado. De nuevo, si consideramos una masa constante, tenemos que la energía cinética aumenta con el cuadrado de la velocidad. A doble velocidad, cuádruple energía cinética; si la velocidad se triplica, la energía es nueve veces superior, y así sucesivamente.