Roxana, o la cortesana afortunada (37 page)

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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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—¡Oh, no digáis que no sois mi madre! Estoy segura de que lo sois.

Y luego volvió a echarse a llorar como si quisiera morirse de pena. Amy no supo qué hacer hasta pasado un buen rato, pues no quería repetirle que no era su madre para no producirle otro ataque de llanto, así que optó por abordar la cuestión de otro modo:

—Vamos, niña —dijo—, ¿por qué quieres que lo sea? Si es por lo amable que he sido contigo, no te preocupes por eso. Seguiré tratándote igual de bien que una madre.

—¡Sí! —dijo la chica—, estoy segura de que lo sois, ¿se puede saber qué os he hecho para que no queráis reconocerme? Aunque sea pobre, vos me habéis convertido en una dama y nunca haría nada que pudiera deshonraros; además —añadió—, sé guardar un secreto, sobre todo si concierne a mi propia madre.

Y luego volvió a llamar a Amy «mi madre querida» y a abrazarla del cuello mientras lloraba a lágrima viva.

Estas últimas palabras de la joven alarmaron a Amy y, por lo que me contó, la asustaron terriblemente; es más, la dejaron tan confundida que no pudo dominarse, ni ocultarle a la chica su turbación, tal como se contará ahora. El caso es que Amy se quedó perpleja y muy sorprendida, y la muchacha, que era muy despierta, aprovechó la ocasión.

—Mi madre querida, no os preocupéis. Lo sé todo, pero no os preocupéis, no diré ni una palabra ni a mi hermano ni a mi hermana sin vuestro permiso. Pero no me rechacéis ahora que me habéis encontrado, no os escondáis de mí por más tiempo. No sería capaz de soportarlo —exclamó—, se me partiría el corazón.

«Esta chica debe de haberse vuelto loca», pensó Amy.

—Vamos, muchacha, te aseguro que, si fuese tu madre, no te rechazaría. ¿Acaso no he sido tan buena contigo como una madre?

Pero fue como hablar con la pared.

—Sí —respondió la chica—, reconozco que habéis sido muy buena conmigo —e insistió en que ése era otro motivo más para convencer a cualquiera de que se trataba de su madre, aunque ella tenía otras razones para creerlo y también saberlo, y añadió que era muy triste que no permitiese a su propia hija que la llamara madre.

Amy estaba tan confusa que, en lugar de seguir preguntándole para tratar de averiguar qué era lo que le hacía estar tan segura, se marchó y corrió a contarme lo sucedido.

Al principio me quedé atónita y después todavía más, como se explicará ahora, pero el caso es que le dije a Amy: «Aquí hay alguna cosa que se nos escapa»; sin embargo, tras mucho considerarlo, llegué a la conclusión de que la chica sólo la conocía a ella y me alegré mucho de no haber participado en el asunto y de que no supiese nada de mí. No obstante, mi tranquilidad no duró mucho, pues la siguiente ocasión en que Amy fue a visitarla, ocurrió lo mismo y se mostró aún más vehemente que la vez anterior. Amy trató de calmarla de todos los modos posibles, primero le dijo que le ofendía mucho que no la creyera, y la amenazó con volver a dejarla en la miseria si seguía insistiendo en aquel absurdo capricho.

Al oírla, la chica sufrió otro terrible ataque de llanto y se le abrazó como una niña desamparada.

—Vamos —dijo Amy—, ¿es que no puedes serenarte y dejar que siga cuidando de ti como hasta ahora? ¿Acaso crees que si fuese tu madre no te lo diría? ¿Se puede saber qué mosca te ha picado?

Pues bien, la joven le respondió que estaba enterada de todo y le explicó en pocas palabras lo que sabía. Y lo cierto es que, pese a lo escuetas que fueron aquellas palabras, bastaron para aterrorizar primero a Amy y luego a mí.

—Sé —afirmó— que cuando os marchasteis de… (y le dio el nombre del pueblo), después de que mi padre nos abandonara, os trasladasteis a Francia. Y también sé con quién fuisteis —prosiguió la chica—, ¿o es que vais a negarme que regresasteis de allí con mi señora Roxana? Yo no era más que una niña, pero me lo han contado. —Y así siguió hasta que consiguió que Amy perdiese la paciencia, se pusiera a gritarle como una posesa y le asegurase que no volvería a verla nunca y que poco le importaba si acababa pidiendo limosna.

La joven no pudo dominarse y le respondió que se había visto en peores situaciones y que siempre podría volver a servir. Y añadió que, si no quería reconocer a su propia hija, ella haría lo que le viniese en gana. Luego volvió a prorrumpir en llanto como si fuese a morirse de pena.

En suma, la conducta de aquella muchacha horrorizó tanto a Amy como a mí y, aunque estuviera equivocada en algunos detalles, el hecho de que acertase tanto en otros nos cubrió de perplejidad; sin embargo, lo que terminó de desquiciar a Amy fue que le dijo que sabía que yo me había ido a Francia con el joyero, aunque no le llamó así, sino que afirmó que, después de abandonar a sus hijos, el dueño de la casa la había cortejado y había acabado casándose con ella.

El caso es que era evidente que la chica tenía sólo una versión parcial de las cosas, pero aún así había logrado enterarse de algunos detalles que no dejaban de tener un fondo de verdad: por lo visto, nuestras primeras medidas y mis amores con el joyero no habían pasado tan desapercibidas como habíamos imaginado y habían llegado a oídos de mi cuñada, a quien Amy le había llevado los niños y que, al parecer, había organizado un pequeño escándalo al enterarse, aunque por suerte eso había ocurrido cuando yo ya me había marchado sin que nadie conociese mi paradero, porque de lo contrario estoy segura de que me habría devuelto a los niños.

Hasta aquí lo que pudimos sacar del discurso de la chica, o mejor dicho, lo que le sacó Amy en varias visitas sucesivas; sin embargo, la mayor parte eran fragmentos inconexos de varias historias que la joven había oído hacía mucho tiempo y que no acababan de tener ni pies ni cabeza, pues tan sólo sabía que su madre se había prostituido, se había fugado con el propietario de la casa y, después de casarse con él, se había ido a vivir a Francia. Y, cuando se enteró, mientras trabajaba en mi casa como criada, de que Amy había estado en dicho país con su señora Roxana y consideró la bondad que le había demostrado siempre, se convenció de que Amy era, en realidad, su madre y no hubo manera de convencerla de lo contrario.

Pero todo aquello, una vez considerada la cuestión y por lo que pude deducir de las palabras de Amy, no me preocupó ni la mitad que saber que aquella descarada conocía el nombre de Roxana y parecía saber quién era, aunque eso tampoco tuviera mucho sentido, pues en ese caso no habría deducido que Amy era su madre. No obstante, poco después, cuando Amy casi había logrado convencerla y la chica empezaba a estar tan confusa que lo que decía ya no tenía ni pies ni cabeza, la desdichada criatura sufrió una especie de arrebato de cólera y le dijo que, si ella no era su madre, entonces por fuerza tenía que serlo su señora Roxana, pues estaba convencida de que lo era una de las dos, y, en ese caso, todo lo que había hecho por ella Amy había sido siguiendo las órdenes de su señora Roxana.

—Y estoy segura —añadió— de que la carroza que llevó a aquella dama (quienquiera que fuese) a casa de mi tío en Spitalfields era la de mi señora Roxana, pues así me lo dijo el cochero.

Amy se burló de ella con el desparpajo de siempre, aunque luego me confesó que le había costado un gran esfuerzo hacerlo, pues sus palabras la dejaron tan confundida que poco faltó para que cayera desmayada en el suelo, y lo mismo me ocurrió a mí cuando me lo contó.

No obstante, Amy lo negó todo con el mayor descaro.

—Muy bien —le dijo—, pues ya que estás tan convencida de ser de tan alta cuna como para ser hija de mi señora Roxana, ¿por qué no vas a reclamarle lo que es tuyo? Supongo que sabes dónde encontrarla, ¿no?

Ella respondió que eso no sería difícil, y afirmó saber muy bien dónde me escondía y que, aunque volviera a mudarme, me encontraría.

—Sé muy bien a lo que se dedica, vaya que sí —observó con una especie de mueca sardónica.

Amy se ofendió de tal modo que me confesó, en suma, que empezó a pensar que sería necesario asesinarla. Esta expresión me produjo tal espanto que se me heló la sangre en las venas y me puse a temblar con tanta violencia que no pude articular palabra hasta pasado un buen rato. Por fin, le dije:

—Pero bueno, Amy, ¿es que te ha poseído algún demonio?

—No, no —respondió—, dejaos ahora de demonios. Si sospechara que sabe una palabra de vuestra historia, la despacharía una y mil veces, aunque se tratase de mi propia hija.

—Y yo —exclamé—, a pesar de lo mucho que te quiero, sería la primera en echarte la soga al cuello, y asistir a tu ejecución me proporcionaría mayor placer que cualquier otra cosa que haya visto en toda mi vida. Pero, qué digo —continué—, ni siquiera creo que vivieras lo bastante para que te colgasen, yo misma te degollaría con mis propias manos. Casi estoy tentada de hacerlo por haberme propuesto algo semejante.

Luego la llamé demonio maldito y le ordené que se quitara de mi vista.

Creo que ésa fue la primera vez que me enfadé con Amy en toda mi vida, y eso que, si se piensa bien, aquella idea diabólica era fruto tan sólo de la enorme devoción y fidelidad que sentía por mí.

Lo cierto es que todo eso me produjo una conmoción terrible, pues sucedió justo después de celebrarse mi matrimonio, y sirvió para apresurar nuestra partida a Holanda; por nada en el mundo me habría arriesgado a dejarme ver y que alguien hubiera podido reconocer a Roxana, pues eso habría bastado para arruinar todos los proyectos que había hecho con mi marido y me habría convertido en una nueva princesa alemana
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El caso es que puse a Amy a trabajar y le encargué que investigase por todos los medios cómo había descubierto la chica todo aquello, y en concreto qué era lo que sabía en realidad y qué lo que no sabía. Era de suma importancia que averiguásemos por qué aseguraba conocer a la señora Roxana y de dónde había sacado aquellas misteriosas ideas suyas, pues era evidente que no sabía a ciencia cierta quién era yo, o de lo contrario no se le habría metido en la cabeza que Amy era su madre.

Reprendí severamente a Amy por haberse dejado reconocer por mi hija, es decir, por haberse dejado identificar como mi cómplice, pues era imposible que no la reconociera después de haber trabajado para ella, o más bien a sus órdenes y para mi familia, tal como se contó antes. Pero Amy siempre había hablado con ella a través de una persona interpuesta y el secreto se descubrió sólo por accidente, como expliqué más arriba.

Amy estaba tan preocupada como yo, pero no pudo hacer nada por evitarlo. Y, aunque nos causase una gran inquietud, la cosa no tenía remedio y lo único que podíamos hacer era tratar de acallar el asunto en lo posible para que todo quedase entre nosotras. Ordené a Amy que castigara a mi hija y así lo hizo, pues se despidió de ella con un reproche y le aseguró que ahora comprobaría de una vez por todas que no era su madre, pues pensaba abandonarla allí donde la encontró, y, ya que no le bastaba con recibir la ayuda de una amiga y necesitaba convertirla en una madre, en el futuro no sería ni su madre ni su amiga, y le aconsejó que volviera a servir y a ganarse el pan con el sudor de su frente como lo había hecho hasta entonces. La pobre chica lloró de un modo lamentable, pero no hubo manera de convencerla y lo que más sorprendió a Amy fue que, después de aquella terrible reprimenda, siguiera en sus trece y que, pese a todas sus amenazas de abandonarla, continuara diciendo que estaba segura de que, si Amy no era su madre, entonces es que lo era su señora Roxana, y añadiera que estaba dispuesta a averiguarlo y que sabía muy bien dónde preguntar por su nuevo marido.

Amy volvió con aquella noticia y, nada más entrar en la habitación, noté que estaba frenética y fuera de sí y que tenía que hacer un gran esfuerzo para no contármelo, pues mi marido estaba presente. No obstante, cuando subió a cambiarse, no tardé en encontrar una excusa para seguirla.

—¿Qué demonios ocurre, Amy? —dije—. Estoy segura de que traes malas noticias.

—¡Malas noticias! —respondió en voz alta—. Pues sí. Creo que esa muchacha está endemoniada y que va a ser nuestra ruina y la suya, no hay modo de tranquilizarla.

Y así siguió y me contó todos los detalles, pero lo que más me asombró es que la chica afirmase saber que yo me había casado, que conocía el nombre de mi marido y que pensaba ir a buscarme. Pensé que me desmayaba al oírlo, mientras Amy daba vueltas por la habitación como una perturbada.

—Hay que acabar con esto, no lo soporto más, la mataré, la mataré como hay D… —Y juró por su creador en el tono mas serio del mundo, y luego volvió a repetirlo tres o cuatro veces, mientras iba y venía por la habitación—. La mataré, vaya que sí, aunque fuese la última mujerzuela del mundo.

—Te ruego que sujetes la lengua, Amy —le dije—, parece que te hayas vuelto loca.

—Y así es —respondió—, loca de remate, pero recobraré la cordura en cuanto haya acabado con ella.

—No, no lo harás —exclamé—. ¡Ay de ti como se te ocurra tocarle un solo pelo! Tendrían que colgarte por lo que has hecho ya, pues sólo por haberlo pensado eres tan asesina como si hubieras cometido el crimen.

—Lo sé —dijo Amy—, y no concibo nada peor, pero aún así estoy decidida a libraros de ella. Os aseguro que jamás volverá a decir que sois su madre, al menos en este mundo.

—Vamos, vamos —la tranquilicé—, cálmate y no hables así, no lo soporto más.

Y, al cabo de un rato, se serenó un poco.

Debo admitir que la posibilidad de que nos descubrieran conllevaba tantas ideas espantosas y precipitaba de tal modo mis pensamientos que estaba casi tan nerviosa como la propia Amy, así de terrible es el peso de la culpa sobre el espíritu.

Sin embargo, cuando Amy empezó a hablar por segunda vez de matar a aquella pobre muchacha y de asesinarla, y juró por su creador que lo haría, empecé a comprender que hablaba en serio y el espanto me hizo volver en mí.

Nos pusimos a considerar juntas el modo de averiguar cómo había llegado a saber todo aquello y se había enterado de que su madre había vuelto a casarse, pero no hubo manera de saberlo: la joven se negaba a decir nada, pues estaba muy disgustada con el modo tan brusco en que la había abandonado Amy.

El caso es que Amy fue a la casa donde vivía ahora mi hijo, pero todo fue en vano. Lo único que les había contado la pobre desdichada era una confusa historia acerca de una tal señora no sé cuántos, cuyo nombre ignoraban, y a la que no le habían dado ningún crédito. Amy les habló del absurdo comportamiento de la chica, les explicó hasta dónde habían llegado sus extravagancias y añadió que se había enfadado tanto con ella que no quería volver a verla y que, a menos que recapacitase y cambiase de actitud lo antes posible, tendría que volver a ponerse a servir.

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