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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (17 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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Podría haber dejado todo en sus manos, pues era evidente que aquel hombre era completamente honrado, y no tenía la menor intención de perjudicarme, tal como demostraba que me hubiera salvado la vida, o como mínimo que me hubiera librado de la ruina y la deshonra. De modo que ¿cómo iba a dudar lo más mínimo de él?

Cuando llegué lo tenía todo dispuesto como me había dicho y, en cuanto al dinero, me entregó en primer lugar una letra de cambio, pagadera en Rotterdam, por valor de cuatro mil
pistoles
, que extendida en Génova por un mercader de Rotterdam, pagadera a un mercader de París y endosada por dicho mercader a mi holandés, me aseguró que me pagarían en el acto, y así fue; el resto me lo dio en otras letras de cambio extendidas por él mismo a otros mercaderes de Holanda. Después de esconder las joyas como mejor pude, la carroza de un amigo suyo pasó a recogerme esa misma tarde para llevarme a Saint Germain y, a la mañana siguiente, a Rouen. También envió conmigo a uno de sus criados a caballo para que me atendiera por el camino y le transmitiese sus órdenes al capitán del barco, que estaba anclado a unos cinco kilómetros de Rouen, en el río, y, de acuerdo con sus instrucciones, subí inmediatamente a bordo, el barco zarpó y, al día siguiente, llegamos al mar. Y así me fui de Francia y me libré de un feo asunto, que, de haber seguido adelante, podía haberme arruinado y devuelto tan desnuda a Inglaterra como cuando me fui de allí.

XII

Ahora Amy y yo podíamos considerar sin cuidado la desgracia de la que habíamos escapado y, si yo hubiese tenido el menor sentido del poder supremo que controla y dirige tanto las causas como las consecuencias de este mundo, habría tenido motivos para sentirme agradecida al poder que no sólo había puesto aquella fortuna en mis manos, sino que me había permitido escapar de la ruina que me amenazaba; pero yo no tenía nada de eso. Me sentí, eso sí, agradecida por la generosa amistad de mi protector, el mercader holandés, que me había servido de un modo tan leal y, en lo que se refiere a las segundas causas
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, me había librado de la destrucción.

Como digo, estaba tan agradecida por su bondad y lealtad que decidí darle pruebas de ello en cuanto terminaran mis viajes, pues seguía en un estado de incertidumbre que a veces me intranquilizaba un poco. Tenía conmigo todos los papeles, y él había sido muy bueno al sacarme del país, como se ha contado más arriba. Pero todavía no acababa de verlo claro, pues, a menos que me pagasen las letras, podía perderlo todo a manos de mi holandés, e incluso era posible que hubiera urdido todo el asunto del judío para asustarme y obligarme a huir para salvar la vida, de modo que, si me rechazaban las letras, me habría engañado ante testigos. Sin embargo, mis sospechas eran injustificadas, pues el buen hombre había actuado como actúan todas las personas honradas: según principios rectos y desinteresados, y con una sinceridad que no suele darse con frecuencia en este mundo; el beneficio que sacó era justo y merecido y, por lo demás, no se aprovechó lo más mínimo de mí.

Cuando pasé en el barco entre Dover y Calais y tuvimos a mi amada Inglaterra a la vista, la Inglaterra a la que tenía por mi país natal, pues me había educado allí, aunque no hubiese nacido en ella, me poseyó una especie de alegría, y sentí tantos deseos de volver que le ofrecí al capitán del barco veinte
pistoles
por dejarme desembarcar en los Downs, y cuando me dijo que eso era imposible y que no lo haría ni por cien
pistoles
, deseé secretamente que se levantase una tormenta y empujase el barco, quisiéranlo ellos o no, a la costa de Inglaterra, para que yo pudiera desembarcar en suelo inglés.

Aquel perverso deseo no se apartó de mi imaginación en las dos o tres horas siguientes, pero el capitán gobernó la nave para que siguiera rumbo norte y pronto perdimos de vista la tierra por ese lado y sólo divisamos la costa flamenca a nuestra derecha, o, como dicen los marinos, por estribor, y al perderla de vista, el deseo de desembarcar en Inglaterra disminuyó y pensé en lo absurdo que era, pues, si hubiese desembarcado en Inglaterra, habría tenido que volver a Holanda a cobrar mis letras de cambio y, como no tenía allí ningún corresponsal, no habría podido hacerlo sin ir en persona. Pocas horas después de perder de vista Inglaterra, el tiempo empezó a cambiar, y el viento silbó de tal modo que los marinos se dijeron unos a otros que se avecinaba una mala noche. Faltaban dos horas para la puesta del sol, habíamos pasado junto a la costa de Dunquerque y creo recordar que dijeron que acabábamos de avistar Ostende; luego el viento empezó a arreciar, el mar se encrespó y todo empezó a tener muy mal aspecto, sobre todo para nosotros, que no sabíamos lo que nos esperaba. Por fin cayó una noche muy oscura, el viento refrescó y sopló más y más hasta que, dos horas después de anochecer, se desató una terrible tormenta.

Aquélla no era la primera vez que navegaba, pues había ido desde La Rochelle a Inglaterra cuando era niña y luego desde Londres, por el río Támesis, hasta Francia, tal como he contado antes. Pero el terrible clamor de los hombres sobre mi cabeza me asustó, pues nunca había estado en una tormenta y jamás había visto ni oído nada parecido y, una vez que me asomé a la puerta de la antecámara, como la llaman ellos, me horrorizaron la oscuridad, la fuerza del viento, la temible altura de las olas y el apresuramiento con que actuaban los marineros holandeses a quienes no entendía ni palabra, por lo que no sabía si estaban rezando o blasfemando; y, como digo, todo aquello me llenó de horror y, en suma, hizo que me asustara mucho.

Volví al camarote y me encontré con Amy, que estaba muy mareada, por lo que poco antes le había dado un sorbo de licor a fin de que se le asentara el estómago. Cuando me vio volver y sentarme sin decir palabra, me miró de soslayo dos o tres veces y por fin acudió corriendo a mi lado.

—Querida señora —dijo—, ¿qué es lo que ocurre? ¿Por qué estáis tan pálida?

Yo seguí sin decir nada, pero extendí las manos al cielo dos o tres veces. Amy siguió insistiendo hasta que le dije sin más:

—Sal a verlo tú misma a la puerta de la antecámara como he hecho yo.

Se fue de inmediato y se asomó tal como le había dicho, pero la pobre muchacha volvió más espantada y horrorizada de lo que la vi jamás, retorciéndose las manos y gritando que estábamos condenados y que íbamos a ahogarnos y que estábamos todos perdidos. Irrumpió en el camarote fuera de sí, como una loca, igual que habría hecho cualquiera en aquella situación.

Yo estaba muy asustada, pero al verla tan aterrorizada me serené un poco y empecé a hablar con ella para infundirle ánimos. Le dije que no todos los barcos a los que sorprendía una tempestad acababan hundiéndose y que tenía la esperanza de que no nos ahogaríamos, pues, aunque era cierto que aquella tormenta era terrible, los marineros no parecían tan preocupados como nosotras, y así seguí confortándola lo mejor que pude, a pesar de que yo estaba tan espantada como ella y notaba también la cercanía de la muerte, y me remordía la conciencia y me angustiaba mucho, pues no tenía nadie que me consolara.

Pero, como Amy estaba mucho peor, es decir, mucho más asustada por la tormenta que yo, tuve que hacer lo imposible por tranquilizarla. Ya he dicho que parecía una loca y que iba de aquí para allá por el camarote gritando que estaba condenada, ¡condenada!, y que nos ahogaríamos todos sin remedio y otras cosas parecidas.

Por fin el barco, empujado por alguna ola especialmente violenta, dio una fuerte sacudida y derribó a Amy, que seguía muy débil por el mareo, y que se golpeó en la cabeza contra el mamparo del camarote —como lo llaman los marinos— y se quedó tendida en el suelo o la cubierta como si hubiese muerto.

Yo grité pidiendo ayuda, pero lo mismo habría podido gritar en lo alto de una montaña donde no hubiese nadie a diez kilómetros a la redonda, pues los marineros estaban tan atareados y hacían tanto ruido que nadie me oyó ni vino a ayudarme; así que abrí la puerta del camarote y me asomé a la antecámara para pedir auxilio, pero, para mi mayor espanto, topé con dos marineros que estaban arrodillados rezando, mientras uno gobernaba el timón y emitía también una especie de gemido, que yo tomé por sus oraciones, pero, al parecer, era la respuesta que daba a los de arriba cuando le indicaban en qué dirección virar.

Allí no iban a ayudarme a mí ni a la pobre Amy, que seguía tendida en tal estado que era imposible saber si estaba viva o muerta. Volví con ella muy asustada, la incorporé un poco en cubierta y la apoyé contra las tablas del mamparo, saqué una botellita del bolsillo y se la puse debajo de la nariz y le froté las sienes, pero, a pesar de todos mis esfuerzos, siguió sin dar muestras de vida. Luego le busqué el pulso y apenas noté que estuviera viva; sin embargo, después de un rato empezó a recuperarse y, al cabo de media hora, volvió en sí, aunque al principio no recordaba nada de lo que le había sucedido.

Cuando se recobró del todo, me preguntó dónde estábamos. Le respondí que seguíamos en el barco, aunque sólo Dios sabía por cuánto tiempo.

—¿Cómo, señora, es que no ha amainado la tormenta?

—No, no, Amy —repuse.

—Pero, señora, si hace un momento el mar estaba en calma.

Se refería al rato que había pasado sin sentido.

—En calma, Amy —dije—, ni mucho menos, tal vez se calme cuando todos nos hayamos ahogado y estemos en el cielo.

—¡En el cielo, señora! —respondió ella—. ¿Cómo osáis hablar así? ¡En el cielo! ¡Yo en el cielo! ¡No, no, si me ahogo, me condenaré! ¿Es que no sabéis lo malvada que he sido? He sido la puta de dos hombres, y he vivido una vida abominable de vicio y perversidad a lo largo de catorce años. ¡Oh, señora, vos lo sabéis y Dios también! Y ahora voy a morir ahogada. ¡Oh! ¿Qué será de mí? ¡Estoy perdida para siempre! ¡Sí, señora, para siempre! ¡Para toda la eternidad! ¡Estoy perdida! ¡Perdida! ¡Si me ahogo, estoy perdida!

Todo eso, como es fácil imaginar, era como otras tantas puñaladas en el alma de cualquiera que estuviese en mi situación y enseguida pensé: «¡Pobre Amy! ¿Qué eres tú que yo no sea? ¿Qué has sido tú que no haya sido yo también? No, soy culpable de mi pecado y también del tuyo». Luego recordé que no sólo había sido lo mismo que Amy, sino también el instrumento que había utilizado el demonio para pervertirla, que la había desnudado y prostituido con el mismo hombre con quien yo me había degradado, que ella se había limitado a imitarme y a seguir mi perverso ejemplo, y que, igual que habíamos pecado juntas, lo más probable era que nos hundiésemos juntas.

Mientras los gritos de Amy resonaban en mis oídos, yo no dejaba de repetirme: «Soy la única culpable de todo esto; he sido tu perdición, Amy; te he empujado hasta aquí, y ahora tendrás que sufrir por los pecados que te he hecho cometer; y, si tú has de condenarte para siempre, ¿qué será de mí? ¿Cuál será mi castigo?».

Cierto que yo me limité a pensarlo y a suspirar para mis adentros, mientras que Amy gritaba y chillaba y daba voces como si estuviera sufriendo una terrible agonía.

No sabía cómo consolarla y, de hecho, no había mucho que decir, aunque logré que se serenase un poco y pude impedir que los del barco supiesen a qué se refería. No obstante, incluso en los momentos de más serenidad, siguió expresando su miedo y su terror por la vida tan depravada que había llevado y continuó gritando que iba a condenarse y otras cosas parecidas, lo que resultó terrible para mí, que conocía perfectamente mi propia situación.

Aquellas consideraciones hicieron que yo también me arrepintiera de mis pecados y exclamara —aunque fuese en voz baja— dos o tres veces: «Señor, apiádate de mí», a lo que añadí un gran número de resoluciones acerca de la vida que llevaría a partir de entonces, si Dios tenía a bien perdonarme esta vez: viviría como una soltera virtuosa y gastaría la mayor parte de lo que había ganado de forma tan malvada en actos de caridad y haciendo el bien.

Repasé, bajo tan terribles aprensiones, la vida que había llevado y la consideré con el mayor asco y desprecio; me sonrojé y me pregunté a mí misma cómo había podido renunciar a la modestia y el honor y prostituirme por el dinero; y pensé que, si Dios tenía a bien librarme de la muerte esa vez, todavía tenía la posibilidad de volver a ser la de antes.

Amy aún fue más allá: rezó y se comprometió a llevar una nueva vida si Dios la perdonaba ahora. La tormenta siguió toda la noche, hasta que empezó a clarear y la luz del día nos ofreció cierto consuelo, pues ninguno habíamos contado con volver a verla, pero el mar seguía alzándose tan alto como una montaña y el ruido del agua era casi tan espantoso como la visión de las olas y no se veía tierra por ninguna parte, ni los marineros tenían la menor idea de dónde estábamos. Por fin, con gran alegría, divisaron tierra, que resultó ser Inglaterra y la costa de Suffolk, y pusieron rumbo a la orilla; con mucho peligro y grandes dificultades lograron llegar a Harwich, donde nos pusimos a salvo de morir, aunque el barco estaba tan maltrecho y lleno de agua que, si no hubiésemos llegado a tierra ese mismo día, se habría hundido sin remedio antes de la noche, según la opinión de los marineros y de los trabajadores que contrataron en tierra para reparar las vías de agua.

Amy resucitó en cuanto oyó que habían divisado tierra y se precipitó a cubierta, pero enseguida volvió conmigo y me dijo:

—¡Oh, señora! Es cierto que han avistado tierra, parece sólo una franja de nubes, y tal vez lo sea, pero, si es tierra, está todavía muy lejos, y el mar está tan revuelto que todos moriremos antes de alcanzarla. No he visto nunca olas así, son altas como montañas, sin duda nos engullirán a todos, ahora que tenemos tierra a la vista.

Yo había concebido la esperanza de que, ya que habían avistado tierra, tuviéramos una oportunidad de librarnos, y le respondí que ella no entendía los fenómenos de la naturaleza y que podía estar segura de que, si habían visto tierra, pondrían rumbo hacia ella en el acto y nos llevarían a algún puerto; pero según Amy la distancia era enorme, la costa parecía sólo una franja de nubes y las olas eran tan altas como montañas, por lo que no parecía haber ninguna esperanza y lo más probable era que nos hundiéramos antes de alcanzarla, por eso estaba tan desanimada. Sin embargo, el viento soplaba del este y nos empujó tan furiosamente hacia tierra que, media hora más tarde, cuando me asomé a la puerta de la antecámara, vi la costa mucho más cerca de lo que imaginaba Amy, así que volví a entrar y la consolé y yo misma cobré ánimos.

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