Rosado Felix (6 page)

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Authors: MBA System

BOOK: Rosado Felix
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En el camino van dejando atrás pueblos, valles y riachuelos, se intrincan los pensamientos a la par que atraviesan trochas y pantanos, sin toparse en días con ningún rival más. ¿Dónde están los insurrectos? ¿Acaso han sido fantasmas? ¿Contra quién hemos luchado?, se pregunta Curro.

De noche, los soldados se sientan en torno al fuego, ávidos de hambre, pero comida hay la justa, con raciones medidas, solo para que no sucumban demasiado pronto mientras se olvidan de su pronto retorno a casa.

—Si no nos matan ellos, los demonios que nos han perseguido, nos matará el hambre —dice el Perla, al encontrarse con algunos de los recién arribados a un puesto de vigilancia.

—¿Pero quiénes son ellos? —pregunta un muchacho con cara de crío.

—¿Cuántos años tienes? —responde un gallego con otra pregunta.

—Dieciocho —dice el crío, e insiste—, ¿quiénes son?

—Ellos son los mambises, aparecen de noche con los temibles machetes.

—¿Por qué los llaman demonios?

—¿Por qué? —dice el gallego—. Acuden invocados por los espíritus de la magia africana, vudús y macumbas.

— Sí, religiones de magia negra —advierte un viejo veterano que ronda por el campamento.

Eso sienten algunos, un miedo que penetra en sus cuerpos como los vientos fríos, la piel se eriza, sí, los enemigos son los diablos ansiosos de sangre.

Mientras escuchan el relato, algunos solo piensan que, a cambio de sus servicios en el Ejército, podrán ganar una laureada o una pensión de a cuatro pesetas mensuales en España, eso con fortuna, si la suerte sale de cara, pero será el azar el que marque la salvación de unos pocos, como ese puñado que clamaba en el puerto su inminente vuelta.

—¿Qué es lo que hacen? —insiste en preguntar el crío, más que fascinado en la historia, interesado por el ansia de vivir la gran aventura de su juventud.

El viejo soldado, canoso y tristón, farfulla entonces con palabras entrecortadas.

—Te pueden clavar un cuchillo a distancia, sin que estén delante...

—No, ja, ja... eso sí que no lo creo.

—En sus danzas utilizan un muñeco de trapo y lo lancean de alfileres, lo acribillan con saña, luego atrapan un gallo y cortan su cabeza, y el cuerpo del animal sale corriendo solo, como despavorido, chorreando su herida, sin cabeza, como un monstruo...

—Sí, correrá como un pollo descabezado, ja, ja, ja... —dice otro soldado que se toma el cuento con el mismo humor que el crío. Mas el viejo seguía hablando.

—...también hacen círculos de fuego, invocaciones y danzas macabras, yo los he visto en las playas, dando rienda suelta a los tambores y las batucadas, los hechiceros escupen al aire palabras salvajes, llaman a sus dioses negros, a sus dioses animales, zoomorfos, con poderes ocultos de la selva, algunos fuman vehementes unas hierbas, luego, drogados, empiezan a imitar los movimientos de bestias salvajes, gesticulan como los leopardos y ofrecen sacrificios, son sanguinarios cuando eligen a sus víctimas, seres humanos, a los que muerden con la cabeza de una serpiente.

—Viejo charlatán, ¡Vargas, deja de meter miedo a los muchachos! —le grita el sargento.

—¿Pero tiene efectos reales esa magia? —pregunta aún curioso el crío, pecoso y de pelo erizado.

—Ellos creen que sí, parece más una superstición, pero yo conozco casos extraños, uno de los soldados de mi batallón curioseó y participó una vez en una fiesta de vudú de unos morenos, yo no sé qué hizo o qué le hicieron, solo sé que enloqueció, debió de beber un potaje extraño sin estar preparado para ello, ellos lo beben también, en ayunas, creo; desde entonces, por las noches este se levantaba gritando, despertaba a todos, si es que alguno podía dormir, gritaba desesperado, ¡¿dónde está mi alma?!, ¡¿dónde está mi alma?!, ¡que he perdido mi alma!, y todavía debe de soñar pesaroso, pues los sanitarios ya no sabían qué hacer, llamaba a su padre y a su madre, constantemente, está loco de remate, lo mandaron a casa hace unos meses...

—Recuerdo a un muchacho en el puerto, tras nuestro desembarco. Llevaba una bandera al viento y corría como un poseso, gritando eso, ¡padre, madre!, sí, lo recuerdo —comentó Curro.

—Sí, seguro, sería él —contestó el viejo—. Así volvió a casa, enfermo y loco.

—Pobre incauto —dijo Paco el arriero.

 

 

VII. LOS LIBRES

De España no llegan cartas, ni noticias. Tres años después de su asentamiento en la isla, las tropas del
Magallanes
se mezclan con los restos de unas y otras desarboladas brigadas de un Ejército que se arrastra pero aguanta las continuas embestidas de los cubanos. En el fuerte de Cascorro la resistencia española se hace de rogar y no son pocos los soldados que lucen en sus uniformes rasgados cruces rojas por sus méritos militares. Una nada despreciable parte de la guarnición está formada por presos liberados por un decreto gubernamental que ofrecía un trueque aceptado por todos: luchar por la patria en Cuba a cambio de la excarcelación. Curro y sus camaradas comparten la guerra con ex presidiarios. El riesgo de morir es alto, aunque no lo es comparado con el sufrimiento del encierro entre cuatro paredes, en mazmorras frías, húmedas, oscuras y pestilentes; ¿quién no cambia, pues, el sendero hacia los campos elíseos en tan fúnebres, sombrías y pesarosas tumbas por la hora suprema ante el ron cubano, el sol caribe, el calor pegajoso, el aire libertario isleño y el sometimiento a las fiebres amarillas, más los mosquitos, las heridas, la sangre y la muerte entre balaceras y machetes de mambises y criollos? Esos son los veteranos que luchan por su vida más que por su país, que a la par es correr la misma suerte, seguir vivos en la medida que lo permita el destino. La penuria es grande, bien mereciendo la pena aceptar el combate, pues qué harían en un calabozo de Valladolid sino dejar que pasen las horas hasta que llegue el momento de ser degollados por la guadaña de la Muerte, umbral de Hades, mojamas y calaveras.

Dura por no decir imposible es la vida de los soldados en el frente. Algunas cartas son interceptadas por el mando para que España no sepa a ciencia cierta qué ocurre, ¡excusas!, ¡no desanimar al país!, no solo ocultan la verdad a los políticos, sobre todo no se desea que las quintas de soldados y refuerzos no conozcan qué hay de incierto, ¡que cuece la isla como una cazuela al fuego!, que no decaigan en su ánimo, que no traten de huir, ¡es su misión!, mas los que llegan, tuberculosos y moribundos, cuentan lo suyo y los corros nacen solos en los mentideros de las ciudades; se conoce bien, por tanto, la realidad: España se desangra en su Cuba, en la Guerra Grande (Nota del autor:
Los españoles denominaban a la primera guerra de Cuba, acaecida entre 1868 y 1878, como la Guerra Grande, por sus estragos
).

 

Una partida animosa sale comandada por el capitán Castaños. Intenta enlazar las líneas rotas del frente español. Los soldados alcanzan el río Cauto, camino del fuerte Camagé. No hay nada que hacer, días y noches transcurren sin pena ni gloria, con partes militares aquí y allá que hablan de los levantiscos cubanos; pero la tropa de Castaños no ha encontrado aún a nadie contra quien luchar. Los ruidos de la noche se confunden con los chasquidos de las fogatas. Los búhos ululan y los aleteos de los murciélagos espantan la oscuridad entre alaridos y gruñidos de otros animales extraños, nunca antes escuchados por estos soldados que no son más que humildes campesinos. En la selvática encrucijada, los infantes se agobian por el caluroso y pegajoso clima, sudan lagrimones de sal que escurren por sus ya morenos rostros. La arena se pega a las botas y hace llagas en sus pies; sangran y revientan ampollas. Si paran la marcha se descalzan para aliviar su dolor y estiran las piernas en alto, contra los árboles. El paraíso cubano es la antesala del infierno, dicen ahora. Solo cuando alcanzan las cumbres y otean el horizonte, el deleite inunda su vista ante el mar, abierto a bahías naturales y verdosas arboledas, ¡tan frescas cuando no se está dentro de ellas!, pues allí son picados por mosquitos y sanguijuelas; el picor más fuerte se produjo semanas después, en la inacabable caminata a la deriva por las selvas de la isla. Uno de los españoles cayó en una cruel trampa. Segó su cuello.

—¡Dios mío, Dios mío! —gritó Almería como un poseso.

—¡Es el cántabro, es el cántabro!, ¡ayudadle, ayudadle! —dijo otro.

Pero el cántabro ya era otro muerto.

 

 

VIII. SIEMPRE TIRANDO TIROS

Los soldados se desesperan y no saben qué hacer tras largos años de pesares. Paco el arriero no lo soporta. Ninguno lo soporta, pero él menos. Llora.

—¡Curro, Curro!

—¿Qué sucede?

—No sé de mi mujer ni de mis hijos, desde que llegamos no sé nada, nada.

—Nadie sabe de los nuestros, arriero.

—¡Curro! Yo no sé escribir. ¡Ayúdame! Escribe una carta a mi mujer.

—Lo que tú digas.

—Sí, escribe, ¡escríbela! —decía ansioso, apretando las manos convulsas, como si lo rogara, aunque eran tics cogidos en la guerra, tics del miedo y del horror—. Escríbela, Curro, yo te digo lo que quiero que sepa.

—Cálmate, arriero, cálmate.

—Toma, aquí tienes papel, tinta y pluma —y sacó todo de un raído macuto. Entre los papeles había tinta vertida y trazos sinuosos, irregulares, que el arriero había pintado con sus temblorosos dedos.

Curro se apoyó en un madero y escribió por su amigo, si bien avergonzado.

 

Camagüey, en Cuba a veintisiete de febrero de mil ochocientos setenta y tres.

Querida Beatriz:

No te puedes imaginar lo que es, siempre tirando tiros, y ya cae un amigo, ya el compañero, en fin, desde que Dios nace hasta que anochece; estamos confesados pues sabemos que tarde o temprano vamos a morir, sí, rezas para que Dios te ayude y te salve, pero cada vez somos menos los que nos movemos entre los cañaverales, a veces te escondes entre el bambú y te dan ganas de no salir más, para no escuchar la brutalidad espantada por los cañones, pero entonces te caen las bolas de fuego al lado, que a algunos les rompen las piernas y a otros les arrancan la vida, y ves que tampoco aquí estás fuera de peligro, se incendian los pastizales y tienes que salir corriendo para que no te alcancen las llamas. Y sueño que estoy contigo por las noches y que abrazo a nuestros hijos cuando llego a casa, pero ese deseo me parece lejano, pues yo no creo que esta guerra termine pronto y si tengo suerte me darán permiso para volver a España, algunos son heridos y se marchan, me pregunto si no tendrán buena fortuna los que son heridos y tienen que abandonar el frente, porque esos no volverán más, pero no te puedes arriesgar porque una herida puede ser mortal si se infecta, cosa que es normal pues tampoco tenemos muchos sanitarios, sino a un tal Santiago Ramón y Cajal, un hombre que se desvive por los heridos, pero él también es víctima de las fiebres que nos asaltan por las picaduras de los mosquitos; tengo miedo, mucho miedo, algunos hombres se desangran aunque no están heridos de muerte, pues acaban muriendo, ¡Dios mío, qué temor tenemos a no regresar nunca!, te quiere, tuyo... (
Nota del autor:
Adaptación ficticia de una carta real escrita por el soldado Eloy Gonzalo en la tercera guerra de Cuba, tras la batalla de Cascorro).

 

—Déjame el papel, quiero cogerlo, como si lo hubiera escrito yo, Curro, ¡déjame el papel! —dijo, nervioso.

—Ahí está —dijo el otro, tranquilo.

Curro se alzó y se alejó una cuadra. En ese momento un estallido sonó a sus espaldas. Una polvareda de humo cubrió los maderos en los que escribía momentos antes y vio a su compañero abierto en un escorzo. Paco el arriero se quedó con su mensaje en las manos; con las salpicaduras de roja sangre, como si efectivamente él lo hubiera escrito y sellado. Y Curro Córdoba se acercó a pasos lentos, como si no creyera lo que estaba viendo, como si no acabara de suceder que él, solo un instante antes, se hallaba en ese sitio en el que yacía el desolado marido, allí caído, lejos de los suyos, acribillado por la metralla, sobre un tintero volcado que mezclaba su sangre y el líquido que daba voz y sentimientos a la misiva, a las últimas palabras que nunca su mujer hubiera querido escuchar. No pudo siquiera terminar la carta y Curro leyó el pliego chamuscado con frialdad mientras el olor a pólvora quemada se esparcía por el aire anegado de cenizas y arena, ¿a qué huele la muerte?, se preguntó, restregándose la frente mientras se acurrucaba contra unos sacos; luego se cobijó y escuchó los impactos secos de chispas y balas perdidas.

 

 

IX. LA MANSIÓN BLANCA

Mayo de mil ochocientos setenta y cuatro. Senda del Fuerte Principal. Curro Córdoba y Nicolás Juncal se mueven a escondidas entre la maleza y la negrura de la noche, con destino insospechado hacia el fuerte Principal, una misión que pasa primero por cruzar las líneas enemigas. Fincas de algodoneros y maizales se plantan señoriales en su camino. Tras varios días reptando por los suelos, los dos soldados se topan, magullados, con una cordada de cercas en los límites de espléndidos caseríos y un ciclópeo molino. Nicolás y Curro transitan los andurriales como zorros camino del gallinero, ningún paraje les resulta extraño después de cuatro años con los cuerpos cual raíces a ras de tierra. Apenas se alzan para disparar tiros. Nicolás tiene una sensación. Adelanta a su compañero y se arrastra hasta la valla de la mansión blanca. Una premonición, advierte en sus pensamientos, como si conociera de toda la vida esa fachada de armonía iluminada por el claro de luna; se detiene seducido, anda otros pocos pasos, hace un alto más, mientras Curro de lejos mantiene la alerta, cauto. Nicolás sigue entonces adelante, obnubilado por una visión inesperada, en el fondo de su alma esa casa es un sueño revelador, objeto de un deseo perdido, cual demiurgo primitivo clavado en su espíritu, acaso enloquecido ya por los silbidos de las balas, ya por los cantos de sirena, cual Ulises náufrago de regreso a Ítaca en el fin de su aventura.

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