Luego sacó el dinero y le pagó ciento veinte libras, para acabar de convencerlo de que no saldría perdiendo al volver a acogerlo bajo su techo, y añadió que volvería otro día a verlo para arreglarlo todo de modo que ningún acontecimiento imprevisto, incluido su propio fallecimiento, pudiera causar perjuicios al niño.
En esa reunión, el hombre le presentó a su esposa, una mujer seria, agradable y maternal que habló con mucha ternura del muchacho y que al parecer había sido muy buena con él, aunque tenía varios hijos propios. Después de un rato de charla, la mujer le dijo:
—Señora, me alegra de todo corazón que tengáis tan buenos propósitos para este pobre huérfano, y lo celebro mucho por él, pero supongo que sabéis, señora, que tiene, además, otras dos hermanas que todavía siguen con vida, ¿no os importa que os hable de ellas? Las pobres niñas no han tenido tanta suerte como él y se han visto obligadas a enfrentarse al mundo solas.
—Y ¿dónde están, señora? —dijo Amy.
—Pobres criaturas —respondió la mujer—, se dedican a servir, pero nadie conoce su paradero, es un caso terrible.
—Bueno, señora —dijo Amy—, si supiese dónde se encuentran las ayudaría, pero ahora me preocupa más mi niño, como me gusta llamarlo, y trataré de ponerlo en situación de ayudar a sus hermanas.
—Pero, señora —dijo la compasiva mujer—, es posible que no se sienta inclinado a ser tan caritativo con ellas como lo sois vos, pues los hermanos no son como los padres, y las pobres niñas ya han sufrido bastante, aunque a menudo las hemos ayudado con ropa y comida, incluso cuando se suponía que estaban al cuidado de su malvada tía.
—Os comprendo muy bien, señora —dijo Amy—, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Por lo visto se han ido y nadie sabe dónde se encuentran. Si aparecen, ya habrá tiempo de pensar en algo.
Ella apremió a Amy a que obligase a su hermano a ayudarlas con la fortuna que sin duda acabaría teniendo.
Amy respondió con frialdad, aunque afirmó que se lo pensaría, y así puso fin a la entrevista. Después, volvieron a verse muchas veces, porque Amy fue a ver a su hijo adoptivo y se encargó de asegurar su educación, su vestido y otras cosas, pero les insistió en que no le dijesen nada al joven. Sólo que el oficio que había escogido les parecía demasiado fatigoso y que habían preferido tenerlo con ellos un poco más para que tuviese ocasión de aprender uno mejor. Amy siguió presentándose como hasta entonces: como una mujer que había conocido a su madre y le tenía cierto afecto.
Así pasaron casi doce meses hasta que un día una de mis camareras, que le había pedido a Amy —ella era quien mandaba en la servidumbre y contrataba y despedía a los criados según su criterio— permiso para ir a la City a ver a unos familiares, volvió llorando amargamente y se pasó varios días muy apenada. Amy reparó en aquel exceso y temió que pudiera darle un ataque por el disgusto, así que aprovechó la primera oportunidad para interrogarla.
La camarera le contó una larga historia y le explicó que había ido a visitar a su hermano, el único hermano que tenía en el mundo, y del que sabía que había empezado a trabajar como aprendiz de…, pero una dama se había presentado en una carroza en casa de su tío…, que era quien lo había criado y le había pedido que lo quitara de aprendiz y le hiciera volver a casa, y así la pobre desdichada siguió contándole toda la historia que acabo de relatar, hasta llegar a la parte que le tocaba a ella directamente:
—¡Ay! —dijo—, yo no les había dicho dónde vivía y, según me han contado, la dama también se mostró dispuesta a ayudarme a mí igual que a mi hermano, pero nadie supo decirle dónde estaba y ahora lo he perdido todo y ya no me queda otra esperanza que seguir siendo una pobre criada toda mi vida.
Luego volvió a echarse a llorar. Amy respondió:
—¿Qué historia es ésta? ¿Quién puede ser esa dama? Sin duda se trata de una broma.
—No —replicó ella—, no es una broma, les ha hecho quitar a mi hermano de aprendiz y le ha comprado ropa nueva y lo ha puesto a estudiar, y esa mujer les aseguró también que pensaba convertirlo en su heredero.
—¡Su heredero! —exclamó Amy—, ¿y qué? Lo más probable es que no tenga nada que dejarle.
—No, no —dijo la chica—, llegó en una lujosa carroza tirada por muchos caballos y no sé cuántos lacayos para atenderla, y llevó consigo una bolsa llena de monedas y se la dio a mi tío…, el que crió a mi hermano, para que le comprase ropa y para pagarle el alojamiento y su educación.
—¿El que crió a tu hermano? —dijo Amy—. ¿Acaso que no te crió a ti también? ¿Se puede saber quién te crió a ti entonces?
La pobre muchacha le contó una triste historia de una tía que las había criado a ella y a su hermana y las había maltratado a las dos, tal como hemos dicho antes.
Para entonces a Amy la cabeza le daba vueltas y tenía el corazón a punto de salírsele del pecho. No sabía cómo actuar, pues se había convencido de que aquélla no era otra que mi hija, ya que le contó toda la historia de su padre y su madre y cómo la doncella las había llevado a casa de su tía, tal como relaté al principio de mi historia.
Amy no me contó nada hasta al cabo de un tiempo y no supo muy bien qué hacer, pero, como tenía autoridad para administrar los asuntos domésticos, se las arregló para sorprender en falta poco después a la camarera y despedirla.
Sus motivos eran buenos, aunque cuando me enteré no me gustó nada, pero luego me convencí de que tenía razón, pues, si me lo hubiera contado, me habría visto dividida entre la dificultad de ocultarme de mi propia hija y la inconveniencia de que los parientes de mi primer marido supiesen de mi forma de vida, e incluso de que él mismo llegase a averiguarlo, pues Amy me confesó que lo de su muerte en París lo había inventado al verme tan poco decidida a contraer matrimonio, por si se me presentaba alguna ocasión mientras estaba en Holanda.
No obstante, y a pesar de todo lo que había hecho, seguía siendo demasiado buena madre para dejar a aquella pobre chica abandonada en el mundo mendigando por un poco de pan y trabajando como una esclava en la cocina; además se me ocurrió que podía acabar casándose con un pobre diablo, un cochero, lacayo o algo por el estilo, y echar a perder así su vida; o, lo que era peor, que se acostase con uno de ellos y quedara encinta, con lo que arruinaría su vida por completo, y aquellas aprensiones me llenaban de desasosiego a pesar de toda mi opulencia.
No podía enviar a Amy a verla, porque había trabajado en la casa y la conocía tan bien como Amy me conocía a mí, y sin duda, aunque yo estuviera fuera de su alcance, también podía haber tenido la curiosidad de espiarme y haberme visto lo bastante de cerca para reconocerme, si hubiese ido yo a hablar con ella. Así que no podía hacerse de ese modo.
Sin embargo, Amy, diligente e infatigable criatura, buscó a otra mujer y le encargó que fuese a casa de aquel buen hombre en Spitalfields, donde supuso que iría la joven después de que la despidieran, y le dijera que, igual que se habían ocupado de su hermano, también se ocuparían de ella, por lo que no debía desanimarse. Llevó consigo veinte libras para comprarle ropa y le pidió que no volviese a servir, sino que pensase en alguna otra cosa, que buscara alojamiento en alguna casa de buena reputación y esperase a tener noticias nuestras.
La chica se alegró muchísimo al oírla, desde luego. Al principio le entraron aires de grandeza y se compró un vestido muy bonito y fue a visitar a la señora Amy, para demostrarle lo bien que le iban las cosas. Amy la felicitó y le deseó que todo le fuese tal como imaginaba, también le recomendó que no dejase que se le subiera a la cabeza y le recordó que la humildad era el mejor adorno para una dama. No pudo darle mejor consejo, aunque no le sirviera de mucho.
Eso ocurrió en los primeros años en que me instalé en la ciudad. Mientras yo celebraba los bailes y las mascaradas, Amy se ocupaba de convertir a mi hijo en un hombre de mundo, de acuerdo con los sabios consejos de mi fiel sir Robert Clayton, que le buscó un maestro, con quien luego lo enviamos a Italia, como se contará a su debido tiempo, y cuidaba también de mi hija, a través de una tercera persona.
Mi relación con mi señor… llegaba a su fin y, a pesar de todo su dinero, lo cierto es que había durado tanto que yo estaba tan harta de él como él de mí: se volvió viejo, gruñón y quejoso, y debo añadir que al envejecer se volvió también más rijoso y libertino, y eso hacía que su vicio me resultase empalagoso y nauseabundo hasta tal punto que no sería apropiado escribirlo aquí. Tan asqueada estaba que aproveché la ocasión que me brindó uno de los imprevisibles enfados con los que me importunaba cada vez con más frecuencia para no ser tan complaciente con él como acostumbraba y, como sabía que se irritaba con facilidad, dejé que se encolerizase y luego se lo reproché, lo cual nos proporcionó una excusa para hablar del asunto. Le dije que tenía la sensación de que se había hartado de mí y él me contestó muy airado que ciertamente así era. Respondí que tenía la impresión de que mi señor trataba de conseguir que yo también me hartara, pues en los últimos tiempos había tenido que sufrir varios enfados parecidos y ya no me trataba tan bien como antes, y le rogué a mi señor que se tranquilizara. Pronuncié aquellas palabras con un aire de frialdad e indiferencia que sabía que le resultaba insoportable, pero no me enfrenté directamente con él ni le hice saber que yo también estaba harta y quería que me dejase, pues sabía que eso ocurriría tarde o temprano; además, había sido muy bueno conmigo y no quería ser yo la responsable de la ruptura, para que no pudiera decir que era desagradecida.
Sin embargo, él mismo me sirvió la ocasión en bandeja, pues no volvió a visitarme en casi dos meses. Yo contaba con que se ausentara una temporada, pues algo parecido había ocurrido ya otras veces, aunque nunca había durado más de dos o tres semanas como máximo. Pero, después de esperarlo durante un mes, mucho más de lo que habían durado hasta entonces sus ausencias, adopté una nueva estrategia, pues había decidido tomar yo la iniciativa y continuar o no con aquella relación según me conviniese. Así que me mudé a otros apartamentos junto a las graveras de Kensington, cerca de la carretera de Acton, y sólo dejé en mi antigua casa a Amy y a un lacayo, con instrucciones precisas de lo que debían hacer cuando mi señor entrara en razón y juzgase conveniente volver, como yo sabía que acabaría haciendo.
Transcurridos los dos meses, se presentó como siempre al caer la tarde. El lacayo le abrió la puerta y le informó de que su ama no estaba en casa, aunque la señora Amy estaba en el piso de arriba. En lugar de mandarla llamar, subió las escaleras y se encontró a Amy en el comedor. Le preguntó dónde estaba yo.
—Mi señora se mudó hace ya días —dijo ella— y ahora vive en Kensington.
—Y dime, Amy, ¿qué haces tú aquí?
—Pasamos aquí la mayor parte del día, porque todavía no se lo han llevado todo y para atender a quien pregunte por la señora.
—Bueno, ¿y qué vas a decirme a mí?
—Ciertamente, no tengo nada particular que deciros, salvo, igual que a cualquier otro, dónde vive ahora mi señora, no vaya alguien a pensar que ha huido.
—No, Amy —dijo él—, no creo que haya huido, pero no puedo ir a verla tan lejos. —Amy no respondió, sino que se limitó a hacer una reverencia y a añadir que tenía entendido que yo pensaba volver dentro de poco a pasar una semana o dos en la casa—. ¿Y a qué llamas tú dentro de poco, Amy? —insistió.
—Llegará el próximo martes —respondió Amy.
—De acuerdo, pasaré entonces a verla.
Y se marchó.
Efectivamente, volví el martes y pasé allí quince días, pero él no fue a visitarme, así que regresé a Kensington y, después de eso, se acabaron las visitas de mi señor, cosa que al principio me alegró mucho y luego me alegró todavía más, y por motivos más que loables.
Y es que no sólo me había hartado de él, sino también de aquel vicio y, aunque ahora disponía de todo el tiempo del mundo para distraerme y entretenerme todo lo que pudiera desear una, descubrí que empezaba a juzgar mejor las cosas y a deleitarme de un modo más noble que hasta entonces, y eso me hizo reflexionar sobre el pasado y sobre el modo en que había vivido; y, aunque en todo eso no hubiera ni una brizna de lo que podríamos llamar religión o conciencia, y menos aún de arrepentimiento o algo parecido, el sentido de las cosas y la experiencia que tenía del mundo y de la gran variedad de lugares en los que había vivido empezaron a operar sobre mis sentidos y acabaron por conmoverme de tal modo que, una mañana en que estuve un rato despierta en la cama, me pregunté: «¿Qué motivos tengo ahora para seguir siendo una puta?». Como es natural, recordé las desdichadas circunstancias con las que el diablo me había obligado a claudicar, pues confieso que, al principio, sentí auténticos reparos a la hora de cometer aquel crimen, en parte debido a mi educación virtuosa y en parte a mi sentido de la religión, pero el diablo —y en concreto el terrible diablo de la pobreza— prevaleció; y, por si fuera poco, la persona que asedió mi virtud lo hizo de un modo tan insistente, y casi podría decir tan irresistible, como si lo hubiera inspirado el mismo espíritu maléfico, que, según creo, participa siempre en esa clase de cosas, si es que no participa en todas. Pero, como digo, fue tan insistente que (tal como conté al relatar los hechos) no pude resistirme. El caso es que el diablo utilizó aquellas circunstancias no sólo para obligarme a claudicar, sino como argumentos para atrincherar mi espíritu e impedirme cualquier reflexión, a fin de forzarme a seguir por aquel horrible camino que había emprendido, igual que si fuese lícito y honrado.
Pero de nada sirve volver sobre mis errores, todo eso no eran más que pretextos y agua pasada y lo importante era que ahora ni siquiera el demonio podía proporcionar un argumento o razón que sirvieran como respuesta, siquiera fingida, a la pregunta: «¿Qué motivos tengo ahora para seguir siendo una puta?».
Durante un tiempo me había servido como excusa mi relación con aquel lord anciano y pervertido, pues no me parecía honorable abandonarlo, pero ¿qué podía ser más absurdo que recurrir a la palabra honor con motivos tan viles? Como si una mujer debiera prostituir su honor por motivos de honor, qué incoherencia tan horrible: lo que me exigía el honor era detestar aquel crimen y a aquel hombre, y resistir los ataques que desde el primer momento había sufrido mi virtud; y el honor, si hubiese recurrido a él, habría preservado mi honestidad desde el principio.