Roma Invicta (55 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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La campaña progresó con rapidez. Sabiendo que si se rendían obtendrían el perdón, tripulaciones enteras arrojaban las armas al agua y aplaudían en señal de rendición cuando las naves romanas se acercaban para abordarlas. Pompeyo dejó para el final la ofensiva contra el corazón del problema, la escarpada costa de Cilicia. Allí libró una batalla naval en la que derrotó a la principal flota pirata, y luego puso sitio a la fortaleza de Coracesio. Con la rendición de esta terminó una guerra que apenas había durado seis meses.

Por supuesto, la piratería no desapareció por completo, aunque algunos, como Cicerón, se dejaron llevar tanto por el entusiasmo que dijeron que ya no quedaba un solo pirata en las costas de Asia. Pero lo cierto es que la plaga como tal dejó de asolar el Mediterráneo gracias la eficacia de Pompeyo. Aquello de por sí le habría valido un triunfo, pero a Pompeyo todavía le quedaba por delante la campaña que lo haría verdaderamente grande.

La guerra contra Mitríades y la conquista de Oriente

T
ras su éxito contra los piratas, Pompeyo y el grueso de sus tropas pasaron el invierno en la provincia de Cilicia. Mientras en Roma, en enero del 66, uno de sus aliados, el tribuno Cayo Manilio Crispo, presentó una propuesta para entregarle el mando de la guerra contra Mitrídates y su aliado Tigranes de Armenia. No solo a Pompeyo no se le quitaba el
imperium
que se le había otorgado para la campaña de limpieza de los mares, sino que se le añadían las provincias de Bitinia y Cilicia. Todo ello por tiempo indefinido y con plenos poderes para dirigir según su propio criterio las operaciones y la política exterior.

Ningún magistrado o promagistrado había acaparado jamás tanto poder. En el senado se oyeron voces en contra que advertían de que una concentración de poderes como esa suponía una amenaza para la libertad de la República, ya que Pompeyo podría tener la tentación de convertirse en tirano o rey.

Pero había muchos más interesados en concederle el mando a Pompeyo. A los équites que manejaban las sociedades de publicanos y cobraban los tributos de Asia les convenía que la situación de la zona, castigada ya por tres guerras contra Mitrídates, se asentara de una vez. No lo pensaban solo ellos, sino muchos senadores: Asia debía ser pacificada, y para ello había que acabar de una vez con Mitrídates. Pompeyo podía caerles mejor o peor, pero sabían que era un general eficaz.

Entre los senadores que hablaron a favor de la
lex Manilia
estaba César, y también Cicerón, que pronunció un elocuente discurso. En él aseguró que Pompeyo poseía las cuatro cualidades de un general eficaz: dominio de la ciencia militar, valor, autoridad y buena suerte. Es de suponer que en nuestros días un orador habría suprimido esa última cualidad, la
felicitas
de la que tan orgulloso se sentía Sila; pero para los romanos era muy importante saber que los dioses en general y la Fortuna en particular estaban de parte de los hombres a los que le confiaban el mando.

Una vez aprobada la moción, el senado envió una carta al interesado para comunicarle su nombramiento. Al recibirla, según Plutarco, Pompeyo se quejó: «¡Ay de mí, mis trabajos no tienen fin! Mejor me iría en la vida si fuese alguien desconocido. Así, en cambio, nunca dejaré de servir en el ejército ni me libraré de la envidia que me persigue, y jamás podré retirarme a vivir al campo con mi mujer» (
Pompeyo
, 30).

Aquella hipocresía hizo sonrojarse incluso a sus amigos: todos sabían que Pompeyo llevaba mucho tiempo intrigando para quitarle el mando a Lúculo. Este, de hecho, lo comparó con un buitre que venía a devorar los restos de un cadáver al que ya había matado otra fiera.

Lúculo habría podido ganar aquella guerra, que había librado con efectivos más bien escasos y combatiendo al mismo tiempo contra dos reyes, Mitrídates y Tigranes. Este último, que había engrandecido tanto el reino de Armenia que recibía el título de «rey de reyes», se había reído de Lúculo comentando que sus hombres eran muy pocos para ser un ejército, pero demasiados para ser una embajada. La risa no le duró demasiado, ya que poco después de hacer aquel chiste, Lúculo y sus tropas lo aplastaron.

El problema era que Lúculo era impopular tanto entre los équites como entre muchos senadores. Sobre todo, sus soldados no lo podían ni ver. Por no apoyarlo, el Estado había permitido que Mitrídates contraatacara y que tanto él como Tigranes recuperaran parte del territorio que habían perdido en esos años. Eso le venía bien a Pompeyo, evidentemente: cuando peor estuviera la situación, más gloria para él.

Pompeyo no fue nada generoso con Lúculo. Pese a que él traía ya muchos efectivos, cuando tomó el relevo de las tropas de su antecesor, le dejó únicamente mil seiscientos hombres para que lo acompañaran a Roma a celebrar el triunfo, y además procuró seleccionarlos entre los más proclives a amotinarse. Por otra parte, no cejó hasta anular todos los acuerdos que había firmado Lúculo, pues quería que los reyes y dinastas de la región estuvieran atados a él por acuerdos personales.

Antes de ponerse en marcha, Pompeyo inició una ofensiva diplomática para aislar a sus enemigos. Prefería no tener que guerrear contra Mitrídates y Tigranes a la vez, de modo que se puso en contacto con el rey parto Fraates. Tras pactar que la línea divisoria entre Roma y Partia estaría en el Éufrates, Fraates prometió a Pompeyo que atacaría la frontera oriental de Armenia con el fin de tener entretenido a Tigranes mientras los romanos invadían el Ponto.

Cuando Mitrídates se enteró de las maniobras políticas y militares de Pompeyo, comprendió que iba a verse en graves apuros y envió embajadores al general romano para negociar la paz. A Pompeyo no le interesaba que aquella campaña terminara sin batallas ni saqueos, así que respondió que, si Mitrídates quería la paz, debía entregarse sin condiciones en una
deditio ad fidem
.

Obviamente, Mitrídates no podía aceptar algo así. Rotas las breves negociaciones, Pompeyo se puso en marcha hacia el norte con treinta mil soldados de infantería y dos mil de caballería. Mitrídates disponía de los mismos efectivos de infantería y de tres mil jinetes, y con ellos se dirigió a la cabecera del río Lico, junto a la fortaleza de Dastira, para detener al invasor. El rey, que estaba a punto de cumplir setenta años, seguía combatiendo personalmente; poco tiempo antes había recibido una herida de espada en un muslo de la que no murió gracias a que su médico personal Timoteo consiguió detener la hemorragia.

La zona que había elegido Mitrídates, situada en Armenia Menor, ofrecía un relieve muy agreste, idóneo para defenderse. Pero el rey tenía un problema: por culpa de las campañas de Lúculo, que habían asolado toda la región, resultaba complicado conseguir provisiones por los alrededores. Debido a eso y a los últimos reveses, la moral en el ejército del Ponto era baja y se producía un flujo constante de desertores, a pesar de que a los prófugos se les castigaba crucificándolos, sacándoles los ojos o quemándolos vivos.

Cuando llegó al valle del Lico y comprobó que Dastira era casi imposible de asaltar, Pompeyo decidió asediar la fortaleza. Aunque el relieve de la zona impedía rodear al enemigo con un cerco perfecto, los hombres de Pompeyo levantaron un perímetro de treinta kilómetros provisto de fuertes y empalizadas, una obra comparable a la que había llevado a cabo Craso en la punta de la bota italiana para encerrar a Espartaco.

A pesar de que el sistema logístico de Pompeyo era muy superior al de su enemigo, sus forrajeadores sufrían por los ataques de la caballería de Mitrídates, que superaba a la de Pompeyo. Este decidió tender una trampa al enemigo, y una noche apostó a tres mil soldados de infantería ligera y quinientos jinetes entre la espesura de un valle que se abría entre su campamento y la fortaleza de Dastira.

En cuanto amaneció, Pompeyo mandó al resto de los jinetes contra el enemigo. Al verlo, Mitrídates reaccionó enviando contra él al grueso de su caballería. Los jinetes de Pompeyo no esperaron a resistir la carga, sino que volvieron grupas en una retirada fingida. Esta no duró mucho: cuando vieron que habían sobrepasado el punto donde se hallaban sus compañeros emboscados, volvieron a dar media vuelta y embistieron contra la vanguardia de la caballería enemiga, que los venía siguiendo.

En ese momento, la caballería de Mitrídates se vio atacada simultáneamente de frente y por los flancos. Encerrados y sin poder dar impulso a sus monturas, los jinetes pónticos fueron presa fácil de los soldados de infantería ligera, que se dedicaron a acuchillar sin piedad los costados de los caballos. Tras esta batalla, Mitrídates perdió la única ventaja que poseía sobre Pompeyo, su caballería.

Esta emboscada demostró que Sertorio llevaba razón cuando dijo que le iba a enseñar una lección al pupilo de Sila: Pompeyo la había aprendido y aplicado a la perfección.

Después de aquello, Mitrídates renunció al combate. Para empeorar su situación, Pompeyo recibió refuerzos de Cilicia, con lo que sus efectivos ascendían ya a más de cuarenta mil legionarios.

Cuando sus hombres empezaron a matar a las bestias de carga para alimentarse, Mitrídates decidió que no le convenía esperar a que empezaran a pasar hambre. Una noche, mientras los fuegos de su campamento seguían ardiendo, huyó con el grueso de sus tropas por senderos escarpados más apropiados para cabras que para humanos. Eso demuestra, lógicamente, que Pompeyo no había podido completar la circunvalación de Dastira.

Cuando descubrió que la presa había escapado, Pompeyo partió en su persecución. Su caballería no dejaba de hostigar a la retaguardia de Mitrídates, pero este seguía adelante sin detenerse a luchar, siempre hacia el este. El rey del Ponto procuraba viajar de noche, aprovechando que él y sus hombres conocían bien la zona, y gracias a que aquellos parajes eran montañosos siempre encontraban posiciones elevadas donde acampar.

Pompeyo no quería que Mitrídates cruzara el Éufrates y penetrara en territorio armenio, así que una noche decidió atacar su campamento, pese al riesgo que implicaban siempre las operaciones nocturnas. Mientras sus hombres avanzaban con todo el sigilo posible, Mitrídates tuvo un sueño, o así lo contó (la oniromancia o interpretación de los sueños era una de sus grandes aficiones). En su visión, estaba navegando por el mar Negro con viento propicio y ya tenía a la vista el Bósforo. Pero cuando se volvía para saludar a sus compañeros de travesía y congratularse con ellos de haber llegado a salvo al final del viaje, descubría de pronto que estaba solo, flotando en el agua y agarrado a un madero flotante.

Aquel sueño predecía su futuro inmediato y a largo plazo, como enseguida veremos. Sus sirvientes lo despertaron entonces y le avisaron de que el enemigo atacaba. Mitrídates se levantó para organizar a sus tropas en la defensa del campamento, pero ya era demasiado tarde. Plutarco ofrece un detalle muy sensorial sobre esta batalla: como los romanos venían con la luna a sus espaldas y estaba a punto de ponerse, sus sombras se veían tan alargadas que engañaban a los defensores y les hacían calcular mal las distancias y errar los disparos.

Con ayuda de la luna o no, los romanos destrozaron al ejército de Mitrídates, que perdió diez mil hombres en aquel ataque. El rey logró escapar en la oscuridad con ochocientos jinetes y tres mil soldados de infantería, y se dirigió a una fortaleza llamada Sinora o Sinorega, cerca de la frontera armenia. Allí guardaba abundantes tesoros con los que recompensó y despachó a muchos de sus hombres. Él mismo cogió seis mil talentos para el viaje, una suma que no era precisamente calderilla, pues equivalía a casi doscientas toneladas de plata. (Es de suponer que una buena parte sería en forma de monedas y objetos de oro, con más valor por menos peso).

Con una fuerza más reducida y móvil, Mitrídates marchó hacia las fuentes del Éufrates. Junto a las tropas que lo acompañaban viajaba una de sus concubinas. Su nombre era Hipsicracia, pero el rey la llamaba en broma Hipsícrates, masculinizando su nombre porque cabalgaba como un persa y combatía con el valor y la energía de un hombre.

Al llegar al Éufrates, Mitrídates descubrió que no solo se había convertido en persona
non grata
en Armenia, sino que además su antiguo aliado Tigranes había puesto precio a su cabeza. Rápidamente, cambió de planes y se dirigió al norte, a la Cólquide. Pasó el invierno en la ciudad de Dioscurias, donde las estribaciones del Cáucaso llegaban prácticamente hasta el mar. Según el mito, era en aquellas montañas donde Zeus encadenó a Prometeo y un águila devoraba el hígado del titán todos los días.

En primavera, Mitrídates cruzó las montañas hasta llegar a las estepas costeras, que recorrió a una distancia de la costa siempre prudencial para que la naves romanas que patrullaban el mar Negro no lo encontraran. Tras rodear el lago Meotis llegó al Quersoneso Táurico (hoy día son el mar de Azov y la península de Crimea). Allí, en su fortaleza de Panticapeo, se hallaba uno de sus hijos, Macares, que se había rebelado contra él. Ahora, al saber que su padre venía y sabiendo cómo se las gastaba, Macares se suicidó; al menos, eso le permitía elegir la forma de morir.

En cuanto a Pompeyo, tras su victoria, pensó que Mitrídates estaba acabado y no se esforzó en seguirlo, ya que prefería ocuparse antes de Tigranes. En aquel momento, el monarca armenio se veía acosado por los partos en su frontera oriental, y además su hijo y tocayo Tigranes se había sublevado contra él; considerando que el rey tenía setenta y cuatro años, parece lógico que el joven Tigranes empezara a pensar en jubilarlo.

Cuando Tigranes se enteró de que los romanos habían cruzado su frontera occidental, decidió que lo más sabio era rendirse. Mientras Pompeyo se acercaba por el curso superior del Éufrates a la capital, Artaxata, Tigranes salió a su encuentro y se presentó en su campamento. Para demostrar su sumisión, dejó su tiara real a los pies del general romano y se postró ante él en el ritual de la
proskýnesis
, que era tradicional en esas tierras y que Alejandro había intentado imponer a sus oficiales macedonios con bastante polémica.

Pompeyo se agachó, ayudó a levantarse al anciano rey y volvió a ponerle la diadema; la diplomacia de gestos grandiosos y munificentes se le daba mucho mejor que las intrigas senatoriales y la intrincada sintaxis de los discursos retóricos.

Pompeyo permitió que Tigranes se quedara con el reino que había heredado, pero le arrebató las conquistas que había hecho durante su reinado y con las que había creado una especie de Gran Armenia. Al joven Tigranes, que se estaba frotando las manos pensando en que los romanos ejecutarían o al menos derrocarían a su padre, Pompeyo le entregó tan solo el pequeño territorio de Sofene.

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