Authors: Javier Casado
Analizar de forma detallada cómo influye la hora, el acimut y el lugar de lanzamiento sobre la órbita terrestre conseguida implica un estudio geométrico relativamente complejo. Pero baste decir que, para una base de lanzamiento dada, habrá un margen horario dentro del cual será posible el lanzamiento, ajustando convenientemente el acimut (dirección de despegue). A cada instante de lanzamiento le corresponde un acimut determinado. Por lo tanto, cuanto mayor sea el margen de acimuts de despegue permitidos por la base de lanzamiento, tanto mayor será el margen horario durante el cual se podrá efectuar el mismo. Este intervalo de horas durante las cuales es posible efectuar el lanzamiento, es lo que se conoce como
ventana de lanzamiento
. Si la órbita final permite un lanzamiento hacia el este (acimut 90º), la hora ideal para el lanzamiento será la que coincida con este acimut, pues se consigue así la mayor economía de combustible. De hecho, en el caso de órbitas terrestres, en las que el día de lanzamiento no es crítico, puede ser conveniente restringir las ventanas de lanzamiento más de lo que imponen los acimuts permitidos por la base, para evitar grandes penalizaciones durante el despegue al hacerlo con acimuts muy alejados del ideal.
Requisitos especiales
Pero no es únicamente la geometría la que determina las ventanas de lanzamiento de una determinada misión. Pueden existir numerosos parámetros adicionales que restrinjan aún más las horas y días válidos para el lanzamiento, aparte de los requisitos puramente geométricos o de mecánica orbital, que son los imprescindibles para poder alcanzar la órbita requerida. Podríamos tener, por ejemplo, el requisito de que un determinado momento de la misión transcurra durante una parte iluminada de la órbita; o que un instante crítico de la misma, como puede ser la inyección en órbita interplanetaria a partir de la órbita de aparcamiento, suceda mientras el vehículo está dentro del campo de cobertura de alguna estación de seguimiento terrestre. Requisitos “artificiales” como estos pueden restringir aún más las ventanas de lanzamiento “naturales” impuestas por la naturaleza o la física.
Un buen ejemplo lo tenemos con la reanudación de las misiones del transbordador espacial norteamericano en julio de 2005 tras el largo
impasse
de dos años y medio impuesto por la recuperación tras el accidente del Columbia. Además de las ventanas de lanzamiento “naturales” impuestas por la necesidad de coordinación entre órbitas para permitir un acoplamiento con la Estación Espacial Internacional, existe el requerimiento adicional de que el momento de separación del tanque externo tras alcanzar la órbita se realice bajo condiciones óptimas de iluminación; el motivo es permitir el correcto fotografiado del depósito tras su separación, en busca de posibles zonas de desprendimiento de espuma aislante como ocurrió durante el lanzamiento del Columbia en su último vuelo (y como había ocurrido en numerosas misiones más, aunque sin el fatal resultado de ésta). Entre unos requisitos y otros, se introducen restricciones múltiples que convierten las que en un principio podían ser unas ventanas de lanzamiento relativamente amplias en unas restrictivas ventanas limitadas a sólo algunos días y meses a lo largo del año. Algo que ha supuesto importantes limitaciones en cuanto a ventanas de lanzamiento en esta nueva etapa operativa del transbordador espacial norteamericano.
Cuando uno piensa en el lanzamiento de una misión espacial interplanetaria, tiende a suponer que la nave recorrerá su trayectoria de forma continua desde el despegue hasta llegar a su destino. Sin embargo, en casi todos los casos existe una fase intermedia: la órbita de aparcamiento.
En realidad, las dos opciones son posibles, y la elección entre una u otra es una de las decisiones que hay que tomar a nivel de diseño de la misión. En el primer caso hablaremos de una trayectoria “de ascenso directo”, mientras que en el segundo tendremos una órbita de aparcamiento.
El ascenso directo, como su propio nombre indica, es el modo de lanzamiento en apariencia más sencillo: una trayectoria continua desde el instante del lanzamiento hasta la inserción en la órbita final. La órbita de aparcamiento, en cambio, parece añadir complejidad aparente a este método, al dividir la misión en dos partes: un ascenso inicial hasta una órbita baja, que es la que se denomina órbita de aparcamiento, en la que el vehículo permanece un tiempo variable; y una segunda fase en la que el vehículo parte de la órbita de aparcamiento hacia su inserción en la órbita final, ya sea ésta una trayectoria interplanetaria, o una órbita terrestre de gran altitud (geoestacionaria, por ejemplo). Sin embargo, vamos a ver que esta supuesta mayor complejidad otorga en realidad grandes beneficios al planteamiento de la misión.
Lo más simple no es siempre lo más sencillo
Las órbitas de aparcamiento son utilizadas en la práctica en la inmensa mayoría de las misiones interplanetarias, así como en muchas puestas en órbita de satélites geoestacionarios y en gran parte de las misiones de órbitas altas en general. La principal razón es la gran flexibilidad que aportan en cuanto a ventanas de lanzamiento se refiere.
Ya vimos en un artículo anterior que las ventanas de lanzamiento, es decir, el periodo durante el cual puede procederse con el lanzamiento de una determinada misión desde un lugar dado, están restringidas por diversos factores, como la configuración planetaria (en el caso de misiones de espacio profundo), la rotación de la Tierra, la latitud del lugar de lanzamiento, los azimuts de despegue permitidos por razones de seguridad en el entorno, etc. Si a estos factores que podríamos llamar geométricos unimos los de otros tipos (por ejemplo, determinados requisitos de iluminación durante el ascenso, sobrevolar determinado lugar, encontrarse con otro objeto en órbita, etc), la situación se complica considerablemente, provocando que las ventanas de lanzamiento resultantes sean tremendamente limitadas, o incluso, en ocasiones, inexistentes.
En estas condiciones, utilizar una órbita de aparcamiento intermedia entre la fase de despegue y la órbita o trayectoria final, otorga una flexibilidad mucho mayor al lanzamiento. Por un lado, se consigue así independizar el momento del despegue del momento de inyección en la órbita definitiva, al poder permanecer en espera el vehículo en dicha órbita de aparcamiento durante el tiempo necesario, aguardando la configuración geométrica correcta para la siguiente fase. Y, por otra parte, también posibilita efectuar un cambio de órbita posterior para conseguir alcanzar así órbitas a las que sería más complicado o costoso llegar de otro modo (caso de las órbitas geoestacionarias, por ejemplo).
La última revisión previa al viaje
Pero existe una ventaja adicional en la utilización de las órbitas de aparcamiento, y ésta adquiere especial importancia en el caso de misiones interplanetarias, más aún si son tripuladas. Se trata de la posibilidad que ofrece la órbita de aparcamiento de realizar aún en órbita terrestre una comprobación de todos los sistemas de forma previa al inicio de la fase interplanetaria. De esta forma, en caso de detectarse algún fallo, aún puede existir la opción de abortar la misión, o de proceder a las reparaciones necesarias antes de que quizás sea demasiado tarde.
Fue el caso, por ejemplo, de la misión del Apollo 12: tras sufrir un impacto directo de un rayo durante el ascenso a través de la atmósfera, los astronautas se enfrentaron a un repentino apagón de todos los sistemas eléctricos que estuvo a punto de dar al traste con la misión a los pocos minutos del lanzamiento, mientras los equipos de tierra dudaban si dar la orden de abortar. Aunque en los instantes siguientes pudo realizarse una recuperación rápida de los sistemas esenciales, permitiendo evitar el accionamiento apresurado del sistema de escape, para la recuperación completa de la nave fue preciso seguir trabajando durante las dos horas largas que se permaneció en órbita de aparcamiento terrestre. Finalmente, todos los problemas fueron resueltos y la misión pudo continuar hasta la Luna, pero de haberse detectado algún problema mayor, siempre habría sido posible volver de nuevo a la Tierra sin necesidad de enfrentarse a un peligroso periplo lunar.
Por unas y otras razones, hoy en día es prácticamente impensable que una misión interplanetaria no cuente con una etapa inicial en una órbita de aparcamiento terrestre. También las misiones de satélites a órbita geoestacionaria utilizan por lo general este esquema, empleando esta órbita intermedia como primer paso de una trayectoria compuesta por un ascenso inicial, un periodo en órbita baja, una órbita de transferencia a geoestacionaria, y finalmente la órbita final a 36.000 km de altitud. Pero la principal pregunta que se le plantea al ingeniero que planifica la misión es: ¿a qué altura ponemos la órbita de aparcamiento?
Vale, pero… ¿dónde aparco?
La respuesta a esta pregunta es fácil, y se conoce desde los comienzos del programa espacial: lo más bajo posible. Efectivamente, se demuestra matemáticamente que es más eficiente hacerlo de esta forma, que se consume menos propulsante enviando primero el vehículo a una órbita de aparcamiento baja y dando luego un impulso mayor para ponerlo en su órbita definitiva, que enviándolo inicialmente a una órbita alta, gastando mayor propulsante en ello, aunque el impulso siguiente sea de menor entidad, y por tanto de menor consumo.
Por esta razón, las órbitas de aparcamiento suelen estar situadas en un entorno de 200 km de altitud: ésa es la mínima a partir de la cual comienzan a ser despreciables los efectos de rozamiento con la atmósfera terrestre. Hablamos, en todo caso, de órbitas circulares y no elípticas, pues se demuestra también que ésta es la forma con la que se consigue aprovechar mejor la energía suministrada por el empujón final del motor cohete.
Otras utilidades
Existen también otros tipos de órbitas que pueden denominarse “órbitas de aparcamiento”, aunque su finalidad es muy distinta a las comentadas anteriormente. Se trata, por ejemplo, de las órbitas en las que se sitúa un determinado vehículo en espera de llevar a cabo una determinada acción.
Por citar algún ejemplo, durante los años de ocupación de la estación espacial Mir era relativamente frecuente que una nave carguero Progress tuviera que ser desacoplada del complejo orbital para permitir el acoplamiento en su puerto de una nave Soyuz visitante; cuando la Soyuz partía de nuevo, la Progress volvía a acoplarse, en espera de ser llenada de basura por los cosmonautas para deshacerse de ella con la desintegración del vehículo de carga durante su reentrada en la atmósfera. Pues bien, durante el periodo en el que la Progress permanecía desacoplada, se la enviaba a una distancia prudencial de la estación espacial, en lo que también puede denominarse “órbita de aparcamiento”, quizás incluso con más propiedad que en los casos descritos con anterioridad.
Órbitas cementerio
Otras órbitas que pueden denominarse de aparcamiento son las destinadas a almacenamiento de satélites obsoletos. Es el caso, por ejemplo, de los satélites geoestacionarios: debido al elevado número de satélites que realizan su misión desde esta misma órbita geoestacionaria (una órbita ecuatorial a 35.800 km de altitud), ésta comienza a estar bastante saturada. Aunque el principal problema de saturación se da en la banda de frecuencias utilizadas, pudiéndose generar interferencias entre diferentes satélites, también la disponibilidad de espacio físico puede llegar a ser problemática en determinadas zonas, a medida que se acumulan los satélites obsoletos con los nuevos enviados a sustituirlos.
Para paliar en cierta medida esta saturación, hace algunos años se impuso la norma de que todo satélite enviado a la órbita geoestacionaria debería abandonarla una vez terminada su vida útil, evitando así la acumulación de desechos en esa saturada zona del espacio. Por esta razón, ahora los satélites geoestacionarios están obligados a reservar una parte de su propulsante para llevar a cabo esa maniobra final.
Pero lamentablemente, esta norma internacional no impuso que el satélite debería retirarse a una órbita inferior, donde el mayor rozamiento con las capas altas de la atmósfera tenderían a frenarlo con el tiempo enviándolo finalmente a una desintegración durante la reentrada. En ausencia de dicha imposición, los satélites geoestacionarios obsoletos suelen ser enviados a una órbita superior, dado que ésta es una maniobra que precisa menos propulsante. Dicha nueva órbita también puede denominarse “de aparcamiento”, aunque suele denominarse con más propiedad como “órbita cementerio”.
De esta forma se consigue despejar la órbita geoestacionaria, aunque lamentablemente el resultado es que el satélite puede permanecer como basura espacial durante cientos de años.
El viaje interplanetario tiene muchas similitudes con las operaciones de puesta en órbita de satélites, pero también presenta algunas características particulares, que analizaremos en el presente artículo.
Una trayectoria interplanetaria parece que no tiene demasiada similitud con la órbita que sigue un satélite alrededor de la Tierra. Sin embargo, no es así: ambos se rigen por las mismas leyes de la mecánica celeste, y en ambos casos estamos hablando de órbitas; sólo que la trayectoria interplanetaria está constituida en la mayor parte de su recorrido por una órbita alrededor del Sol.
Tomemos como base el viaje de una sonda espacial que vaya a estudiar el entorno de otro planeta. Supongamos, como es bastante habitual, que dicha sonda parte de una órbita de aparcamiento terrestre en la que ha sido colocada en una primera fase por el cohete lanzador, y que su destino es otra órbita alrededor del planeta a estudiar, donde permanecerá durante el tiempo que dure su misión científica.
Pues bien, el viaje interplanetario entre la órbita de origen y la órbita de destino es una órbita de transferencia similar a las utilizadas habitualmente para la puesta en órbita de muchos satélites, y de las que ya hemos hablado en un artículo anterior. La principal diferencia en este caso es que, mientras en el caso de las órbitas de satélites sólo consideramos, en una primera aproximación, la influencia gravitatoria terrestre (las influencias del Sol y otros astros son a esa escala de orden muy inferior, y se tratan más bien como perturbaciones), en este caso tendremos tres influencias gravitatorias claras según cuál sea la fase de la misión: la influencia terrestre en la fase inicial, la influencia solar en la fase principal del viaje, y la influencia gravitatoria del planeta de destino cuando la sonda se encuentre ya en sus proximidades.