Aunque esta vez no competía contra Catilina, Cicerón utilizó sus dotes retóricas para presentarlo como un peligro para el Estado y la sociedad, y consiguió que fuera derrotado por segunda vez. Aquel nuevo fracaso fue demasiado para Catilina: no solo suponía un gran golpe para su orgullo, sino también para su bolsillo, pues en noviembre se cumplía el plazo en que debería pagar sus elevadísimas deudas. Ya en las elecciones del 65 le habían acusado de tramar una conspiración, probablemente sin motivos, pero en esta ocasión decidió pasar a la acción de verdad y tomar por la fuerza el poder que no conseguía en las urnas.
Catilina sabía que había dos grupos principales en los que se podía apoyar: los nobles endeudados como él y los campesinos prácticamente arruinados. En particular, en Etruria existía un nutrido colectivo de antiguos soldados de Sila que poco a poco se habían empobrecido y que estaban dispuestos a recurrir a la violencia para remediar su situación.
Según el plan de Catilina, el 27 de octubre un ejército de diez mil hombres mandados por Cayo Manlio, uno de los veteranos silanos, se levantaría en Etruria y marcharía sobre Roma. Al mismo tiempo, en la ciudad, un grupo de nobles provocaría varios incendios para crear confusión y, aprovechando el caos, asesinaría a Cicerón y a otros senadores.
El problema para Catilina era que había demasiada gente implicada en su trama y muchos de ellos se fueron de la lengua, con lo que la conspiración se desveló antes de tiempo. El levantamiento de Etruria se produjo como estaba previsto, pero el ejército del procónsul Marcio Rex, que estaba esperando celebrar su triunfo cerca de Roma, marchó a reprimirlo enseguida. En cuanto a Roma, los disturbios previstos fueron abortados gracias a la vigilancia de Cicerón, que estaba sobre aviso.
Mientras tanto, Catilina seguía asistiendo a las sesiones del senado con cara de no haber roto un plato en su vida. Por fin, el 7 de noviembre Cicerón estalló en una reunión del senado y pronunció su famoso discurso. Tras recibir aquel furioso chaparrón dialéctico, Catilina tomó la palabra y negó estar implicado en ninguna trama. Sin embargo, por la noche huyó de Roma y se dirigió al norte para unirse a Manlio y su ejército, reconociendo así su culpabilidad.
Los demás cómplices de Catilina en la urbe se pusieron en contacto con unos enviados alóbroges —un pueblo celta que vivía en el extremo norte de la provincia de la Galia Transalpina— para convencerlos de que se sublevaran como una maniobra de distracción. En lugar de hacerlo, los alóbroges acudieron rápidamente a informar a Cicerón, y el cónsul hizo que detuvieran a los cinco principales implicados.
El 5 de diciembre, el senado se reunió para decidir qué hacer con los conspiradores. Algunos enemigos de César y de Craso intentaron convencer a Cicerón de que los dos estaban también implicados y debían ser arrestados, pero el cónsul no les hizo caso. Aunque Craso había apoyado a Catilina en el pasado, la acusación era patentemente absurda: si había alguien en Roma a quien no le convenía que se abolieran las deudas era a él, el mayor prestamista de la República.
A César no le habría venido mal esa condonación, pero solo en teoría: su carrera política marchaba según lo previsto, de modo que podía confiar en que con el tiempo devolvería sus débitos. Ahora bien, si estallaba una revolución como en tiempos de Sila, ¿quién podía saber lo que ocurriría? Eso no significa que César no mantuviera contactos con personas del grupo de conspiradores o con el propio Catilina; probablemente pensó que no convenía poner todos los huevos en la misma cesta y que si llegaba la revolución debía estar preparado.
Por si acaso, Craso no asistió a aquella sesión del senado. César, a quien nunca le faltó aplomo, sí acudió. Cicerón expuso el caso ante los demás senadores y solicitó su parecer. ¿Qué debían hacer con aquellos conspiradores? El primero en tomar la palabra fue el cónsul electo para el año siguiente, Décimo Silano, quien dijo que debían ser ejecutados cuanto antes. Así se manifestaron también los demás senadores consulares.
Cuando le tocó el turno a César, que había sido elegido como pretor para el año siguiente, opinó que no había que tomar decisiones en el calor del momento y que era mejor mantener encerrados a los conspiradores para juzgarlos con todas las garantías más adelante, o enviarlos a diversas ciudades de Italia y mantenerlos encerrados de por vida para que no cometieran más desmanes. Lo contrario sería ejecutar a ciudadanos sin permitir que presentaran su caso ante el pueblo, algo que todos sabían que atentaba contra la constitución romana.
El senado parecía decidido a hacer caso de César cuando se levantó a hablar Marco Porcio Catón, que como ya dijimos era suegro de Bíbulo. Catón, llamado el Joven para distinguirlo de su célebre bisabuelo Catón el Censor, tenía poco más de treinta años y hasta el momento solo había desempeñado el cargo de cuestor, pero había sido elegido como tribuno de la plebe y estaba a punto de tomar posesión de su cargo.
De todas formas, no había nadie más alejado de los ideales populares que Catón, que pese a su juventud poseía tal convicción en sus ideas que no tardó en convertirse en el líder espiritual de los optimates. Si pertenecía a ese bando no era por desdén aristocrático ni amor a la riqueza o al lujo, sino porque estaba convencido de que el sistema tradicional de la República era perfecto y no había que cambiar ni una coma. Los defectos del Estado se debían a que los ciudadanos eran imperfectos y corruptos, no al sistema en sí. Convencido de que siempre tenía razón, Catón era tan intransigente como su bisabuelo, al que admiraba profundamente, y la idea de ponerse en la piel de otra persona ni se le pasaba por la cabeza. Personalmente, no puedo evitar que este personaje, con su afán de que el mundo fuese un lugar sencillo, de blancos y negros y sin matices, me recuerde al integrismo genérico que describe Bernard-Henry Lévy en
La pureza peligrosa
.
Catón era un seguidor de la filosofía estoica y partidario de someter a su mente y su cuerpo a una estricta disciplina. Tenía tanta resistencia física que podía tomar la palabra en el senado y hablar de pie y sin descanso hasta que se hiciera de noche y se suspendiera la sesión, una táctica de obstruccionismo conocida hoy como «filibusterismo parlamentario» con la que consiguió impedir más de una votación.
En esta ocasión, Catón no recurrió a ese expediente, ya que precisamente quería que el senado votara en el sentido que él proponía: ejecutar a los conspiradores para que sirvieran de escarmiento. Pero mientras hablaba se produjo un incidente bastante chusco. Mientras Catón proseguía con su soflama, alguien entró en la Curia y le llevó una carta a César, un hombre por quien Catón sentía una antipatía visceral que, por cierto, era correspondida.
Catón señaló a César con un dedo acusador, afirmó que aquella carta era un mensaje secreto de su compinche Catilina y exigió que la leyera ante la cámara. César se limitó a acercarse a Catón y, sin pronunciar palabra, le tendió la misiva. Cuando la leyó en voz baja —normalmente los antiguos leían moviendo los labios, pues aquella caligrafía sin espacios no resultaba fácil de descifrar—, Catón se dio cuenta de que se trataba de una carta de amor escrita por Servilia, que precisamente era su hermanastra y además estaba casada con el cónsul electo Silano, el primero que había hecho uso de la palabra.
Más enojado si cabe, Catón le arrojó la carta a César y prosiguió con su discurso. Era un hombre de una sola pieza que jamás dudaba de lo que decía, y su convicción y su dureza arrastraron a los demás senadores, que votaron la pena de muerte. Los conspiradores fueron llevados a la prisión del Tuliano y ejecutados, saltándose sus derechos constitucionales, ya que como ciudadanos romanos podrían haber apelado al pueblo. Cicerón tuvo su momento de gloria y se le aclamó como padre de la patria y salvador de la República; no obstante, el hecho de haber ejecutado a aquellos hombres sin juicio le acarrearía más de un dolor de cabeza en un futuro no muy lejano.
En cuanto a Catilina, no sobrevivió demasiado tiempo a sus compañeros conjurados. En febrero se enfrentó en batalla contra el ejército de Antonio Híbrida. Para entonces, de los diez mil hombres que se habían levantado en Etruria únicamente quedaba la tercera parte, ya que los demás lo habían abandonado. Consciente de que lo tenía todo perdido y decidido a tener un fin memorable, Catilina se arrojó él solo contra los enemigos. Su cadáver apareció muy por delante de la primera fila de los suyos, y Floro comentó de él: «Habría sido una muerte gloriosa si hubiera perecido luchando por su patria» (4.1.12).
Como comenté antes, la caricatura que hicieron de él sus adversarios hace que en realidad no sepamos quién era Lucio Sergio Catilina, y si aparte del interés personal por librarse de sus deudas le movía una genuina preocupación por la suerte de los ciudadanos más empobrecidos. En cualquier caso, fuera un monstruo de maldad o no, como buen aristócrata romano amante de la gloria quizá con el tiempo le satisfizo comprobar desde el Averno que su nombre se convertía en uno de los más famosos de la historia gracias precisamente a su mortal enemigo:
Quousque tandem, Catilina?
Después de tantas convulsiones, en el 62 César se convirtió en pretor. Ya antes de ese cargo había conseguido otro gran éxito al ser nombrado
pontifex maximus
, jefe del colegio de pontífices. Era, por tanto, la máxima autoridad religiosa de Roma, siempre que entendamos que su campo de acción se circunscribía a la esfera ritual y que no era ningún líder espiritual impartiendo dogmas morales ni de fe. Pues la religión romana, como la griega, era básicamente un asunto práctico, una relación de patronos y clientes entre dioses y hombres basada en el intercambio de favores.
El último
pontifex maximus
había sido Cecilio Metelo Pío, a quien Sila le otorgó el puesto en agradecimiento a los servicios prestados. Cuando Metelo murió en el año 63, lo normal habría sido que los demás pontífices eligieran de entre ellos a uno de los más veteranos y respetados. Los principales candidatos eran Quinto Lutacio Catulo y Publio Servilio Isáurico, ambos excónsules y férvidos optimates.
César estaba decidido a aprovechar una ocasión que tal vez no volvería a presentarse, ya que el puesto era de por vida. Normalmente, el
pontifex maximus
se escogía por cooptación entre los miembros del colegio de pontífices, lo que a él le otorgaba muy pocas posibilidades. No obstante, el tribuno de la plebe Tito Labieno, que años más tarde sería el principal legado de César en la Galia, propuso recuperar la
lex Domitia
del año 104 por la que el pueblo elegía también a los sacerdotes del Estado y que, cómo no, había sido abolida por Sila. El procedimiento consistía en seleccionar por sorteo a diecisiete de las treinta y cinco tribus y que estas votaran al
pontifex
. Ahora bien, el sorteo se llevaba a cabo el mismo día, por lo que no era posible sobornar a los miembros de las tribus selectas con antelación: si uno decidía recurrir a esos métodos deleznables que usaban todos, tenía que untar las manos de gente de las treinta y cinco tribus.
Cuando Catulo vio que corría peligro de perder ante César, le ofreció una jugosa suma para que se retirara. César no solo no aceptó, sino que pidió a su vez más préstamos para la campaña (una campaña que consistía básicamente en comprar votos). Sus deudas empezaban a ascender a niveles estratosféricos, por lo que un fracaso habría supuesto una catástrofe. Pero César nunca retrocedía si podía evitarlo. En cierto modo, recuerda al personaje de Ethan Hawke en la película
Gattaca
, donde gana sistemáticamente a su hermano Jude Law en una competición que consiste en nadar mar adentro hasta que uno de los dos desfallezca y se rinda. Cuando Jude Law, que está mucho más dotado físicamente que su hermano, le pregunta cómo consigue ganarle siempre, Ethan Hawke responde: «Porque nunca reservo fuerzas para la vuelta».
Así era César, y así lo veremos cruzar con sus flotas el Adriático y el estrecho entre Sicilia y África.
Al salir a la calle el día de la votación le dio un beso a su madre, a quien debía su entrada en el colegio de pontífices, y dijo: «Hoy volveré a casa como
pontifex maximus
o me convertiré en un desterrado».
La apuesta salió bien, y César resultó elegido. Eso cambió su vida para siempre. Pese a su juventud, pasó a ser una de las personas más influyentes y respetadas de Roma. De paso, se mudó de su casa de la Suburra a la
domus publica
, su nueva residencia oficial, aledaña a la casa de las Vestales y situada en pleno Foro.
Ni en la pretura ni en el inicio del mandato de César como
pontifex maximus
faltaron los sobresaltos. El día 1 de enero, apenas tomó posesión de su cargo, César emprendió un ataque contra Lutacio Catulo. En el año 83, durante la guerra civil, el templo de Júpiter Capitolino había ardido en un incendio cuya autoría nunca se había llegado a esclarecer. Cinco años después, se había encargado a Catulo, cónsul de aquel año, la misión de reconstruirlo. Habían pasado ya quince años y las obras iban muy atrasadas. César convocó una
contio
en el Foro. Allí acusó a Catulo de negligencia y también de malversación de fondos. ¿Dónde estaba el dinero que el senado le había concedido para las reparaciones? Desde luego, en el templo no se veía. Lo mejor, propuso César pensando en Pompeyo, era quitarle a Catulo la comisión y entregársela a otra persona que supiera cumplir mejor la tarea.
Cuando Catulo quiso contestar, César no le permitió subir a la tribuna y le obligó a hablar desde abajo; algo humillante para un senador consular como él. César se la tenía jurada desde que Catulo lo acusó de peligroso revolucionario por exponer los trofeos de Mario, y más por intentar implicarlo en la conjuración de Catilina. Sin embargo, cuando los amigos del excónsul acudieron en masa para apoyarlo, César dio marcha atrás en su propuesta.
Después de aquello, César se metió en un lío peor. Uno de los tribunos, Metelo Nepote, convocó una asamblea para proponer que Pompeyo —cuñado y superior suyo, dicho sea de paso— regresara a Italia para imponer el orden con sus tropas después de los desórdenes causados por Catilina. En realidad, esos desórdenes estaban ya más que controlados: a Catilina, como hemos visto, le quedaban apenas tres mil partidarios mal armados. Se trataba de un simple pretexto para que Pompeyo pudiera volver sin necesidad de desmovilizar su ejército.